lunes, 10 de marzo de 2025

El señorío de la cruz.

El señorío de la cruz 

Hoy el misterio de la cruz resplandece sobre toda la Iglesia: «Fulget crucis mysterium». 

La liturgia nos ha propuesto una cierta visión de la cruz. A pesar de todos los esfuerzos, sigue siendo una visión dolorosa que apela sobre todo a sentimientos de arrepentimiento y compasión. En el momento culminante de la liturgia de hoy, en la adoración de la cruz, la cruz se nos presenta como «el madero en el que fue colgado Cristo». En los cánticos que acompañan el beso de la cruz por parte de los fieles (los llamados improperios), Jesús se dirige al hombre pecador de manera sentida, diciendo: “Pueblo mío, ¿qué mal te he hecho? ¿Qué dolor te he dado? ¡Respóndeme! 

Y es un momento altamente evocador en la liturgia de la Iglesia. Pero cuando uno piensa en ello a la luz de la antigua tradición cristiana, uno se siente incómodo. No podemos detenernos aquí, es decir, en el dolor, la compasión y la compunción. Para las primeras generaciones cristianas, la cruz no era tanto «el leño en el que Cristo fue colgado» cuanto «el leño en el que Cristo reinó»: Regnavit a ligno Deus, decían, adaptando el versículo de un salmo (cf. Sal 96,10 en Justino, 1 Apol 41,4). 

Los paganos, con su sarcasmo, no lograron inducir a los cristianos a avergonzarse de la cruz: «¿El Hijo de Dios ha sido crucificado? –exclamó uno de ellos–. No me avergüenzo de ello, precisamente porque sea algo de lo que avergonzarse" (Tertuliano). 

El mismo nombre de la cruz - lo anotó en el siglo I a.C. un autor antiguo que no pudo haber conocido a Cristo-– debe mantenerse alejado no sólo de la carne, sino también de los pensamientos, ojos y oídos de los ciudadanos romanos. El solo hecho de hablar de una muerte tan humillante como la de un esclavo en presencia de gente buena es inmoral e impropio (Cicerón). 

San Pablo, en respuesta, escribe a los primeros cristianos: «Lejos esté de mí gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6, 14). De él, la Iglesia recogió este sentimiento de la cruz como orgullo y lo tradujo de mil maneras. «Toda otra acción de Cristo es motivo de orgullo para la Iglesia católica, pero el orgullo de los orgullos es la cruz» (San Cirilo). “¡He aquí la gloria de la cruz! – dice San Agustín – Ahora está impresa en las frentes de los reyes. Los efectos prueban su poder; Él domesticó el mundo no con el hierro, sino con la madera”. 

Los crucifijos antiguos no expresan angustia, espasmo o tragedia, sino calma, majestad y realeza. En la cruz –como repite muchas veces el evangelista San Juan– Jesús es glorificado, es exaltado, atrae todo hacia sí. En una palabra: reina. El señorío de Cristo se revela en la resurrección, pero “descansa” en la cruz. 

La teología del evangelista San Juan es completa, trazada desde el Evangelio hasta el Apocalipsis: el Cordero aparece inmolado y de pie, es decir, muerto y resucitado. Con solemnidad divina, toma el libro que nadie podía abrir –el libro de la historia y de los destinos humanos– y rompe uno a uno sus sellos, mientras a su alrededor la gente canta en voz alta: El Cordero que fue inmolado es digno de recibir el poder y las riquezas, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza (cf. Ap 5,12). 

Cristo penetra ahora en la Iglesia y en el mundo con el poder de su Espíritu. Hasta tal punto la humillación y la obediencia de la cruz lo han «resucitado» (cf. Flp 2, 7ss). 

En efecto, aquí ya no se trata sólo del Verbo que, en el principio, era Dios y por medio del cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1, 1ss). Se trata de Jesucristo, el Hijo del hombre, el Siervo sufriente (según la imagen de Isaías) que, también como hombre y nuevo Adán, es ahora Señor del cielo y de la tierra. No se trata de un simple retorno a lo que era “al principio”: la cruz marca algo nuevo también para Dios. Dios cambia para nosotros, se transforma en su continua posibilidad de amarnos a pesar de nosotros. 

De aquí pueden surgir algunas indicaciones: para este segundo día santo del Triduo Pascual: 

a. El cristiano es alguien que asume la responsabilidad de vivir para los demás, en la familia, en la comunidad, en la sociedad, según determinaciones de fidelidad, de fortaleza, de paciencia y sobre todo de serenidad. 

b. El cristiano es aquel que se sumerge, se bautiza, se esconde y al mismo tiempo se gloría del dolor de Cristo. 

Sumergirnos en el dolor de Cristo, dejarnos impregnar por él e “impresionar” por él, como si nos “marcara por dentro”. Pero… sin quedarnos ahí. 

El dolor se refiere a su fuerza, a su amor, a su autodeterminación irreversible. 

Y ante la prueba suprema de que Cristo nos ama (ya que «no hay amor más grande que dar la vida por la persona amada»), no podemos dar espacio sólo a la compasión o incluso a la compunción. Necesitamos dejar espacio para el asombro, la gratitud y la alegría, la alegría verdadera, la alegría estable, la alegría de saber que somos amados en esa medida. Una estabilidad profunda que exige claridad y estabilidad. 

Así, “tanto amó Dios al mundo” y “me amó y se entregó por mí” son frases (cf. Jn 3,16; Gal 2,20) de fuerte exclamación, expresan estupor y al mismo tiempo piden estabilidad y decisión radical. 

La compasión es un comienzo. Pero eso no es suficiente. El que ama no quiere ser compadecido sino amado. Él no sólo quiere ser admirado sino seguido. 

Sic nos amantem, quis non redamaret?”, decía San Buenaventura, que significa: “¿cómo no amar a quien tanto nos amó?”. 

El culto a la cruz conduce a la adoración más allá del dolor. Es adoración al poder salvador y al amor ilimitado del que es signo. 

Compasión, sí: pero también y sobre todo gratitud, amor, asombro, esperanza. 

Si Dios no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? En todo, incluso en la muerte, ahora podemos ser más que vencedores, en virtud de aquel que nos amó hasta la cruz (cf. Rm 8,31-37). 

¡Verdaderamente el misterio de la cruz resplandece hoy! 

Salve, oh Crucificado, nuestra única esperanza. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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