La alegría de la Resurrección
La primera mirada de Jesús resucitado se posa en las lágrimas. Mira con ternura a María Magdalena que, fuera del sepulcro, llora su pérdida.
En esta escena evangélica, que meditamos en el tiempo pascual, hay en el fondo una síntesis del misterio de la salvación: Dios envió a su Hijo para asumir nuestro llanto, para sumergirse en el dolor del mundo.
Él, como un Dios que cuenta una a una nuestras lágrimas y las recoge en un odre a través de Jesús, quiso ante todo posar su mirada en nuestra humanidad herida, en nuestras derrotas, en nuestras pérdidas, en el miedo y la angustia que nos asaltan no tanto ante los enigmas de la vida como ante la incomprensibilidad de la muerte.
Por eso, a lo largo de las páginas de los Evangelios, vemos que Jesús está siempre cargado con el peso de la humanidad, siempre atento a lo que pasa en el corazón y en la carne de quienes se encuentran con Él, a menudo movido a compasión, visceralmente apasionado por la humanidad que sufre e indignado hasta lo más hondo ante ese mal que desfigura la belleza de la vida.
¿Qué es entonces la Resurrección? ¿Qué significa la
Pascua que celebramos los cristianos? Es abrirnos a la alegría de sabernos
acompañados y confortados mientras lloramos nuestras lágrimas. Es saber que tenemos un Dios que se detiene junto a nuestras tumbas para
preguntarnos con ternura, como hizo con María Magdalena: «¿Por qué lloras?».
Es sentir que en esta inclinación de Dios sobre nuestras lágrimas podemos sencillamente sentirnos amados, acogidos y renovados hacia una vida que comienza una y otra vez, porque el Señor Resucitado está con nosotros. Y Él reaviva la vida.
En el examen de conciencia que los cristianos estamos llamados a hacer, quizá deberíamos prestar más atención a la dimensión de la alegría.
El estilo cuaresmal del que habla el Papa Francisco al comienzo de la Evangelii gaudium nos caracteriza todavía demasiado, y nuestro cristianismo, en muchas formas, lenguajes y posturas, sigue secuestrado por la seriedad, la tristeza, una mística del dolor nada evangélica.
Pero en el corazón de la fe está el acontecimiento pascual, que resume y realiza la misión de Jesús: «He venido para que vuestra alegría sea plena».
En el ejercicio de nuestra fe, en nuestro trabajo pastoral y en el rostro que mostramos a los demás ¿resplandece esta alegría? ¿Nuestra alegría de resucitados es contagiosa? ¿O, por el contrario, somos personas que permanecemos siempre cerca de la tumba, más dispuestas a lamentar nuestras pérdidas y a quejarnos de las cosas que no van bien, en lugar de estar abiertos a lo que el Resucitado puede realizar cada día en nuestras vidas y en la historia?
Dios ha muerto, pero fuimos nosotros quienes lo matamos, afirmaba Nietzsche. El mismo filósofo del siglo XX, no sin una cínica ironía, afirmaba que estaría dispuesto a aprender a creer: ¡si los cristianos le cantaran mejores canciones y parecieran personas salvadas!
El gran teólogo Henri de Lubac se preguntaba cómo culparle. No tenemos el aire de los salvados que se abren a la alegría, a muchos de nosotros el cristianismo no nos parece en absoluto algo grande, algo apasionante, algo que aumenta la vida y alimenta la alegría.
La alegría pascual es el distintivo de nuestra fe.
No es una felicidad forzada, una máscara, un optimismo ingenuo, ni tampoco una ausencia de problemas, penurias y sufrimientos.
Es sentirse amado dentro de este fascinante y duro viaje de la vida. Es sentirse bendecido y saber que Dios seca nuestras lágrimas y nos pone en camino una y otra vez.
En la tradición de la espiritualidad cristiana desde antes del año 1000, hay constancia de un ritual extraño pero significativo: el Risus Paschalis.
El día de Pascua, el presidente de la celebración litúrgica aderezaba su homilía con chistes, bromas, bailes divertidos,…, con el fin de suscitar en el pueblo la risa -la alegría- que brota de la certeza de la resurrección.
En estos tiempos difíciles, redescubramos el don que nos hace el Resucitado, para encontrar siempre y a pesar de todo la alegría que Él nos da.
“Dentro de ti hay una actitud alegre: eres capaz de alegrarte. Alégrate cuanto puedas; la alegría te hace fuerte. Alegrarse significa ver a Dios en todo, ver su amor allí donde todo parece feliz y sereno, pero también allí donde no todo va como te gustaría. Y eso no es fácil” -Dietrich Bonhoeffer-.
Que sonriamos para que este momento de la historia y del
mundo saque fuerzas del poder de la Resurrección.
¡ F e l i z P a s c u a !
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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