Sobre el final de una vida
Con el tiempo ha ido y continúa creciendo en mí la convicción de fe de que no puedo imponer los valores de mi fe por ley.
El tema de fondo –y muy serio– es siempre la relación entre el Evangelio y la Ley. La menos grave, pero por desgracia decisiva, es la relación entre la política –es decir, los partidos, el consenso y la búsqueda de votos– y la Iglesia oficial –es decir, entre la doctrina consolidada y las tentaciones del poder–. Me vienen a la mente tantas tentaciones…
Por ejemplo situaciones matrimoniales difíciles…
Tantas veces celebrando el sacramento del matrimonio de una pareja he solido decir aquello de “cuando haya amor entre vosotros, bien: seréis imagen del amor de Dios por la humanidad. Y cuando haya dificultades, también estará bien: daréis testimonio de la fidelidad de Dios a su pueblo”.
También el matrimonio está ahora, como antes y como mañana, demostrando ser un exigente camino de fe. Y también a mí me resulta difícil proponer a mis amigos ateos, escépticos y agnósticos el deseo iluminador de aquel deseo que tantas veces he manifestado presidiendo el sacramento del matrimonio.
La fe y las opciones que de ella se derivan no pueden ser impuestas a nadie por ley. Es la declinación del principio de la centralidad de la persona –incluso cristiana– en la responsabilidad de su discernimiento de decisiones y de su toma de elecciones.
Hay que tomar el tiempo necesario…
La declaración magisterial del Concilio Vaticano II, hace 60 años, en favor de la dignidad y del valor de la conciencia del individuo parece haber consolidado la centralidad de la “persona” en la cultura cristiana. Con anterioridad ya lo habían hecho algunos países en la “ratio” de las leyes civiles que deben inspirarse en categorías antropológicas de dignidad humana, es decir, en modalidades humanas y humanistas de la existencia humana.
Hay dos adjetivos que me gusta recordar “derechos inviolables… deberes inevitables”, es decir, calificaciones propias de lo más sagrado: veto a la profanación y vínculo de lealtad sagrada. La inviolabilidad es prerrogativa de la libertad personal. La antropología secular ha madurado hasta situar a la persona en una nueva sacralidad secular.
Y a veces las categorías antropológicas que hemos elaborado en la Iglesia no son suficientes…
Y uno tiene la sensación de que las categorías cristianas son todavía insuficientes: quizá no sean las categorías las que sean insuficientes, sino el compartirlas. El punto de referencia más que suficiente y fundador de estas categorías parece estar ya definido en el Evangelio y en el Concilio Vaticano II.
La persona se define por un cuerpo y una historia. Las historias de las personas son todas diferentes. Son ante todo relaciones, experiencias para conocer, comprender, acompañar, enriquecer en las relaciones. Porque la vida es un concepto abstracto. Pero la persona no, es la cumbre de lo concreto.
El término “fin de la vida” es pobre, feo y engañoso. Más sugerente sería decir el final de una historia. Para un cristiano, además, la vida no se quita, sino que se transforma. Por supuesto, creer esto es un privilegio de la fe. Más que la ley, al cristiano le queda el testimonio de un respeto a la persona que va mucho más allá de los principios constitucionales.
Y sí sería necesario no simplificar los juicios que dañan a las personas…
No hay principios incuestionables, hay personas con sus historias. Los juicios simplistas son los que hieren a la gente. También hieren a las personas los tiempos dilatados por decisiones postergadas que hacen que la Iglesia esté más sola (o incluso no siempre bien acompañada).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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