miércoles, 26 de marzo de 2025

Discernimiento espiritual: el amor más grande.

Discernimiento espiritual: el amor más grande 

Si descendemos a nuestro corazón, superando el miedo y el vértigo de la profundidad, emprendiendo el camino más allá de los límites insuperables de nuestra interioridad, que no permitimos a nadie superar, allí donde cada persona se percibe como un misterio, incomprensible y sin embargo siempre fascinante y seductor; si con fuerza empujamos la puerta del santuario del alma y entramos en la habitación secreta del ser más íntimo, donde vive la razón de nuestro ser, el sentido de nuestra existencia, de donde se desprende el aliento de vida que nos hace vivir, nos daremos cuenta de que allí, en ese lugar secreto, habita el deseo de alegría. Sólo aquellos que están atentos pueden percibir su voz, fina y débil, pero tan profunda y verdadera. 

Disfrutar de su absolutez, percibir su belleza, sentir su necesidad es un don, porque sólo quien escucha su propio corazón experimentará que precisamente ese deseo, como un titiritero, mueve los hilos de nuestra vida, de pensar y actuar, de amar y querer. De hecho, todo lo hacemos para ser felices, no emprendemos nada sin tener dentro de nosotros la secreta esperanza de alcanzar esa agua que puede saciar la sed del corazón. 

Todo ser humano piensa que la felicidad coincide con la posesión y el poder o con la dulce ociosidad de quien dice a su alma: "¡Come, bebe y sé feliz!". (Lucas 12,19). Nuestra vida se convierte entonces en una carrera para satisfacer el alma inquieta, con el único intento de conquistar, a cualquier precio, aquello que sentimos que falta en nuestra vida. Corremos sin parar, nos esforzamos sin descanso, pero ¿a dónde nos lleva esta carrera nuestra, dónde termina el camino que seguimos creyendo que es el justo? 

Lo que consideramos alegrías no es más que quimeras, paradas intermedias en esta frenética carrera de obstáculos que es nuestra vida. Deseo algo, creo que si lo consigo seré feliz, entonces trato de por todos los medios de tenerlo, luego, al tenerlo en mis manos, me doy cuenta que esa sensación de satisfacción pronto se disuelve y vuelvo a caer en el vacío. El consuelo dura apenas lo suficiente para recuperar el aliento, porque el aburrimiento y la ansiedad me asaltan de nuevo y solo tengo una salida para no vivir al borde del abismo del sinsentido: me pongo otro objetivo, me convenzo de que esta vez será el correcto y reanudo mi carrera, pero ¿hacia dónde? 

De nada sirve andar con el cántaro del corazón, como la samaritana, pidiendo agua de cisternas rotas o de manantiales que duran sólo una temporada. Debemos aprender un arte antiguo y siempre nuevo: el del discernimiento. 

Discernir significa saber reconocer la sed del corazón, comprender que no hay que detenerse en la cáscara, sino ir a la sustancia. Si intento llenar el vacío con cosas, en realidad experimentaré continuos fracasos porque el corazón que me empuja a buscar sólo desea el infinito. 

¿Qué pasaría si le diéramos crédito a Jesús? 

El hombre no puede alcanzar la alegría sólo con sus propias fuerzas. En él «está el deseo de hacer el bien, pero no la capacidad de hacerlo» (Rm 7,18). La dificultad entonces se hace mayor, al notar que la voz del tentador nos confunde fácilmente y no siempre somos capaces de distinguir lo verdadero de lo plausible, la luz de lo que sólo tiene apariencia de luz. 

La incapacidad del hombre para encontrar la alegría y superar las dificultades que surgen en el camino representa el escenario para comprender la venida del Hijo en la historia. Dios Padre escribió en la carne de su Hijo, hecho hombre, el secreto de la alegría, en su corazón escondió el camino para regresar al Jardín del Edén, donde el Enemigo había engañado a Adán y Eva haciéndoles creer que podían ser felices sin Dios. 

Desde entonces, vagamos sin rumbo, nos angustiamos intentando dar sentido a nuestra vida y luchamos por llenar el vacío que llevamos dentro, esa sed de infinito que es el signo de haber sido moldeados a imagen y semejanza de Dios. ¿Por qué no darle crédito a Jesús y darle un poco de espacio? ¿Por qué no escuchar su voz y dejar que ella se enfrente a nuestras dudas y preocupaciones, a las angustias de nuestro corazón inquieto, siempre sediento de novedad? 

