viernes, 7 de marzo de 2025

No la muerte sino la conversión.

No la muerte sino la conversión 

El texto evangélico se abre con la anotación «en aquel mismo momento» (Lc 13,1) que une la perícopa litúrgica con la que la precede. Es decir, el discurso sobre el discernimiento de los tiempos, sobre la capacidad de juzgar el hoy y lo que es justo (Lc 12,54-57). 

Es precisamente en ese momento cuando “algunos” se acercan a Jesús y le cuentan una noticia, una historia sacrílega de sangre porque Pilato había asesinado a unos galileos mezclando su sangre con la de los sacrificados durante una ceremonia religiosa (Lc 13,1). No se dice con qué finalidad se refieren a Jesús aquellos hechos que no tienen relación inmediata con el grupo de los discípulos y con el seguimiento de Jesús, pero ni Jesús ni los discípulos pueden permanecer sordos ante estos hechos. Se les pregunta sobre ello. Y están llamados al discernimiento y al juicio. A una lectura de fe. 

La fe no puede permanecer ajena a los hechos de ese mundo que es el destinatario del cuidado y la preocupación de Dios, y al juicio de que Jesús es libre, no está sujeto a creencias teológicas generalizadas ni a lugares comunes espirituales. 

Jesús rompe el vínculo entre pecado y desgracia: no ve pecadores, sino hombres, no busca al culpable, sino que ve a la víctima del mal. Su mirada es compasiva y no crítica. Pero sobre todo es libre: no se apoya en lo ya dicho, no repite el estribillo teológico que pretende encontrar sentido incluso donde no lo hay. Jesús es muy libre, es valiente y muestra mucha confianza en sí mismo. 

Él no duda: afirma, más aún, argumenta. La pregunta: “¿Creéis que…? (Lc 13,2.4) expresa una firme oposición a una opinión muy extendida, según la cual la desgracia y la muerte son causadas por los pecados cometidos. La fuerza de Jesús se expresa en la creencia en sus propios pensamientos, en la convicción que lo anima y lo lleva a alejarse de esquemas teológicos tranquilizadores. 

Ciertamente no se puede acusar a Jesús de conformismo: la confianza que demuestra en sí mismo y la convicción que habita en Él hacen de Él una fuerza que barre los hábitos y denuncia la pereza, incluso la intelectual y espiritual. Pero este ardor se basa en el celo por el Señor. Por este motivo Jesús se compromete a hacer una lectura e interpretación de los acontecimientos ocurridos. 

Los acontecimientos tienen pues una palabra que decir: son una invitación a la conversión. Ciertamente no es que Dios envía acontecimientos calamitosos para que el hombre se convierta. Sería blasfemo. Y sin embargo, para no abandonar los acontecimientos a sí mismos y para que los acontecimientos no nos abandonen a nosotros, y se queden en una mera serie de sucesos inconexos y sin sentido, es necesario escuchar los acontecimientos mismos y atreverse a hablar de ellos, es necesario el esfuerzo y el riesgo de la interpretación. 

Saber que cada interpretación no es definitiva ni única, sino que tiene la tarea de ayudar a vivir. Y responder al mandato de vivir delante de Dios en este mundo. Porque es precisamente a vivir «en este mundo», no fuera de él, lo que Jesús nos enseña (cf. Tt 2,12). Jesús añade después su propia referencia a una noticia también trágica: el derrumbe de la torre de Siloé que provocó la muerte de dieciocho personas (Lc 13,4). Estamos en el nivel de la historia: un acontecimiento político-militar y una desgracia. 

La parábola siguiente (Lc 13,6) se sitúa, en cambio, en el plano natural: una higuera no da fruto desde hace tres años. Pero también se habla de la intervención del agricultor que decide trabajar la higuera un año más, escardando y abonando, para que dé frutos. 

Vemos así dos actitudes opuestas: una intervención violenta que produce la muerte, la de Pilatos, y una intervención solidaria que pretende devolver la vida a un árbol ya condenado a muerte por su dueño. 

Hay un hilo conductor que une la primera parte del texto (vv. 1-5), en la que hay una conversación, y la segunda (vv. 6-9), en la que en el corazón de la parábola hay también una conversación, o más bien, un diálogo real. 

Y el hilo conductor es la muerte: la muerte violenta de los galileos que fueron asesinados; muertes accidentales de personas aplastadas por el derrumbe de la torre; muerte que amenaza al árbol. 

Es interesante el diálogo conflictivo que se desarrolla a su alrededor. “Córtala”, dice el amo (v. 7); «Déjala», responde el agricultor (v. 8). 

A la luz del horizonte de la muerte, comprendemos la invitación de Jesús a la conversión. 

Se trata de la muerte de otros, de otras personas en los dos primeros ejemplos, y de la muerte amenazada en la parábola (y aunque se trate de un árbol y no de seres humanos, la higuera, que también es figura de Israel, tiene un significado simbólico). 

