jueves, 6 de marzo de 2025

La ilusión de una larga vida.

La ilusión de una larga vida 

Nuestro tiempo exorciza la muerte, elimina su inexorabilidad en nombre de una vida que querría rechazar toda experiencia del límite. Uno de los mitos contemporáneos es, de hecho, el de atribuir un valor en sí mismo a la prolongación ilimitada de la vida. 

Garantizar la vida más larga posible parece prevalecer sobre cualquier otra consideración de mérito. De ahí la obsesión por el llamado bienestar, o más bien por una salubridad, a menudo penitencial, que pretende alejar no sólo la enfermedad sino también la muerte. 

En ningún momento se ha visto una obsesión tan exasperada por el bienestar y la prolongación de la vida a cualquier precio. Un variopinto grupo de personas y de ideas nos empuja a identificar ¿debidamente? el valor de la vida con su duración, olvidando que lo que da valor a la vida no es en absoluto su duración, sino más bien la posibilidad de ser amplia, ancha, profunda,…, verdaderamente capaz de ser vida viva. 

Es una enseñanza central que se encuentra también en la predicación de Jesús de Nazaret: la vida humana no puede reducirse materialmente a la sola vida biológica, a simplemente estar vivo con vida, ya que la tarea más radical que le espera es la de estar generativamente vivo, de ser capaz de dar fruto. 

El simple hecho de estar vivo con la vida no puede, de hecho, garantizar que ésta esté verdaderamente viva. 

Podemos tomar el claro ejemplo de las depresiones que muestran implacablemente cómo la dimensión biológica de la vida simplemente en vida no coincide en absoluto con la vida capaz de vivir. La vida de una persona deprimida es, de hecho, vida biológicamente viva, pero es, en realidad, vida muerta, vida sin vida, vida sin deseo de vivir. 

Al cultivar la ilusión de una larga vida, se manifiesta la dimensión de seguridad del impulso que caracteriza el rasgo melancólico subyacente de nuestro tiempo. Es la otra cara de la euforia maníaca en la que estamos inmersos. 

La huida del pensamiento y de la presencia de la muerte se produce en nombre de una vida que, en realidad, tiene cada vez más miedo de la naturaleza ingobernable de la vida. 

Por estas razones, una vida sumergida en el dolor y la desesperanza debería tener todo el derecho a declarar su rendición. No reconocer este derecho es efecto de una tremenda ofuscación ideológica que permite que prevalezca un concepto abstracto de la Vida –de la cual la larga vida es la ilusión más hedonista– sobre la vida real, que sólo es tal si tiene la posibilidad de preservar su amplitud. 

Ciertamente no existen medidas estándar para definir esta amplitud. 

Un amigo monje que vivía en estado ermitaño me explicaba que la amplitud de su vida coincidía con la del geranio de su ventana y la del pájaro que vivía en la rama de un árbol del jardín. 

Nadie puede decidir cuándo una vida está verdaderamente plena, así como nadie puede decidir sobre el equilibrio singular que cada persona debe experimentar entre la posibilidad de su resistencia al mal y la de su rendición y entrega. 

Todos sabemos a estas alturas que una ley sobre el final de la vida no empuja la vida mortalmente herida al suicidio, sino que protege su dignidad, que no puede coincidir ni con el dolor desesperado ni con la ilusión de que el valor de la vida consiste necesariamente en que sea lo más larga posible. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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