En Jesús el Padre encuentra el corazón que espera del hombre, su obediencia incondicional, su Aquí estoy filial, su dócil respuesta de amor al amor. Jesús enseña al hombre a poner su corazón en Dios, a sembrarlo con su Palabra, a custodiarlo para que la cizaña del enemigo no eche raíces. 

¿No es éste quizás el significado de los cuarenta días transcurridos por Jesús en el desierto, en un discernimiento que lo lleva a elegir siempre y sólo el primado del Padre y de su Palabra de vida? ¿Y no es también su agonía en el Huerto de Getsemaní el epílogo de una existencia vivida, aceptando la voluntad divina, hasta la muerte en cruz, para que el hombre acepte y viva al unísono ese proyecto que el corazón rebelde de Adán no quiso realizar? 

El discernimiento es el arte de ser felices, de tomar el camino principal, de ponerse en camino, incluso sin saber dónde nos llevará el camino, porque si la nuestra es la pequeña barca que zarpa hacia el mar del infinito, debemos dejar que sea Él, Jesús, quien lleve el timón de nuestra vida. 

¿Es tan difícil confiar en Él, tan difícil poner nuestra historia en sus manos, tan imposible seguir sus pasos y ver, como los primeros discípulos, dónde vive Él? Dejémonos seducir por su mirada, dejémonos seducir por el amor de Jesús y dejémonos seducir por su misericordia. Dejemos que su poder detenga nuestra dispersión, como el flujo de una mujer con hemorragia, y dirija nuestro corazón hacia la vida que sólo Él da en plenitud con el toque de su mano. Dejemos que nuestros ojos se abran a la luz y que nuestros miembros, entumecidos por nuestros constantes fracasos, vuelvan a vivir la carrera de los que esperan el retorno del Maestro, en la laboriosidad de poner en buen uso sus dones. 

Sólo quien discierne con Jesús, siguiendo el camino de su crecimiento «en edad, sabiduría y gracia» para buscar la voluntad del Padre, en nuestra humanidad asumida con la alegría del amor, podrá alcanzar la felicidad. 

Sólo quien atraviesa el desierto de la propia vida, con clara conciencia, y mira hacia Jesús, es curado de las mordeduras de las serpientes que causan la muerte del corazón y le impiden continuar la travesía hacia la tierra prometida. 

Sólo quien se confía al divino Maestro, que conoció algunas etapas de nuestro camino antes que nosotros y mejor que nosotros, puede evitar las voces del enemigo que se hace pasar por amigo, pero que en realidad sólo goza de nuestra muerte. 

Discernir significa separar el bien del mal, lo apropiado de lo dañino, lo justo de lo injusto, lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso; discernir significa tamizar los espíritus, reconocer espejismos, desenmascarar a los enemigos que se hacen pasar por nuestros compañeros, buscar lo que es justo, lo que es bueno, lo que es verdadero y lo que es bello, no abandonándonos al propio egoísmo, sino mirando dentro de nosotros mismos con lucidez y audacia para descubrir lo que nos hace ser aquello para lo que fuimos creados. 

Discernir significa tener el coraje de no conformarnos con las sombras, buscar la luz, saber disfrutarla, huyendo de las oscuridades. El discernimiento es el arte de distinguir y sólo Aquel que un día separe las ovejas de las cabras podrá guiarnos porque Su luz nos da la capacidad de ver todo de la manera correcta como es. 

Educar el corazón 

Volver a la fuente de la alegría, recorriendo el camino de Adán, es posible con Jesús. Él es el camino a seguir, el Padre es la meta a alcanzar, el Espíritu es la fuerza para no sucumbir a los ataques del mal. 

Con Jesús las trampas que hay que evitar no escapan, los enemigos se desvanecen por el poder de su santo nombre, los tiempos de soledad personal y de comparación con los hermanos sostienen nuestra búsqueda del rostro luminoso de Dios. Este camino para experimentar la belleza y la alegría, la amistad y la armonía en la relación con Dios, este éxodo de nosotros mismos y de nuestra esclavitud hacia la tierra de la libertad, toma el nombre de discernimiento. 

