domingo, 9 de marzo de 2025

Los tiranos modernos.

Los tiranos modernos 

En nuestra era de posverdad, no faltan imágenes que nos recuerdan una época premoderna. Algunas fotos de Donald Trump son un ejemplo. Autócrata, sonriente y satisfecho, seguro de sí mismo y dueño del mundo, pletórico por las glorias de su poder absoluto, que combina en sí mismo tanto elementos ultramodernos (tecnologías militares, de la información, financieras, administrativas, de la comunicación) como una hybris premoderna, es decir, una arrogancia paranoica hecha de poder, violencia, dinero… como en las figuras de dictadores y tiranos ilustres… Esta coexistencia de elementos premodernos y ultramodernos hace difícil categorizar la naturaleza del gobierno de Dnald Trump: ¿es tiranía, dictadura, absolutismo, despotismo, autoritarismo, totalitarismo? 

Tal vez éste no sea el problema principal, o al menos no es el primero, también porque hay diferencias significativas entre dictaduras y dictaduras, tiranos y tiranos, no sólo en términos ideológicos, sino también estructurales. En realidad, incluso antes de que nos interroguemos desde un punto de vista racional sobre estas distinciones filosófico-políticas, ciertas imágenes de portada nos aterrorizan porque presentan el desenlace actual de un poder irresponsable e ilimitado, desatado a nivel global y capaz de dominar todos los espacios de la vida individual y social gracias al uso de una razón puramente instrumental, sin límites institucionales ni morales. Es comprensible entonces que un ciudadano verdaderamente democrático se sienta desorientado ante esas imágenes. Algunas preguntas surgen en él espontáneamente. ¿Dónde falló la modernidad? ¿Por qué se han frustrado las esperanzas de progreso? ¿Cuál es la responsabilidad de Occidente en la formación de tales formas de absolutismo? ¿Por qué estos regímenes pueden expandirse a diversas zonas del planeta? ¿Cómo fue posible lograr tal matrimonio entre impulsos premodernos y tecnologías ultramodernas? ¿Es posible detener estas derivas autoritarias? 

Preguntas legítimas y respetables, a las que no es fácil encontrar respuestas inmediatas. Hay, sin embargo, un problema que precede a estas cuestiones y en el que no recaemos a menudo, aunque no sólo concierne tanto a los Estados liberal-democráticos como también a los autoritarios: el cambio radical en la naturaleza y la escala del poder en la época contemporánea. No se trata de una cuestión reciente, pues comienza en los años 1950 y está marcada por innovaciones tecnológicas y militares explosivas, por la difusión del consumo, por la expansión de los comercios internacionales, por la globalización financiera y productiva, por las migraciones: estos factores modifican la estructura nacional de los Estados, producen nuevos colonialismos, influyen en los sistemas de vida y de trabajo, crean formas de consumo que son al mismo tiempo formas de control social. El control de las masas no se logra sólo mediante la fuerza y ​​la coerción sino también mediante acciones de persuasión ligadas al consumo (redes sociales, moda, publicidad, etc.) que generan así un consenso, es decir, una alianza inédita entre las clases dominantes y las clases subordinadas, eliminando así el tradicional conflicto social. 

En cuanto al cambio de escala, es evidente que hoy el espacio de decisión de los actores políticos (parlamentos, instituciones nacionales, etc.) está cada vez más restringido en favor del poder creciente de actores globales sin restricciones de representación (corporaciones, bancos de inversión, instituciones supranacionales, etc.). De hecho, mientras que la política a menudo tiene raíces localizadas en un territorio y en un contexto (social, lingüístico, cultural), la economía y la tecnología contemporáneas no tienen fronteras: si los Estados quieren llevar a cabo acciones eficaces, deben utilizar palancas financieras o el control tecnológico más que operaciones militares, hasta el punto de que la política exterior es a menudo comercio exterior, es decir, la organización de la producción y del intercambio a escala global. 

Las tiranías contemporáneas se adaptan fácilmente a estas transformaciones de poder y responden eficazmente (desde su punto de vista) porque no tienen restricciones de representación, ni instituciones de garantía ante las cuales rendir cuentas, son capaces de decidir rápidamente sobre los desafíos repetidos del contexto internacional y controlan completamente los instrumentos de la política, la economía, la burocracia y la tecnología, generando así una forma inédita de omnipotencia secular. 

Las tiranías actuales, a diferencia de las clásicas, se basan de hecho en una voluntad de poder que apunta al control total de la naturaleza y de la sociedad, posibilitado por las nuevas tecnologías. Estas tiranías se ejercen evidentemente en beneficio de una clase o de un grupo, y en función de ambiciones personales o familiares, pero expresan también la creencia de que la innovación tecnológica es necesaria y suficiente para la satisfacción de nuestras facultades humanas, de modo que delinean nuevas formas de "poder", al mismo tiempo violento y persuasivo. Las tiranías contemporáneas gestionan todo el proceso entrelazándolo con las nuevas dinámicas de consumo y con la creación de grandes espacios pretendidamente abiertos e inocuos de comunicación. 

