Un amor disruptivo: compasión y misericordia
Pensemos en la escena del encuentro entre el hijo que aparece a lo lejos y el Padre. Este anciano refinado y rico. Lleva la túnica grande con mangas anchas: “Lo vio y tuvo compasión, y corrió hacia él, lo abrazó y lo besó”. Debemos imaginar a este hombre corriendo con los brazos abiertos, envolviendo a su hijo, a ese hijo, en su túnica, y besándolo. El padre actúa como padre incluso con el hijo que no ha podido actuar como hijo.
Somos como los dos hijos: quisiéramos tratar a Dios como un interlocutor igualitario que distribuye los méritos. En cambio, su bien está más allá de todos nuestros méritos: Él es Padre, simplemente. Ese señor que se emociona, corre, abraza a su hijo y lo besa es nuestro Dios.
Nosotros, los cristianos de hoy, nos sentimos en una profunda crisis. Entre los muchos motivos, ¿no podría estar también la dificultad de dar testimonio de una imagen tan exigente de Dios, que perdona siempre y trata como hijos incluso a los que no lo merecen?
Y es que, en el fondo, todos somos un poco fariseos y la bondad de un Dios así nos supera, inmensamente.
Tenemos un problema con la parábola del “hijo pródigo”: la hemos leído y escuchado tantas veces que ya no nos interpela. Por supuesto, permanece en la imaginación de todos la representación más clara y viva del perdón de Dios, pero lo que en aquel entonces era un mensaje disruptivo, hoy parece casi obvio, algo ya conocido y que en el fondo dice poco o nada.
Sin embargo, si se observa con atención, la historia de una de las parábolas más hermosas de los Evangelios ofrece ideas que todavía hoy resultan perturbadoras. Tanto es así que, quizá por eso mismo, hemos optado por olvidarla.
Partamos del contexto en el que se narra la parábola: Jesús, como en muchos otros episodios evangélicos, está rodeado de aquellos a quienes el Evangelio llama “publicanos y pecadores”. Si nos detenemos a reflexionar sobre este aspecto deberíamos considerar cómo entonces, si Jesús viviera en nuestros días, lo encontraríamos recorriendo las calles de nuestras ciudades y deteniéndose en plazas de narcotraficantes, en clubes nocturnos, en mesas con traficantes de armas, políticos corruptos y empresarios fraudulentos... Junto a los peores.
Y aquí quizá ya hay una primera provocación: ¿cómo puede ser que en el imaginario de todos la Iglesia sea hoy el lugar de «los buenos»? ¿Cómo es que el mensaje de Jesús es creído y vivido predominantemente por aquellos que viven la dimensión religiosa en sus vidas y tan rara vez logra tener impacto en diferentes contextos? Le ocurrió a Jesús que fue rechazado por la religión de su tiempo y que fue reconocido por aquellos que eran considerados los más alejados de Dios. ¿Por qué hoy ocurre lo contrario?
Creo que lo que hizo que el mensaje de Jesús fuera al mismo tiempo atractivo para los lejanos y problemático para los religiosos fue el anuncio de un Dios que ama de manera totalmente gratuita. Esto es lo que surge de la parábola del Padre misericordioso: el Padre no intenta retener al hijo menor cuando éste decide irse, le da todo lo que pide, lo acoge tal como es, sin siquiera preguntarle dónde ha estado, qué ha hecho, cómo ha gastado todos los bienes que le habían sido dados... El Padre encarna un amor radicalmente libre, que no pide nada y lo da todo. Un amor que escandalosamente no da a cada uno lo que merece, sino que da todo a todos.
A menudo diluimos este rasgo del amor de Dios porque es totalmente incontrolable. No es fácil mostrar la diferencia entre el amor de Dios que surge de la parábola y lo que muchas veces tenemos en la mente, porque es sutil, pero al mismo tiempo hace toda la diferencia del mundo.
El amor del Dios de Jesús no cambia según nuestra conducta moral: Dios no ama más a los que se portan bien y menos a los que se portan mal, más a los que van a la iglesia y menos a los que no van. Lo que está en juego en nuestras elecciones y acciones es nuestra respuesta a este amor, pero el amor de Dios sigue siendo libre e infinito para siempre.
Y éste es el rasgo chocante e incontrolable del amor de Dios predicado por Jesús, tan difícil de aceptar: Dios ama indiscriminadamente, del mismo modo al Papa que a la prostituta. Fue este mensaje el que perturbó y derritió los corazones de los recaudadores de impuestos y de los pecadores que acudían a escuchar a Jesús.
Lo que más marcó la diferencia en el modo como Jesús hablaba a los pecadores fue la ausencia total de juicio: en la parábola el Padre no expresa ningún juicio hacia el hijo, simplemente ama. En los Evangelios, los únicos juicios que Jesús hace son contra aquellos que pretenden poner límites al amor de Dios.
Tener la misma mirada de Jesús –ser cristiano– significa entonces esto: mirar a cada hombre y a cada mujer sin juzgar, sólo con esa compasión que distingue el amor de Dios. Aquí es donde más luchamos. Porque espontáneamente nos sentimos llevados a poner siempre en primer lugar el juicio moral de los demás.
Naturalmente, sabemos desde el tiempo del catecismo que Dios ama y acoge a todos, pero que delante de Dios no haya diferencia entre un Papa y una prostituta suena completamente fuera de lugar a nuestros oídos.
Son muchos los modos con los que, más o menos conscientemente, hemos intentado suavizar la fuerza disruptiva de este mensaje: nos hemos acostumbrado a pensar que el amor de Dios a los pecadores tiene como fin la conversión, es decir, que es un instrumento, una técnica amorosa para alcanzar un fin. Cuando en cambio es totalmente gratuito: muy pocos pecadores en el Evangelio se convierten, todos los demás muy probablemente no lo han hecho, pero han recibido del mismo modo el amor de Jesús.
Nos hemos acostumbrado a pensar que el amor de Dios debe ganarse de alguna manera, al menos mediante el arrepentimiento: Dios te perdona si reconoces tu culpa y te humillas ante Él. Pero también esto es una manera de intentar contener, mediante una lógica del do ut des, la gratuidad del amor de Dios, mientras que, si nos fijamos bien, en la parábola del Padre misericordioso el motivo que empuja al hijo a volver al Padre no es en absoluto el arrepentimiento de las propias acciones, sino un mero cálculo utilitario: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra y yo aquí me muero de hambre!».
Dios simplemente ama, y eso es lo más difícil de aceptar, porque es totalmente desarmante. Ante Dios no tenemos méritos de los que jactarnos, ningún poder de negociación, porque la relación con Dios no se regula por la lógica del intercambio sino por la del don. Vivir como Dios quiere no es una manera de ganarse el favor de Dios, sino una respuesta libre y amorosa al amor gratuito de Dios.
Si nuestro compromiso está encaminado a conseguir algún tipo de “mérito” todavía no hemos entrado en la lógica de Dios. Esto es lo que al hermano mayor, y a nosotros también, nos cuesta tanto aceptar. Por mucho que nos hayamos acostumbrado a llamar a Dios con el nombre de Padre, corremos el riesgo –preferimos– de considerarlo un señor del cual somos servidores.
Porque ser siervo es mucho más sencillo: basta con seguir al pie de la letra los mandatos del amo –desde los morales hasta los litúrgicos– y habremos ganado el favor de Dios. Mucho más difícil es acoger sobre sí y hacer propia la misma mirada de Dios testimoniada por Jesús, que mira a cada hombre y a cada mujer con compasión, sin reservas, sin juzgar, en total gratuidad. Quien simplemente ama.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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