¿En qué Dios creemos? - Lucas 13, 1-9 -
Lectura
“Dios castiga”. La terrible palabra que todavía a veces escuchamos repetida… Para intentar contrarrestar tan deprimente sensación, es bueno recordar la primera lectura de hoy. Es el famoso y crucial pasaje que narra el llamado de Moisés. Dios le habla al profeta desde la zarza ardiente. Moisés, en cuanto siente la presencia de Dios, se quita las sandalias: es un gesto inmediato y sencillo de respeto hacia la “diversidad” de Dios: Dios es “diferente”, de hecho, no es como lo esperamos. Él es ante todo el que libera y salva: es el Dios del Éxodo. Verdad necesaria ante la pregunta provocadora: ¿dónde estaba Dios cuando se derrumbaron los dieciocho obreros de la Torre de Siloé? Ésta fue la pregunta que se hicieron los oyentes de Jesús, y a la que dieron su cuestionable respuesta.
¿Dónde está Dios cuando la gente sufre y muere, sin culpa alguna?
La respuesta inesperada y extraña que surge de nuestra fe es: Está con las víctimas… El cristianismo tiene siempre una extraña, pero constante propensión a las víctimas. Esta tenaz tradición cristiana se puede expresar así: Dios no es un arma para ser utilizada unos contra otros. Dios nos dice que cambiemos nuestras vidas, que nos amemos unos a otros, que no nos hagamos violencia unos a otros. Para ello es necesario ser “diferentes”, cambiar, convertirnos, ir hacia Dios que es Padre y que perdona. Las dos cosas –la idea de Dios y la idea de nosotros mismos– están estrechamente relacionadas. Cuanto más me acerco a Dios, más fraternal me vuelvo con los demás.
Pero a veces ocurre que odio a los demás y para dar fuerza a mi odio pongo a Dios de mi lado: Dios castiga, Dios condena. En realidad soy yo quien castigo y uso a Dios como arma contra todo y contra todos. Está claro que este odio será irremediable, porque me he convencido de que es Dios mismo quien lo quiere. Puede ocurrir -y ocurre a menudo- que esta idea “violenta” de Dios se desborde y acabe no sólo tocando a los demás, sino alcanzándome a mí hasta hacerme pensar que, si me sucede una desgracia, es Él quien la quiere.
Y en cambio la Palabra de hoy me dice: Dios es paciente.
No te aproveches de su paciencia, no desprecies su bondad. Dios se preocupa por
ti, no desperdicies el bien que Él hace por ti.
Contemplación
¿Dónde está Dios frente al mal? Es la gran pregunta que recorre la historia, poniendo en crisis toda teología que intente balbucear una respuesta. Ya se trate de los galileos asesinados por Pilato –de los que habla el Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma–, de las víctimas de las guerras de nuestros días, de los dieciocho sobre los que se derrumbó la torre de Siloé o de los numerosos que mueren cada día por accidentes, enfermedades, calamidades, la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué Dios no hace nada? ¿Por qué no niega esta inercia que para muchos es una prueba clara y sencilla de su inexistencia?
En la Biblia encontramos múltiples respuestas al problema del mal. En el contexto en el que vivió y actuó Jesús prevalecía la línea teológica de la Torá –que el autor del libro de Job había puesto en tela de juicio algunos siglos antes– según la cual el mal normalmente se justifica en términos retributivos: si eres alcanzado por el mal es porque Dios lo ha querido así, para castigarte por tu infidelidad. Si Pilato mató a aquellos galileos y no a otros, significa que ellos eran “más pecadores que todos los galileos”, si la torre se derrumbó sobre aquellas dieciocho personas significa que ellos eran “más culpables que todos los habitantes de Jerusalén”.
Siempre me choca ver cómo todavía hoy hay cristianos que comparten esta manera de vincular a Dios y al mal, porque Jesús es muy claro: afirma sin ningún equívoco posible que esas personas no son más culpables que otras por haber sufrido semejante suerte, quitando definitivamente de la escena al Dios del castigo, al menos en lo que respecta a este mundo. El Dios de Jesús «hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos (Mt 5,45)»: en el aquí y ahora de la historia, Dios no hace justicia premiando a los justos y castigando a los malvados. Ciertamente, Jesús habla de un juicio, pero siempre lo remite más allá de la historia, a un más allá que pertenece sólo a Dios. Debemos pues separar y desvincular totalmente a Dios y el mal que marca la realidad del mundo.
Ésta es la conversión necesaria de la que habla Jesús: “si no os convertís, todos pereceréis igualmente”. No hay escapatoria para nadie si seguimos pensando en el mal como un castigo de Dios, porque de una forma u otra la vida de todos está marcada por el mal. Jesús nos invita a adoptar una forma diferente de pensar sobre Dios. La teología ha formulado muchas hipótesis sobre la existencia del mal, pero, sea cual sea la respuesta, Jesús nos da una certeza: Dios no tiene nada que ver con el mal; el mal no proviene de Dios, ¡nunca!
