miércoles, 5 de marzo de 2025

El final de la vida y la eutanasia.

El final de la vida y la eutanasia 

En el contexto cultural actual, hasta caracterizado también por un difuso hedonismo, el sufrimiento puede fácilmente entenderse exclusivamente en sentido negativo. A menudo se considera un mal absoluto porque representa lo opuesto al placer. En consecuencia, se intenta suprimir todo sufrimiento por medios médicos (desde los analgésicos hasta el caso extremo de la eutanasia), por medios religiosos (las nuevas pseudoreligiosidades del bienestar) o por medios químicos (drogas). En lugar de buscar una respuesta a la gran pregunta del sufrimiento, el ser humano moderno siete viva la tentación a menudo de trata de escapar de ello por todos los medios. 

Las grandes religiones no comparten la visión cristiana del sufrimiento y para el paganismo, cada vez más difundido en Occidente, la creencia básica corresponde al fatalismo sobre la inevitabilidad del dolor y la impotencia para aliviar el sufrimiento, de donde proviene el intento de escapar de él. El neopaganismo materialista logra esto adormeciéndose con la posesión de bienes y entregándose a distracciones de todo tipo. En esta visión, el dolor parece estéril e inútil. 

Frente a todo esto, la Carta Apostólica de San Juan Pablo II Salvifici doloris, del 11 de febrero de 1984, puede ofrecer la posibilidad, a través de la visión cristiana, de interpretar y dar sentido al sufrimiento humano, ya sea físico, psicológico o espiritual. 

Aunque sigue siendo un gran misterio, gracias a Cristo crucificado y resucitado, redentor a través del sufrimiento, se revela como instrumento de redención, transformándose de efecto del mal en causa de salvación para la humanidad (cf. SD, n. 3). El Papa nos invita a considerar que «el hombre ‘muere’ cuando pierde «la vida eterna». Lo contrario de la salvación no es, pues, el sufrimiento meramente temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el rechazo de Dios, la condenación» (n. 14). 

Jesús se adhirió profundamente al dolor del hombre que sufre física, psicológica y espiritualmente: invocó el consuelo humano (cf. Mt 26,36-40); en Getsemaní tuvo miedo y lloró (cf. Mt 26,42-43). Preso de la angustia, sudó sangre (cf. Lc 22,39). Además, no ocultó a los apóstoles la inevitabilidad del sufrimiento (cf. Lc 9,23; Mt 7,13-14; Jn 15,18-21). 

Cristo, divinamente unido al Padre, experimenta de modo humanamente inefable el sufrimiento causado por la ruptura con Dios contenida en el pecado. Mediante su sufrimiento, los pecados son cancelados precisamente porque sólo Él, como Hijo unigénito, podía tomarlos sobre sí, asumirlos con ese amor hacia el Padre que vence el mal de todo pecado; aniquilando este mal en el espacio espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad y llenando este espacio con el bien. El sufrimiento de Cristo es prueba de la verdad de su amor al Padre expresado en Getsemaní (cf. n. 18). 

«Al realizar la redención mediante el sufrimiento, Cristo elevó el sufrimiento humano al nivel de redención. Por tanto, todo hombre, en su sufrimiento, puede llegar a ser partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (n. 19), porque la redención, ya realizada en plenitud, se realiza constantemente y, mediante sus sufrimientos, quien sufre con Cristo en cierto sentido completa a su modo su sufrimiento, que queda abierto a todo amor que quiera asociarse al suyo (cf. n. 24) y, gracias a Cristo, se convierte en «la base más sólida del bien definitivo, es decir, el bien de la salvación eterna» (n. 26). 

El sufrimiento no puede ser transformado y cambiado por la gracia desde fuera, sino que Cristo, a través de su sufrimiento salvífico, se encuentra dentro de todo sufrimiento humano y desde aquí actúa con el poder de su Espíritu (cf. ibíd.). Esto es posible porque Dios mismo, haciéndose hombre, tomó sobre sí el sufrimiento y, de causa de confusión y de muerte, cambió su signo negativo en positivo. Gracias a la Pasión de Cristo, el sufrimiento, paradójicamente, ya no es un mal, sino que puede convertirse en un bien para el hombre que se confía a Dios con amor y le ofrece generosamente su propio dolor. 

San Luis María Grignion de Montfort observa: «El misterio de la cruz es desconocido por los gentiles, rechazado por los judíos y no apreciado por los herejes y los malos católicos. Sin embargo, éste es el gran misterio que debéis aprender experimentalmente en la escuela de Jesucristo y que sólo podéis aprender de Él. En vano buscarías en todas las escuelas de pensamiento de la antigüedad un filósofo que lo enseñara; en vano buscarías consejo en la luz de los sentidos y de la razón. Sólo Jesucristo, con su gracia eficaz, puede hacerte conocer y gozar de este misterio. […] Ésta es nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra teología perfecta y misteriosa, nuestra piedra filosofal que, a través del filtro de la paciencia, hace preciosos los metales más bajos y transforma los dolores más agudos en delicias, la pobreza en riqueza, las humillaciones más profundas en motivos de gloria» (Carta a los Amigos de la Cruz, n. 26). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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