Hijos de la Luz en el Hijo de la Luz
Contempla
¿Cuáles son nuestras “transfiguraciones”? El Evangelio sugiere un camino posible. La Cuaresma es también un tiempo de caridad, de atención a las necesidades de los demás: las obras de misericordia. Ahora bien, las obras de misericordia ofrecen la posibilidad de una transformación extraordinaria: un pequeño gesto se convierte en una ventana hacia el cielo: el pan dado al hambriento se da al Señor. Son nuestras transfiguraciones cotidianas, maravillosamente sencillas.
Pero existe un riesgo. Ante la extraordinaria experiencia de la transfiguración, el sueño de los apóstoles sigue siendo inquietante. Pero ese sueño es una advertencia para nosotros. A menudo nuestro mayor pecado es la alienación. La Palabra de Dios ya no nos interesa ni nos entusiasma y ya no nos interesan nuestros hermanos.
Es necesario tener ojos para contemplar al Señor. Sabemos por el Evangelio que el esplendor de lo que aparece no es suficiente para impresionar a quien lo contempla. Los propios ojos deben ser capaces de asombrarse ante la luz y de abrirse de par en par para contemplarla. Debemos despertar para ver al Señor brillante.
Medita
La Transfiguración es uno de los episodios más enigmáticos de todo el Evangelio y para captar su significado es importante contextualizarlo dentro del desarrollo del relato evangélico. Lo encontramos situado en un momento muy concreto de la historia de Jesús: justo antes del inicio del viaje a Jerusalén, donde será asesinado.
Rebobinemos la cinta por un momento y repasemos brevemente el camino recorrido por Jesús antes de ascender al monte de la Transfiguración. Después del Bautismo y las tentaciones, Jesús comienza a viajar por Galilea predicando, sanando y reuniendo seguidores a su alrededor. El inicio es un éxito: Jesús es descrito rodeado de multitudes que vienen de lejos y se agolpan para escucharlo.
Sin embargo, está claro desde el principio que algunos aspectos de las palabras y de las decisiones de este predicador de Galilea parecen problemáticos a los ojos de los jefes religiosos de Israel: las curaciones en sábado, la actitud libre y no legalista, la frecuentación de publicanos y pecadores, algunos de los cuales se convierten en sus discípulos y apóstoles. Junto con el éxito empiezan a surgir sospechas que pronto se convierten en conflicto.
Jesús es y encarna un Dios compasivo y misericordioso, que no juzga sino que acoge, que antepone el amor al prójimo a cualquier otra ley. Pero los dirigentes religiosos de Israel leen en estos rasgos que Jesús manifiesta la negación de su vínculo con Dios: si pones la misericordia antes del sábado no vienes de Dios; si acoges a los pecadores y compartes la mesa con ellos, no vienes de Dios.
¿Cómo podemos demostrar que Dios es amor, sólo amor, nada más que amor, si la manifestación de este rostro de Dios se señala como contraria a la voluntad de Dios? Éste es el drama que Jesús comienza a vivir. Jesús se interroga, busca una salida al impasse y poco a poco se da cuenta de que hay un camino… pero es terrible. Si el amor no es acogido y creído, sólo puede ser testimoniado, mostrando hasta dónde está dispuesto a llegar: hasta la donación total de sí. Jesús comienza a vislumbrar la perspectiva de la cruz en el horizonte. Pero la cruz, como dirá Pablo, es «tropiezo para los judíos y locura para los gentiles» (1 Co 1,23). Y así es para Jesús. ¿Cómo puede morir Dios? ¿Cómo pudo el Mesías, el Hijo de Dios, terminar en la cruz? ¿Cómo puede la cruz, instrumento de muerte, transformarse (transfigurarse) en signo indeleble del amor de Dios? ¡Es precisamente de esta transformación, de este “cambio de apariencia” de lo que habla el episodio de la transfiguración!
