lunes, 10 de marzo de 2025

Por qué el narcisismo es un peligro para la democracia.

Por qué el narcisismo es un peligro para la democracia 

Se inserta corrosivamente en el contraste entre lo individual y lo colectivo. El interés propio malsano lleva a favorecer una mentalidad hedonista, alejada de compartir intereses comunes. No es casualidad que en Estados Unidos de América en 2024 haya sido reelegido un presidente egoísta como Donald Trump. 

El ingrediente más importante del declive de la democracia moderna es el narcisismo, la verdadera pandemia que está en la raíz de casi todos sus problemas. El narcisismo, el interés malsano por nosotros mismos con exclusión de todo lo demás –especialmente de otros seres humanos–, nos empuja a descuidar las necesidades de los demás y a considerarlos sólo como objetos en relación con nuestra felicidad. 

Su compañera de viaje es la presunción, la creencia egoísta y egocéntrica de que nuestra importancia merece una gratificación constante. El narcisismo socava todo tipo de virtudes, pero es especialmente letal para la confianza social que permite a la democracia sobrevivir en tiempos difíciles. 

Por definición, una democracia es una comunidad. Por definición, un narcisista es incapaz de pertenecer a una comunidad o dar la bienvenida a alguien en ella. 

Cómo llegamos a este punto es una pregunta crucial, pero no importa qué camino hayan tomado, los estadounidenses, junto con un gran número de ciudadanos de otros países del mundo desarrollado. Todos hemos entrado, o lo vamos haciendo, en el callejón sin salida de una sociedad increíblemente narcisista y egocéntrica. No sucedió de la noche a la mañana, y muchos sociólogos predijeron este desarrollo. 

Entre los más influyentes estuvo Christopher Lasch, quien en un libro de 1979 titulado “La cultura del narcisismo” criticó duramente la llegada del “nuevo narcisista”, un hedonista que buscaba la gratificación personal y eludía la llegada de la edad adulta y sus responsabilidades. Christopher Lasch pintó un retrato del estadounidense promedio de finales del siglo XX como un niño en crecimiento que “ensalza las virtudes de la cooperación y el trabajo en equipo” pero “al mismo tiempo alberga profundos impulsos antisociales”, que “elogia el cumplimiento de reglas y regulaciones con la secreta creencia de que no se aplican a él”, cuyos “deseos no conocen límites” y cuyas constantes demandas de gratificación instantánea crean un “estado de inquietud e insatisfacción perpetuas”. 

A finales de la década de 1970, podía ver el daño que ya se había hecho. En un pasaje que parece presagiar el ciclo de Internet y los medios de comunicación, advirtió que “una serie de acontecimientos a lo largo de la historia han contribuido al surgimiento actual de un creciente estado de autoconciencia: un sentido del yo como actor, constantemente monitoreado por amigos y extraños”. 

En una cultura así, los resultados obtenidos con esfuerzo, la colaboración con otros y la gratificación postergada son inútiles. Cuando los ciudadanos no hacen nada más que actuar para los demás, esperan honores instantáneos y recompensas psicológicas incluso si no los han ganado, y se resienten y se enojan si no los obtienen. 

Treinta años después de la radiografía clarividente y premonitoria de Christopher Lasch, los psicólogos Jean Twenge y Keith Campbell publicaron La epidemia del narcisismo, un mordaz estudio que detalla hasta qué punto el narcisismo y la autocomplacencia se habían entrelazado con la vida estadounidense. Twenge y Campbell rastreaban la evolución de la sociedad estadounidense desde finales de la década de 1960 hasta el siglo XXI en un relato complejo de sinergia entre riqueza, pretensión, entretenimiento, educación y la persistencia de una cultura juvenil basada en el miedo humano natural al envejecimiento. 

Estos avances económicos y culturales han producido un problema persistente que Twenge y Campbell han llamado “la extraña adolescencia perpetua de muchos adultos estadounidenses”. 

Imaginemos que el narcisismo en la sociedad descansa sobre un taburete de cuatro patas. Una pata es la del desarrollo, que incluye una crianza permisiva y una educación basada en la autoestima. La segunda pata es la cultura mediática de la celebridad vacua. La tercera es internet: a pesar de sus muchas ventajas, la red sirve de vehículo para el narcisismo individual. Por último, el crédito fácil convierte los sueños narcisistas en realidad. La hipertrofia narcisista del ego ha sido el gemelo cultural de la inflación crediticia. Ambas son burbujas, pero la del crédito estalló primero. 