Este es un arte difícil, requiere práctica constante, porque, como cualquier arte, se aprende a través de un largo aprendizaje. De hecho, se requiere un trabajo paciente para descender a uno mismo y arrebatar las llaves del propio corazón de las manos del enemigo, para elegir la libertad que sólo Dios puede conceder. 

De Jesús aprendemos que discernir es como separar el trigo de la paja, de modo que sólo el fruto maduro de la espiga encuentra un lugar en el granero. De Él aprendemos que discernir significa sentarse y calcular lo que se necesita para construir una casa o hacer un inventario de las fuerzas del propio ejército antes de ir a la guerra. 

El Señor nos muestra que el discernimiento implica llenar los barrancos de las propias fallas, con la tierra de la misericordia que se cava en el propio corazón, mirando a la cara los errores, sin temor a que todavía puedan doler, porque han sido hechos inofensivos por el brazo de nuestro Guía. 

El Hijo del Carpintero nos advierte que sólo podemos discernir escuchando a Dios y a los hermanos, leyendo en la historia los signos de una voluntad divina que se descubre, viviendo la aventura de no tener miedo de equivocarse, con buenas intenciones -incluso Francisco de Asís se propuso reparar iglesias y luego entendió que la reconstrucción que el Crucifijo le pedía era diferente-, porque es difícil ver dónde está el bien en nosotros y en las situaciones que vivimos, más aún elegirlo, después de haberlo visto y reconocido, muy difícil entonces perseverar en el bien emprendido, sin desviarse. 

Pero quien discierne sabe que: «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23) y que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,27). 

El órgano que preside el discernimiento y conduce a las decisiones es el corazón. Es en el corazón, de hecho, donde cada criatura acoge o rechaza a Dios como Señor, define su vida, determina su historia, construye su futuro. Por eso, en último término, discernir significa educar el corazón, dejar que el Espíritu lo modele, dejar que el agua de la gracia lo purifique, dejar que el bálsamo de la misericordia lo sane, dejar que la luz de Dios ilumine sus oscuridades. 

Precisamente porque el corazón es difícil de sanar (cf. Jr 7,9), siempre inclinado a dejarse llevar por impulsos de egoísmo que actúan bajo falsas apariencias, es necesario formar el corazón, poniendo en práctica esa disciplina interior, ese combate espiritual, esa lucha hasta el último golpe que no es ejercicio de pura voluntad, sino signo de un amor más grande que habita en nosotros. 

Sólo quien ha conocido a Jesús inicia el camino del discernimiento, descubriendo en Él el verdadero amor del que tiene sed el corazón del hombre. Sólo quien se siente amado y quiere corresponder a ese amor sabe que no puede prescindir de él. Sólo quien ha sentido la mirada electiva del Señor sobre sí decide emprender este santo camino. Sólo quien decide dejar su corazón a Jesús para convertirlo en su casa, en su morada, camina hacia «discernir la voluntad de Dios, lo que es agradable y perfecto delante de Él» (Rm 12,2). Sólo quien se ha sentido amado por Jesús y, como recuerda Juan el momento en que se encontró con el Maestro –“Eran como las cuatro de la tarde”, anota el discípulo amado en Juan 1,39–, puede entregarse a Él sin reservas, poniendo fin a la inquietud de buscar continuamente en las cosas la satisfacción del corazón y la paz del alma. 

Así lo confiesa San Agustín de Hipona: «Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Sí, porque tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera. Te estaba buscando allí. Deformado, me arrojé sobre las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo y yo no estaba contigo. Tus criaturas me mantenían lejos de ti, inexistentes si no existieran en ti. Me llamaste, y tu grito rompió mi sordera; resplandeciste, y tu esplendor disipó mi ceguera; esparces tu fragancia, y yo respiro y te anhelo, saboreo y tengo hambre y sed; me tocaste, y ardí en deseos de tu paz» (Confesiones, 10, 27, 38). 

El discernimiento es el arte de responder a un amor mayor y de vivir con la plena intención de poseer su alegría, de contagiar el corazón de los demás para que también ellos se conviertan en discípulos y encuentren la alegría en Jesús, en comunión con Él, la fuerza para vivir en el amor hasta el final. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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