La inspiración teológica de Donald Trump
Nuestro tiempo genera monstruos que desafían incluso las categorías más consolidadas de la política tradicional. Uno de los más inquietantes es el encarnado por Donald Trump. Su liderazgo antidemocrático no se parece a los ya tristemente conocidos del déspota que impone el orden mediante el terror o del revolucionario despiadado que elimina a todos sus oponentes en nombre de la causa.
Se trata más bien de un híbrido inquietante que combina el ejercicio autoritario del control con la alergia más radical a las reglas institucionales, mezclando en un cóctel venenoso la centralización del poder con la retórica neoliberal de la desregulación más absoluta. Un híbrido entre un tirano y un anarquista, entre un predicador y un comerciante.
Por un lado, este nuevo liderazgo, encarnando al antiguo gobernante totalitario, exigiría obediencia absoluta, la ausencia de disenso. De ahí el ataque diario a los medios de comunicación, la erosión de toda cultura institucional, el sueño proteccionista, la política sangrienta de aranceles, la guerra comercial, los muros y las deportaciones.
Por otro lado, pero, se presenta como la expresión de una rebelión populista que desafía al "sistema" al revelar el rostro impotente y melancólico de la democracia que ha encontrado en Biden su último actor patético. La evaporación de la política ocurrida en las últimas décadas ha dejado un desierto cultural que queda así saturado por la dimensión carismática e hiperactiva del nuevo liderazgo que no se basa en un programa político, sino en la promesa nacionalista de restaurar la gloria perdida.
Donald Trump quiere encarnar esta promesa no como un hombre del aparato, sino presentándose como el rebelde que desafía a las élites, el outsider que lucha orgullosamente contra el sistema, el empresario sin escrúpulos que actúa sin inhibiciones y con eficacia inmediata mientras la democracia se devana los sesos en sus pensamientos estériles.
Sin embargo, su “anarquía” es sólo una fachada, pues a sus ojos la única ley que verdaderamente cuenta es la del mercado y el dinero, la codicia instintiva de un capitalismo depredador que querría por fin liberarse del engorroso peso de la democracia. De ahí la deslegitimación de todos los controles y equilibrios institucionales, la demonización de la política incapaz y corrupta, la proclamación retórica del “poder para el pueblo”.
La prensa es desacreditada y reducida a un contenedor de noticias falsas cuando ejerce su derecho a la crítica, los jueces son poco confiables cuando obstaculizan sus iniciativas, el Congreso es culpable si autoriza investigaciones que minan su credibilidad.
El nuevo líder no pide obediencia, pero ofrece modelos identificativos anti-ideológicos. El espejismo de la restauración es una promesa de redención que se dirige a las clases sociales más afectadas por la crisis económica y, por tanto, más frágiles, que la cultura democrática ha olvidado dramáticamente.
Es en este contexto donde entra en juego el uso cínico de la religión, la instrumentalización de Dios como pantalla publicitaria que sirve para ocultar su vacío ético fundamental.
“Make America Great Again” no es un programa político, sino un mantra hipnótico que confunde nacionalismo y tele-evangelismo. Las insistentes referencias a Dios que impregnan su retórica populista no sirven tanto para preservar los valores tradicionales como para legitimar un poder que –como el saber realmente teológico– querría emanciparse de cualquier dictadura y del lastre antidemocrático de esta política.
Donald Trump no invoca a Dios como garante de un orden moral, sino como arma contra sus enemigos y como herramienta para celebrar su propio ego megalómano. La Biblia en sus manos no es en absoluto un símbolo de fe, sino un dispositivo de propaganda.
El Dios de Trump es un Dios a su imagen y semejanza. No es Él quien acoge a los últimos y perdona, sino quien premia a los vencedores y castiga severamente a los perdedores. Es el fundamento teológico de su neoliberalismo que trastoca radicalmente los principios evangélicos: una economía de salvación donde los ricos son los elegidos y los pobres son pecadores.
Desde esta perspectiva, su evidente inmoralidad individual no es un defecto que lo penalice, sino un poderoso factor de seducción para el electorado. El Dios de Trump no pide sacrificios, pero ofrece la ilusión de privilegio. Es un Dios que no amonesta el poder de sus abusos, sino que glorifica el abuso individualista del “hombre hecho a sí mismo”, del vencedor que pisotea triunfalmente al más débil. La suya es una teología invertida donde el bien coincide con el propio interés y el mal con todo lo que lo obstaculiza.
En este contexto, el populismo digital se convierte en su escenario perfecto. El líder ya no necesita el hormigón armado de la ideología sino la falsificación sistemática de la verdad. Y, sin embargo, no es por eso que ha obtenido su aprobación. Por el contrario, además de destacar sin piedad la debilidad melancólica de una cultura democrática incapaz de renovarse y hablar al pueblo, fue elegido presidente de los Estados Unidos de América precisamente por lo que representa, es decir, por la amplificación del culto a la libertad individual y su pulsión depredadora que ignora abiertamente las leyes y los vínculos sociales.
En este sentido, Donald Trump encarna a su manera el sueño americano. Es el núcleo perverso de todo populismo, también con sus aires divinos religiosos y sagrados, que ve en el Derecho y en las instituciones de la política sólo un límite y un freno injusto a la afirmación espontánea de la vida, al derecho absoluto que ésta tiene a cultivar su propio beneficio y provecho sin límites.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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