Nuestro Dios es paradójicamente inclusivo - a partir de San Juan 4, 46-54 y San Lucas 17, 11-19 -
La acción de Jesús es inclusiva porque no debía escuchar a un funcionario real, un hombre angustiado por su hijo que estaba a punto de morir... Jesús probablemente tenía ante sí a un pagano, fácilmente odiado y detestado por la opresión con la que solía tratar a la gente sencilla y por las órdenes que debía cumplir. Sin embargo, Jesús acoge y escucha el dolor de este hombre.
Así como Isaías da voz a la imagen de un Dios “inclusivo” que quiere reunir en torno a sí a “todos los pueblos y todas las lenguas”. Todos, Dios quiere a todos los pueblos reunidos en una gran convocación universal.
El mismo San Pablo, en el capítulo cuarto de su Carta a los Romanos, reconoce que la fe de Abraham es la fe del padre de todos, es decir, es una fe inclusiva.
Todo lo anterior se presenta como un tema interesante ya que estamos acostumbrados a pensar y experimentar la religión como un agente de división, de separación: eres cristiano, eres budista, eres musulmán… y entre nosotros las diferencias pronto se convierten en distancias, hasta el punto de que se vuelve completamente normal pensar que de alguna manera nuestra religión debe ser defendida de las demás.
Si miramos con atención, también en la Biblia hay una dolorosa dialéctica entre identidad y universalidad, entre pueblo elegido y otros pueblos… una tensión que está también dentro de nosotros, que debemos aprender a mantener unidos el deber de tutelar la fe y el respeto a las otras religiones. ¿Cómo podemos ser discípulos de Jesús que nos pide anunciar el Evangelio y vivir con otras religiones, otras creencias,…?
La cuestión es compleja y lo que podemos decir a la luz de la Palabra de Dios es la invitación a asumir otra perspectiva más allá de la mediación, de la armonización, del buscar la concordia… y es la invitación a asumir el punto de vista del mismo Dios que se hizo presente en Jesús: es decir, la inclusión.
La voluntad de Dios es incluyente, dice Jesús, realizando la segunda señal en Caná, menos famosa que la primera, pero igualmente importante. Jesús habría podido reprender al oficial por su violencia, por las humillaciones que seguramente habría infligido a tanta pobre gente… o más simplemente habría podido poner algún pretexto para no dar curso a su petición… y así habría marcado la distancia, la exclusión.
Jesús, en cambio, no actúa según la ley de la reciprocidad, no se comporta para defender los valores en los que cree y que predica marcando el límite con el otro, pagando al violento con la misma moneda... ¡sino que precisamente porque sabe que la voluntad de Dios es inclusiva, entonces se hace cargo del dolor y del sufrimiento incluso de quien causa sufrimiento y dolor a los demás!
Cómo una actitud inclusiva cambia el resultado de las cosas: aquel funcionario, dice Juan, creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Aquel hombre sin ninguna prueba, pero sintiéndose acogido por la actitud de Jesús, confía en su palabra y emprende su camino.
Esta es la perspectiva de Dios, una perspectiva inclusiva. Porque si excluís morís o hacéis morir, si incluís y establecéis relaciones de fraternidad y humanidad podréis ver cielos nuevos y tierra nueva, como dice Isaías, es decir, un futuro distinto para todos los pueblos.
¿Es la inclusión el sello distintivo de nuestra vida espiritual y social? ¿Es esta la voluntad de Dios que buscamos?
Tantas veces no parece así, a lo sumo aparece en alguna élite cultural, en algún grupo completamente marginal… hoy domina y tiene muchos adeptos la lógica de los muros, de las identidades, de la exclusión,…, como suele decir el Papa Francisco, que no favorece una vida social más humana y serena, sino que crea y multiplica descartes o desechos humanos para tirar, para ignorar, para mantener alejados.
Es absolutamente chocante cómo hoy en día se ha vuelto algo completamente normal descartar y excluir a alguien. Es una actitud acrítica, casi un reflejo condicionado, hasta tal punto se ha arraigado en nuestra mente. Pero yo diría más, los cambios sociales de las últimas décadas ven un proceso continuo de exclusión de personas del trabajo, del espacio social y geográfico, pero también de derechos… ¿y en nombre de qué? ¿De quién?
Por aquellos que tienen el poder de hacerlo, por supuesto. Es decir, por aquellos a quienes se les proporciona este poder para sus propios fines. Bastaría con prestar un mínimo de atención al análisis de las tasas de desempleo, de la distribución de la riqueza y del número de personas implicadas en los flujos migratorios para comprender que hoy no estamos simplemente ante el viejo concepto de exclusión social en el que muchos de nosotros nos hemos visto envueltos en el pasado, tal vez reduciéndolo o incluso eliminándolo.
Nos encontramos ante auténticas "formaciones depredadoras" creadas con el objetivo de permitir que sólo una pequeña parte de la población se enriquezca. Formaciones complejas, capacidades sistémicas reales, de mercados, de tecnocracias financieras, de herramientas jurídicas y contables, de funciones muy específicas habilitadas por los gobiernos… que constituyen un sistema complejo que pretende excluir.
Ya no se trata, pues, de magnates con chistera, puro y bastón, sino de procesos complejos, donde la complejidad a menudo va de la mano de la brutalidad de los resultados y contribuye a determinar la invisibilidad de las causas, porque cuanto más complejo es el sistema, más difícil es rastrear las responsabilidades.