La muerte de otros ciertamente no se convierte en motivo para culpar a las víctimas («¿Pensáis quizá que estas personas eran más pecadoras o culpables que los otros por haber sufrido semejante suerte?»: cf. vv. 2.4) ni siquiera para dar respuestas espiritualizadoras o resignadas: no hay ninguna referencia a la voluntad de Dios ni al destino. Hay acontecimientos que suceden y cortan tu vida de un momento a otro. 

Son acontecimientos de los cuales no somos responsables, y sin embargo Jesús indica un camino a través del cual pueden hablarnos y hacerse transitivos, para no perdernos totalmente en el sinsentido, sino para ser capaces de reorientar la vida de los demás. 

El problema es una muerte para la que no estamos preparados, que nos sorprende de repente, inesperadamente, que nos pilla inconscientes, sin darnos cuenta. Jesús, haciendo de estos casos una ocasión para invitarnos a la conversión, nos exhorta a vivir conscientemente nuestra vida, hoy, en el tiempo disponible, y a vivir conscientemente la novedad del Evangelio y del Reino de Dios que ha sido instaurado. 

La muerte es lo que da forma a la vida: cuando llega, declara lo que ha sido nuestra vida, le da su forma completa. La falta de conciencia, por el contrario, es enemiga de la responsabilidad, que es ante todo la responsabilidad por nuestra vida. 

Jesús advierte entonces que podemos aprender de los acontecimientos. El hecho de la muerte de algunos se convierte en una advertencia para otros: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente”. 

En último término, la parábola de la higuera improductiva también plantea un problema similar. Esta higuera está viva, pero en realidad está muerta, ya que no produce nada. Trazando un paralelo con otros textos lucanos podemos decir que aun estando en la condición de lo perdido, de lo muerto, suscita el interés del Señor que va en busca y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10: Zaqueo). 

Ésta es también la condición del hijo menor de la parábola que, dice el padre, «estaba muerto y volvió a la vida» (Lc 15,32); o también podemos pensar en el malhechor en la cruz, un hombre condenado a muerte a quien Jesús promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). 

Nos encontramos ante el relato de la paciencia del Señor que no quiere la muerte sino la conversión, y por eso se somete a los ritmos y tiempos de la paciencia. Si el anuncio de Juan el Bautista decía que ahora el hacha está puesta a la raíz de los árboles y todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego (Lc 3,9), aquí la lógica del hacha y del corte se contrapone a la lógica del trabajo, de la paciencia y de la espera. 

El trabajo del agricultor aparece aquí como una terapia, un trabajo de sanación, un trabajo que busca obtener la curación de un árbol que ha estado infructuoso durante mucho, mucho tiempo. Tal vez no sea casualidad que inmediatamente después de la parábola de la higuera que había estado estéril durante tres años, Lucas narra una historia de curación, la de la mujer que había estado enferma durante dieciocho años (Lucas 13,10-13). 

Entonces, cuando el dueño de la viña le ordena cortar el árbol, el labrador dice que no. Obedeciendo y cumpliendo la orden no entraría en conflicto con el propietario y además tendría una planta menos en la que trabajar, y tal vez trabajar inútilmente como en los últimos tres años. Pero el agricultor parece creer en la posibilidad de cambio. Él cree que algo nuevo puede suceder y que el fruto puede brotar. Y paga el precio de esta posible pero incierta novedad. Se compromete, promete su trabajo, pide paciencia, pide confiar incluso contra la evidencia. Al menos, por un año más. 

Es de notar que la actitud objetiva del campesino está en consonancia con la libertad y audacia de Jesús quien, en la primera parte del texto, se opone a una creencia muy extendida. Aquí el agricultor hace gala de su libertad diciendo no al amo e incluso, después de haberle pedido que deje la higuera un año más para cuidarla y trabajarla, añade: y si no da fruto, la cortarás. 

El agricultor, que conoce esa planta, la ha trabajado y la ha amado, se niega a cortarla. Si el amo realmente quiere, puede cortarla, pero no lo hará el agricultor. Me quedo con esa desobediencia del agricultor ante el amo. Y habrá que decir que la obediencia no es siempre y en todo caso una virtud, ni humana ni evangélica. Y que a veces es mucho más fácil y cómodo decir que sí, tanto explícita como implícitamente, quedándote donde y como estás, sin abrirte a lo nuevo que ocurre en la vida, sin responsabilizarte de tu propia vida. 

El agricultor abre un espacio de confianza a la planta. Por supuesto, también asume riesgos: ya nada garantiza el éxito de su iniciativa. Además, ¿quién sabe los momentos en que un hombre puede dar fruto y convertir? Si incluso este agricultor, que tanto se parece a Jesús, no se erige en dueño del tiempo del otro y no corta el árbol infructuoso, ¿quiénes somos nosotros para hacer lo contrario? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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