Homo lentus: elogio de la lentitud
La paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque no tiene apariencia heroica escribió alguien. Pero ¿cuánto de heroico queda en la paciencia —en la lentitud— en una época como la nuestra, cada vez más inclinada a contraerse sobre sí misma, sustituyendo la duración por la inmediatez?
Vivimos en una sociedad de ritmo rápido, aunque no fuimos diseñados para la velocidad. El nuestro es un ser entregado a la lentitud, y así lo confirma el modo único y asombroso en que nuestro cerebro nace, se desarrolla y se acerca al final de su vida. Mientras que el periodo de plasticidad cerebral -el dedicado a la formación de conexiones entre neuronas, para ser claros- de una rata dura una media de 5-6 semanas, para los humanos estamos hablando de años.
Con la misma lentitud envejece el mismo tejido cerebral: la disminución del rendimiento debida a la dilatación del tiempo de conducción de los impulsos nerviosos y a los retrasos sinápticos que experimentamos en la vejez se produce en realidad de forma extremadamente lenta; el mismo gracias al cual casi logramos olvidar que estamos terminando nuestro camino en el mundo.
Podemos entonces describir el cerebro como un híbrido eficaz de velocidad y lentitud. Aquellos mecanismos que asocian un estímulo a una respuesta inmediata son tan rápidos como ancestrales: retirar la mano al tocar una superficie caliente, sentir que los latidos del corazón se aceleran ante una fuente potencial de peligro preparándonos para la acción; todos automatismos básicos para la evolución de nuestra especie.
Constitutivamente lentos son, por el contrario, aquellos mecanismos que no tienen su origen en el género humano, sino que surgen de su evolución, marcando el paso del hombre natural al hombre cultural. Son los mecanismos del habla, del lenguaje y del pensamiento los que, habitando en nuestro hemisferio izquierdo, dan vida a ese pensamiento lógico estructurado temporalmente del que sólo los seres humanos somos capaces.
Es precisamente la asunción de esta singularidad lo que ha alimentado y sigue alimentando esa pretensión tan humana de poder reivindicar una posición central dentro del cosmos.
Una centralidad que primero se convirtió en arrogancia, luego en titanismo y olvido: el impulso prometeico que creó la máquina es en última instancia el mismo que resolvió la dialéctica hombre-naturaleza ya no en una cuestión de pertenencia, sino de oposición. Una orientación cuya cuestionabilidad, traducida ahora en insostenibilidad ecológica, nos conduce ciertamente a la urgencia de un replanteamiento cada vez más necesario de sus estructuras.
El sentimiento de excepcionalidad que ha transformado al hombre en hijo irreverente de una naturaleza cada vez menos madre y cada vez más madrastra es el mismo que permite trazar un cordón sanitario bien definido entre la unicidad del pensamiento humano y los riesgos de su contaminación por la tecnología digital.
En el contexto de la dialéctica hombre-máquina, nacida igualmente del progreso y de la apología de la velocidad, asistimos de hecho a una absorción igual de lo natural por lo artificial: una naturalidad (la del cerebro humano) que apenas resiste los golpes cada vez más despectivos de un competidor artificial (el ordenador) que se presta bien en sus funciones al imperativo actual de la aceleración.
Una resistencia que, transformándose en derrota, permitiría que el éxito evolutivo de los hombres rápidos trajera consigo la desaparición de todas las acciones consideradas inútiles como la contemplación, la poesía, la conversación por el placer de hablar, y la aparición de un nuevo arte, el de la velocidad, donde la poesía es un tuit y la pintura una pincelada. Podría producirse una atrofia, al menos funcional, del hemisferio temporal, con la consiguiente probable hipofunción del pensamiento lento e hipertrofia vicaria de otras estructuras nerviosas, presumiblemente en el hemisferio derecho, capaces de reforzar el pensamiento rápido.
La sala de espera de un Hospital como la que yo, y otros, ocupamos en este momento, y las incógnita de nuestro estado de salud y la evolución de la enfermedad, me sugieren la importancia, en una época como ésta, de saber volver a la lentitud. De saber volver a la paciencia, a la capacidad de discernir todavía en el imperativo de la velocidad una aterradora renuncia al sentido más profundo de las cosas, en una época en la que la desproporción entre el nivel de profundidad a alcanzar y la cantidad de sentido realizable se ha vuelto clamorosamente absurda y en la que el programa, la eficacia, la estrategia, la rentabilidad… no soportan el pensamiento irreverente de la lentitud… y acaban pretendiendo aislarla, ignorarla, degradarla como se hace con los docentes o los investigadores o los filósofos o…, sin piedad.
Volver a la lentitud es abrazar el peso de un pensamiento que conoce y asume la certeza de volverse inútil ante los ojos de esos gigantes subidos a los hombros de los cuales parece que se construye el verdadero saber de la eficacia, del progreso, del rendimiento.
Significa volver a ser también “hombres verticales”; hombres que aceptan cavar con sus manos desnudas la superficie, rechazando la idea de un sentido localizado e inmóvil, de una temporalidad que se regodea en una instantaneidad inconsciente, ahistórica y acrítica, olvidadiza de su propio ayer y despreocupada de su propio mañana.
Significa comprender que el precio de una velocidad unidireccional sólo puede ser la mutilación de la tensión espiritual del hombre. Y que la solución a uno de los mayores cortocircuitos de nuestra era –el de la bulimia del consumo y la anorexia de los valores– sólo puede residir en ese pensamiento irreverente que, en el rechazo de su propia mercantilización, persista en su autenticidad creativa crítica e irreverente.
Lento e irreverente fue el pensamiento de Sócrates, que se negó a comunicar la verdad a sus discípulos para que ellos mismos pudieran hacer el esfuerzo de encontrarla. O la de Galileo, que puso al Sol en el lugar de la Tierra en un mundo de geocentristas.
Lento e irreverente es el pensamiento de quien lucha por la posibilidad del pensamiento alternativo, desde la otra orilla.
Lento e irreverente es el pensamiento de quien no acelera porque sabe que casi siempre lo que se gana en la aceleración se pierde en la profundidad y que llegar el primero a riesgo de aniquilar el alma de las cosas constituirá siempre y en todo caso un precio alto, demasiado alto para pagar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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