A los ojos del ciudadano auténticamente democrático, desorientado ante tanta omnipotencia, todo esto podría resultar algo tranquilizador, incluso dentro de un marco de preocupación general. Esta concentración de poder absoluto, que combina terrores premodernos y tecnologías ultramodernas, que afirma su voluntad sin límites en un espacio global y con una perspectiva neocolonial, no parece poder realizarse en Occidente. Ese ciudadano tendría razón. La separación de poderes, las garantías constitucionales, el pluralismo político y social, la presencia de diferentes actores económicos (empresas, sindicatos, tercer sector, etc.), las interdependencias políticas, económicas y militares a nivel internacional hacen totalmente improbable una transformación de los Estados occidentales de forma autoritaria. Pero si una tiranía como la representada por ciertas formas por Donald Trump no está a la orden del día aún en las democracias liberales, sin embargo el cambio radical en la naturaleza y escala del poder en la era contemporánea también puede preocupar porque somos parte integral de la nueva era de imperios competitivos a escala global. Y este cambio debe ser el centro de nuestro cuestionamiento, como ciudadanos y no como súbditos, porque afecta al futuro de nuestras democracias. 

En Occidente, el problema del poder se plantea de una forma diferente a la presente en las tiranías contemporáneas, porque en las democracias liberales, y al menos por el momento, los elementos premodernos de violencia y miedo están presentes –afortunadamente– sólo de forma residual. Sin embargo, los elementos ultramodernos tienen un nivel de difusión muy amplio, tanto que minan radicalmente la idea misma de democracia representativa, fundada en la existencia de una opinión pública consciente y de un espacio de discusión política protegido a nivel institucional. 

De hecho, debemos ser conscientes de que hoy, en las democracias, la autoridad no se expresa necesaria y exclusivamente en el espacio político: es el caso, por ejemplo, de las corporaciones y tecnocracias, en las que la idea de autoridad pierde visibilidad y transparencia, aunque exprese el máximo poder efectivo y persuasivo. En estos casos, de hecho, la autoridad se legitima mediante el uso de dinámicas de mercado y de conocimientos especializados, que por su naturaleza no son democráticos y que gozan de confianza social gracias a su presunto estatus de imparcialidad, autoridad y naturaleza científica. 

Desde esta perspectiva, no es necesario que una sociedad sea autoritaria de iure, pero corre el riesgo de llegar a serlo de facto, ya que se caracteriza por "estados de dominación" presentados de manera persuasiva, dado que pueden existir diferencias evidentes de autoridad entre los ciudadanos sin que estas sean percibidas como producto de una desigualdad estructural. Estas diferencias no parecen estar vinculadas a una dimensión jerárquica predefinida y, por tanto, parecen ser “neutralmente” horizontales, es decir, socialmente aceptables ya que son el resultado de una disponibilidad desigual de recursos, pero no de estatus, dado que las libertades y los derechos individuales siguen estando protegidos. 

Este fenómeno no sólo se ha producido bajo la presión de poderosas corporaciones y tecnocracias anónimas, sino también por el proceso centenario de individualización que ha marcado la transición de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas y contemporáneas. En resumen: este proceso está sin duda dirigido desde arriba (es decir, por las autoridades ‘de facto’ en el poder), pero ha actuado sobre factores que se mueven desde abajo, es decir, por el deseo de reconocimiento y pertenencia simbólica a las élites que en las últimas décadas los individuos han visto cada vez más como el objetivo central de sus existencias, consideradas de otro modo carentes de sentido y significado. 

La transformación de un individualismo acumulativo y propietario a un individualismo hedonista y narcisista ha permitido a las corporaciones expandir su dominio en el espacio global, a través de prácticas que, lejos de ser coercitivas en el sentido tradicional, se basan precisamente en el consentimiento de los individuos. Esta dinámica complica por tanto la concepción tradicional según la cual los sistemas de poder dominan contra la voluntad de los individuos: en este caso las dos polaridades no entran en conflicto, dado que el deseo individual de innovación tecnológica –que constituye el instrumento para la realización “eficientista” y/o narcisista de la propia imagen– dispone al individuo a colocarse en una relación de servidumbre voluntaria respecto de los sistemas de poder (basta pensar en el impacto de las marcas y los influencers en el consumo de masas y en los estilos de vida). 

Por supuesto, sería un grave error equiparar los problemas que plantean las tiranías basadas en la fuerza con los que plantean las “sociedades abundantes”. Sin embargo, ese ciudadano auténticamente democrático, desorientado ante la omnipotencia de la tiranía de Donald Trum y de similares a él, no debe olvidar que en las democracias se ha producido un cambio radical en la relación entre gobernantes y gobernados, hoy ya no basada en el respeto a una autoridad reconocida como políticamente legítima, sino en las ilusiones de millones de personas, ávidas de reinventar su identidad individual según una imagen hedonista y narcisista de su existencia, dominada por el poder de fascinación que emana -de manera no transparente- de las autoridades de facto. 

Esta fascinación constituye el presupuesto ideológico que permite la paz social, prefigura nuevas formas de narcisismo de masas y crea hordas de individuos narcotizados y cosificados, dominados por un deseo espasmódico de auto-reconocimiento en la plaza pública (real y/o virtual) que provocan la masificación del yo (evidente, por ejemplo, en la moda). 

Frente a tal aparato ideológico, político, económico y tecnológico, que se presenta como la “mejor sociedad”, debemos preguntarnos dónde está la salida. Porque es cierto que ser ciudadano en los Estados Unidos de América de hoy es muy diferente a ser ciudadano en la España de hoy. Pero también es cierto que esta constatación puede ser suficiente para el consumidor que vive felizmente bajo un gobierno "pacífico y tranquilo" (¡más persuasivo que tiránico!), no para un ciudadano auténticamente democrático. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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