Pero si Dios no está en el origen del mal, si Él no interviene en la historia para traer justicia, entonces, frente al mal, ¿qué hace? ¿Dónde está? Debemos seguir a Jesús por el camino que lleva a la cruz para intentar intuir una respuesta. La fe cristiana cree que todo lo que le sucede a Jesús, en su historia, le sucede a Dios. En los relatos de la Pasión, encontramos a Jesús abandonado, traicionado, condenado injustamente, azotado, golpeado, burlado, insultado y clavado. Lo encontramos invocando a Dios y sin obtener respuesta, lo encontramos muriendo clamando: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). En todo lo que vive Jesús, en todo el dolor y sufrimiento que vive, Dios no se hace manifiestamente presente, no responde expresamente, pero al mismo tiempo, paradójicamente, es Dios mismo quien vive todo esto. Es un Dios ausente, pero al mismo tiempo presente, allí en ese hombre crucificado.
Hay un pasaje iluminador en el Evangelio que nos permite situar correctamente al Dios de Jesús en la escena del mal: cuando Jesús, hablando del juicio universal, dice: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Los pequeños de los que habla Jesús son los hambrientos, los sedientos, los despojados, los inmigrantes, los prisioneros. ¿Dónde está Dios? Se trata de cada uno de esos hermanos cuyas vidas están marcadas por el mal y el sufrimiento. Dios no es el que ayuda, el que libera del mal, es el que sufre… del que yo, cada uno, nos hacemos prójimos samaritanos.
El Dios de Jesús no interviene para apartar el mal de nuestro camino (¡y sin embargo, cuántas veces nuestras oraciones todavía van en esa dirección!). El Dios de Jesús pide ser reconocido en la escena del mal, no ausente, no lejano e indiferente, sino presente en el rostro de cuantos sufren. Pide ser venerado cuidando ese rostro. Me pide reconocer que, cuando mi vida está marcada por el mal, Dios no está lejos, está tan cerca que no es algo distinto de mí y me libera del mal a través de la mirada de esos hermanos que, consciente o inconscientemente, cuidan de Dios a través de mi humanidad sufriente.
Oración
Un evangelio de crónicas sangrientas, desgracias y masacres, contemporáneo del hombre de todos los tiempos.
La respuesta de Jesús es clara: no es Dios quien hace caer torres o edificios, no es la mano de Dios la que planea tragedias o guerras.
Y sin embargo, en los días de dolor la primera pregunta que nos arde es ésta: ¿por qué, Dios? ¿Dónde estabas ese día? ¿Dónde estás Tú?
Dios estaba allí. Dios está allí. Él estaba allí también el día de la matanza de los galileos en el Templo; Él estuvo allí como el primero en sufrir la violencia, el primero de los traspasados.
Y no hay otra respuesta al clamor del mundo que el primer grito del Aleluya Pascual.
Si no os convertís, todos pereceréis. No es una amenaza para la humanidad, no hay un hacha que caiga sobre las raíces del árbol.
Es un lamento, una súplica. Es Dios quien nos implora: convertíos, cambiad de dirección, donde quiera que estéis. En la política del poder, en la economía que mata, en la ecología que se ridiculiza, en las finanzas que dominan el mundo, en la inversión en nuevas armas.
No es el hombre el que se dirige a Dios, es Dios el que se dirige al hombre y nos ruega, nos implora: ¡volvámonos de nuevo a ser humanos!
Hermoso es el poema que nos recuerda: No preguntes por quién doblan las campanas porque ellas siempre doblan un poco por ti también.
Conversión es un término austero, pero en boca de Jesús tiene un sonido diferente; significa ser fresco, ser renovable; ser nuevo y estar en movimiento. Ores nuevos para un vino nuevo.
Y el Evangelio nos saca de los campos de muerte, para hacernos caminar en los campos de la vida.
Llevo tres años buscando aquí y no he encontrado ni un solo fruto en esta higuera. ¡Estoy cansado, córtala!
¡No, maestro!
El sabio agricultor, Jesús, dice: «No, señor; no a la brevedad de la demolición, sí a la larga medida de la paciencia y el cuidado. Sí al tiempo vertical que sabe esperar».
Intentémoslo de nuevo, otro año más y luego veremos".
Él confía en mí: el árbol de la humanidad está sano y tiene buenas raíces, tú no eres estéril y tal vez darás fruto.
Mi Dios jardinero baja el hacha y se inclina, se aferra a un tal vez, a una pequeña palabra que nos permite echar un vistazo al corazón de Dios. Un tal vez que huele a esperanza.
El final de la pequeña parábola queda abierto, no se dice
qué pasará con el fruto futuro. Pero se dice que el acto de fe de Dios en mí:
puede difundir un sabor de bondad, la dulzura de un pequeño higo. Puede.
Señor, Tú ves en mí al santo antes que al pecador, la luz antes que la oscuridad. Y yo espero en Ti porque Tú esperas en mí, yo creo en Ti porque Tú crees en mí.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Gracias Joseba, por tu profundidad y por irnos desmenuzando las palabras del Evangelio que nos ayudan a sentirnos más cerca de Dios e ir profundizando más... Qué diferente se leen las Escrituras cuando alguien acompaña su comprensión.
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