Es una descripción de la sociedad estadounidense que enfureció a muchos lectores, quienes detectaban una “culpabilización de la víctima” debajo de las críticas sobre la educación familiar y los hábitos de gasto. Pero el ascenso del narcisismo en Estados Unidos y otros países desarrollados no fue un accidente inevitable. Desde las advertencias de Lasch en la década de 1970 hasta el trabajo seminal de Robert D Putnam en la década de 1990, con su obra “Capital social e individualismo”, sobre “jugar solo a los bolos” (la tendencia general de los estadounidenses a hacer individualmente cosas que antes hacían en grupo), hasta la miríada de estudios internacionales realizados en universidades en las últimas décadas, el aumento del aislamiento social y el aumento simultáneo del narcisismo no deberían sorprender. El narcisismo creciente indica un aumento de la autoestima mientras nuestros vínculos con los demás disminuyen, una coyuntura terrible en la que nos amamos más a nosotros mismos y menos a nuestros vecinos. 

Quizás el efecto más obvio del narcisismo en la vida política es que los estadounidenses se han vuelto más receptivos a las figuras públicas narcisistas, especialmente a nivel nacional. No me voy a detener más en comentar el ascenso del narcisismo en la vida pública estadounidense. Bastaría mencionar el ascenso de Donald Trump y el culto a la personalidad que se ha desarrollado a su alrededor mientras estuvo en el cargo, y que continuó rodeándolo incluso después de su derrota, y que ahora incluso parece haber recuperado con una mayor virulencia si cabe. 

Donald Trump ha sido descrito por profesionales médicos y por colegas que lo conocieron y por su sobrina, una psicóloga clínica, como un narcisista. Pero incluso en un campo repleto de narcisistas famosos, Donald Trump se destacó en 2016 y vuelve a destacar ahora no solo por su egocentrismo sino por la hostilidad fulminante que muestra hacia cualquiera que amenace su ego. 

Quienes ya lo habían visto como una celebridad de la prensa sensacionalista durante décadas sabían que su personalidad pública estaba construida sobre afirmaciones extravagantes y exageradas, mentiras descaradas y ataques feroces contra cualquiera que se interpusiera en su camino, incluida su familia. La sorpresa de 2016 fueron los millones de estadounidenses que aceptaron este tipo de comportamiento y lo recompensaron. Una sorpresa reeditada en el 2024. 

No soy analista político. Me permito desde estas líneas sugerir la lectura de un libro de Thomas M. Nichols del año 2021: “Our Own Worst Enemy: The Assault from Within on Modern Democracy” (‘Nuestro peor enemigo: el ataque desde dentro a la democracia moderna’). Desgraciadamente no he encontrado traducción del libro al español. 

Sí adelanto la tesis seguramente central del libro: el enemigo interior somos nosotros porque somos nosotros mismos los que estamos destruyendo la democracia. Si vale la imagen, uno recordaría aquella de la “quinta columna”. 

Aunque en Occidente ciertas condiciones materiales de vida son las mejores de la historia y siguen mejorando, de hecho, el resentimiento y el descontento parecen dominar todos los espacios de la vida común: élites cínicas y corruptas, extranjeros e inmigrantes, banqueros e intelectuales,…, son considerados de vez en cuando como los "culpables" de la decadencia que muchos ciudadanos de los países más avanzados del mundo perciben ahora de forma tan drástica que pone en cuestión la democracia liberal. 

El consenso obtenido por autócratas populistas, la propensión de muchos a un gobierno de funcionarios no electos o las justificaciones del uso político de la violencia son señales peligrosas de tendencias iliberales cada vez más extendidas: después de haber superado enfermedades, tensiones sociales, guerras y tragedias de todo tipo, los países occidentales corren el riesgo de la paradoja de no superar el desafío de la prosperidad y el bienestar. 

¿Y dónde falló la democracia? La respuesta que da el mencionado autor, Tom M. Nichols, en ese citado libro toma la forma de otra pregunta muy incómoda: ¿qué pasaría si fuéramos nosotros los que no hubiéramos pasado la prueba de la democracia? 

Hace ya muchos años, en el siglo XX, alguien describía la nuestra como una sociedad disfuncional en la que personas por lo demás decentes éramos capaces de pensar sólo en su propio bienestar y en el de nuestro círculo familiar cercano: un patrón que corre el riesgo de describirnos aún mejor a nosotros, ciudadanos globales del siglo XXI, ahora incapaces de dedicar tiempo, motivación, compromiso e incluso inteligencia a los temas políticos del día, a menos que sean de vital importancia personal para nosotros. 

Según Tom M. Nichols nos hemos convertido en una sociedad narcisista e infantil, hambrienta no de pan sino de confirmaciones tribales y nacionalistas, en la que las tentaciones autoritarias ponen cada vez más en riesgo la estabilidad de los sistemas democráticos. 

¿Y está todo perdido entonces? No necesariamente, sugiere Tom M. Nichols, si, por ejemplo y aunque sea difícil, revivimos aquellas virtudes olvidadas que puedan defender la democracia todavía hoy como nuestro bien común más preciado. 

Hay otra pregunta que prefiero dejarla escrita y sin responder: ¿estaremos a estas alturas a la altura de defender la democracia? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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