Vivimos y respiramos una cultura del descarte, de la exclusión, o más bien una subcultura que ha consumido al hombre contemporáneo, hasta el punto de volverlo indiferente y autorreferencial, hasta el punto de hacernos considerar inmutables las grandes injusticias del mundo global: empezando por la mayor de todas, aquella por la que los ricos se vuelven cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, aumentando exponencialmente, mientras que nosotros estábamos acostumbrados a un bienestar cada vez mayor y cada vez mayor.
Los descartados, dice el Papa Francisco, son los últimos, son las víctimas de las guerras, o los miles enterrados en el mar Mediterráneo, transformado en cementerio, o las mujeres que sufren violencia y discriminación, todos los días y de cualquier tipo, o los jóvenes que no encuentran trabajo y ya no lo buscan, desanimados y derrotados, o las personas más frágiles, aquellas con vidas difíciles si no imposibles - los ancianos, los enfermos... -, o son los que habitan en los márgenes o en las periferias existenciales, geográficas, sociales…
Pero ¿no nos habían prometido un mundo en el que, gracias a la tecnología, la globalización, el progreso económico y las nuevas oportunidades, los menos afortunados se verían al menos disminuidos?
He aquí la “gran mentira” en la que vivimos indiferentes, guardianes celosos de un bienestar drogado e hipnótico: en el mundo el desequilibrio o la fractura crecen, y los últimos aumentan y siguen aumentando.
Y permanecemos en silencio, con la cabeza gacha, ocupándonos siempre sólo de alguna pequeña parte de nuestros privilegios que sentimos que están en riesgo. Silencio en un planeta donde en una parte se desperdicia y en la otra se muere, como recordaba con su dulce pero rigurosa indignación la Madre Teresa de Calcuta.
¿Qué podemos hacer? ¿Qué puede hacer la fe en un mundo tan complejo?
Un ejercicio siempre actual y necesario es volver la mirada o prestar oído a los Evangelios: muchos son los llamados, pocos los escogidos. De los doce discípulos, 9 abandonan, uno traiciona, y bajo la cruz un solo. En el rebaño quedan noventa y nueve ovejas, en su lugar se busca una y se la lleva sobre hombros. Y luego el drama de lo perdido y encontrado. De los diez leprosos sanados, sólo uno vuelve a dar las gracias. No es fácil aceptar con humildad la lección que nos traen estos porcentajes aterradores.
Uno de cada diez también se salva porque finalmente se ha liberado de la idea de un Dios que se divierte condenando al hombre y de la idea del hombre que perpetúa esa manera de actuar con los demás. El leproso, el samaritano, fue sanado, purificado hasta el punto de no asustar ya a los demás, pero en el encuentro con Jesús fue liberado también del temor de Dios y por eso regresa como hombre salvado para dar gracias, porque reconoce el don de Dios.
Cuando se trata de decir que el samaritano curado vuelve a dar gracias, San Lucas utiliza el verbo propio de la Eucaristía que es dar gracias. Es un leproso y extranjero que hace Eucaristía. ¿Qué nos hace pensar esto?
Seguramente que hemos hecho de la Cena del Señor un banquete exclusivo, cuando Jesús quiso que fuera inclusivo. La oración que decimos antes de acercarnos a comulgar es una copia de las palabras de un pagano. Y San Lucas nos dice que incluso un samaritano, y además leproso, hace Eucaristía.
Pensemos en cómo la Cena del Señor, lugar de la máxima comunión del Señor con todos los discípulos, incluso con Judas, se ha convertido con el tiempo en el lugar de una comunión negada o reservada, en todo caso condicionada y hasta restringida.
Jesús, por su parte, dio también pan y vino a Judas, creándose en torno a aquella mesa una fraternidad paradójica, por la que siempre podemos, al menos, atribuirnos el papel de Judas. Si realmente queremos celebrar la Eucaristía como la celebró Jesús, es decir, también con Judas, entonces acojamos también a Judas, acojamos al leproso, al samaritano, al…, en nuestra mesa.
Por eso los cristianos seguimos celebrando la Eucaristía, para dar gracias al Señor, porque la fraternidad cristiana no está formada por personas elegidas, impecables,…, sino que es una fraternidad formada por personas que no siempre han frecuentado el mundo que al menos algunos de nosotros frecuentamos, que no siempre tienen una profesión de fe ortodoxa, es más, a menudo están marginadas por los sistemas religiosos, por las reglas religiosas...
Bastaría pensar que si hoy la Iglesia habla de la lucha por la justicia, de la protección de los derechos, de la libertad de expresión, de la dignidad de la conciencia,…, todas cosas que ya están en el Evangelio, sin embargo, históricamente, tantas veces nos las han recordado otros, los llamados “extranjeros”, “impuros”...
Damos gracias a Dios de todo corazón, porque no cesa
de dejarnos tocar con nuestras manos su misericordia y sigue derrotando
nuestras geometrías que establecen confines entre lo puro y lo impuro, entre lo
apto y lo inadecuado, entre lo sagrado y lo profano, para anunciar que su Reino
no sigue estas reglas y que la fraternidad abarcante e inclusiva que Él ha
establecido no coincide con nuestras instituciones, organizaciones,…, hasta el
punto de excluir lo que Él ha querido buscar, encontrar y reunir.
Y es que nuestro Dios es inclusivo… Por eso, en la comunidad cristiana no existe el derecho de admisión.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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