Sin embargo, antes de subir a la montaña, Jesús experimenta un momento de profunda crisis. Los tres evangelios sinópticos nos cuentan que, unos días antes de la Transfiguración, Jesús se retira a solas con sus discípulos y les pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18). Una pregunta llena de dudas e incertidumbre. Marcos y Mateo nos dan una preciosa indicación geográfica del lugar donde ocurre este episodio: Cesarea de Filipo. Cesarea era una ciudad pagana en el extremo norte de Israel, lo que significa que para ir allí Jesús tuvo que tomar la dirección exactamente opuesta a Jerusalén, donde daría su vida, que en cambio está al sur de Galilea: ¡ante la perspectiva de la muerte, Jesús huye! El relato continúa con Pedro reconociendo en Jesús al «Cristo de Dios» (Lc 9,20) y con Jesús revelando por primera vez a sus discípulos lo indecible que lo atormenta: «El Hijo del hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser asesinado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22): el rostro del Dios de amor tendrá que pasar por la cruz para manifestarse.
Será algunos días después, en el Monte de la Transfiguración, cuando finalmente y definitivamente el rostro de Jesús “cambiará de apariencia” ante la perspectiva de la muerte. Los detalles de la historia describen cómo se produce esta conciencia. Ante todo a través de la oración, en la relación de Jesús con su Padre, en el diálogo con él. En segundo lugar, en comparación con las Escrituras de Israel, que las figuras de Moisés y Elías representan claramente. Comparándose con las Escrituras, Jesús comprende lo que, como resucitado, explicará a los dos discípulos en el camino de Emaús: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y entrara en su gloria?” (Lucas 24:26). En el monte, Jesús, con una claridad expresada por el color blanco que domina la escena, acoge finalmente ese fin paradójico como cumplimiento de su ser Cristo, como manifestación definitiva de la gloria del Dios de amor, y la voz desde la nube, la misma que había tranquilizado a Jesús después del Bautismo, confirma lo impensable: ese hombre que va a morir es el Hijo amado.
Unas líneas más adelante, Lucas escribe que Jesús “tomó
la firme decisión de partir hacia Jerusalén” (Lc 9, 51). La elección está
hecha, el camino está marcado. Durante el resto de la historia, Dios del Amor
tomará la forma de un cuerpo desgarrado; una imagen a la que quizá los
creyentes de hoy nos hemos acostumbrado demasiado, pero por la que en esta
Cuaresma podemos intentar dejarnos provocar de nuevo.
Ora
Y el Señor dijo a Abram: Vete de tu tierra y de la casa de tu padre.
Otro horizonte, otra meta, otro hogar, otra tierra, otro país.
Salir de esta historia, donde el más armado, el más violento, el más inmoral tiene la razón.
Y ponerse en camino, ligero de equipaje.
Y entonces le diría, como Dios le dijo a Abraham: levanta la cabeza y cuenta las estrellas. Piérdete con la mirada en el cielo soñando, imaginando, haciendo lo que parece imposible.
Mirar diferente, mirar desde otro punto de vista, no el pequeño mirar del hogar, de la patria,…, de la zona del confort, sino con la perspectiva de lo grande, de lo infinito, de lo inmenso, de las estrellas y su misterio.
Este Domingo de la Luz nos recuerda que tenemos necesidad urgente de una transfiguración, de un cambio radical. Alejarse de estas tierras bajas para mirar las cosas desde arriba.
Mientras oraba su rostro cambió de apariencia.
Orar transforma, contemplar cambia tu corazón y te conviertes en lo que contemplas. Sí, te vuelves como Aquél a quien le oras.
Miramos y quedamos atónitos, porque estamos mirando el abismo de Dios.
“¡Qué hermoso, Señor!”
Dios es hermoso. Y tiene un corazón de luz, como Jesús en la montaña.
Que esta imagen permanezca viva n todos nosotros.
Ya llegarán los días en que el rostro de Jesús en lugar de luz gotee sangre, como sucederá en el Huerto de los Olivos, como sucede hoy en las infinitas guerras del mundo, en las infinitas cruces donde Cristo sigue crucificado en sus hermanos.
Ahora, levanta la cabeza, mira la luz del Tabor, mira las estrellas y contempla sobrecogido y agradecido.
No oramos para convencer a Dios, sino para que nos ayude a ser fieles a los pequeños del mundo frente a todos los poderosos.
Queremos poner nuestros ojos no en el futuro del mundo sino en el mundo del futuro, más allá del muro de sombra de las cosas y de los acontecimientos.
Para entender el camino sobre el que debemos caminar tenemos las últimas palabras del Padre en aquel día luminoso: “éste es mi hijo, escuchadlo”.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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