Un Padre que ama y sale siempre al encuentro
El itinerario cuaresmal que recorremos en este año litúrgico a través de la escucha del Evangelio según Lucas está enteramente orientado al anuncio de nuestra conversión y de la misericordia de Dios, que suscita en nosotros la conversión atrayéndonos hacia «Dios» mismo, que «es amor» (1 Jn 4,8.16). Jesús interpreta esta infinita misericordia a través de sus acciones, comportamientos, palabras y parábolas, que a veces están inspiradas por aquellos que no han llegado a este conocimiento de Dios, prefiriendo limitarse al culto, a los sacrificios y a la liturgia como medios para acercarse a él (cf. Os 6,6).
Así que aquí estamos al principio del capítulo 15, donde Lucas cuenta que los recaudadores de impuestos, es decir, aquellos que eran claramente pecadores, gente perdida, vinieron a escuchar a Jesús. ¿Por qué estas personas se sintieron atraídas por Jesús, mientras huían de los sacerdotes y de los creyentes celosos? Porque sentían que éstos no iban a buscarlos, ni los amaban, sino que los juzgaban y los despreciaban.
Jesús, sin embargo, tenía una visión diferente: cuando veía a un pecador público, lo consideraba un hombre, uno entre todos los hombres (¡todos los pecadores!), alguien que era un pecador evidente, sin hipocresía ni pretensión. Ante esta visión, Jesús sentía compasión: no juzgaba a la persona que tenía delante, no la condenaba, sino que iba buscarla allí donde estaba, en su pecado, para proponerle una relación, la posibilidad de recorrer juntos un tramo de camino, de escucharla sin prejuicios (cf. Lc 19,10). Así, los pecadores huyeron de la comunidad judía y acudían a Jesús, lo que escandalizaba a los religiosos profesionales, que “murmuraban, diciendo: “¡Este hombre acoge a los pecadores y hasta come con ellos!”
Jesús se ve obligado a defenderse, y lo hace no con la violencia ni siquiera con una apología de sí mismo, sino contando a estos fariseos y escribas algunas parábolas, tres para ser precisos: la de la oveja perdida (cf. Lc 15,4-7), la de la moneda perdida (cf. Lc 15,8-19) y la famosa parábola de los dos hijos perdidos y el padre pródigo en el amor. Intentemos leerla, una vez más, en obediencia a las Sagradas Escrituras y formados por la enseñanza que nos llega de nuestras experiencias, de nuestras historias.
Jesús narra la historia de una familia que, como todas las familias, no es ideal, no está libre del sufrimiento y de la “irregularidad” de las relaciones. Está compuesta por un padre (pero falta la madre: ¿está muerta o quizás ausente?) y dos hijos, nacidos y criados en el mismo entorno y, sin embargo, capaces de dos desenlaces formalmente diferentes, polarmente opuestos: en realidad, sin embargo, ambos están unidos por su desconocimiento de su padre y el deseo de negarlo.
Pero notemos un detalle: el padre de esta parábola aparece desde el principio distinto de los padres terrenos, porque cuando el hijo menor le pide que le anticipe su herencia (¡por lo tanto, de alguna manera, el hijo lo quiere ya muerto!), responde dejándolo hacer, sin amonestarlo, sin contradecirlo, sin ponerlo en guardia. ¿Existe tal padre entre nosotros los humanos? ¡No! Por tanto, somos llevados inmediatamente a ver en este padre al Padre, es decir, Dios mismo, el único que nos deja libres frente al mal que queremos hacer, que no nos detiene sino que permanece en silencio, permitiéndonos alejarnos de Él. ¿Por qué? Porque Dios respeta nuestra autonomía y nuestra libertad. Él nos dio educación a través de la Ley y los Profetas, pero luego nos deja libres para decidir como queramos.
Así es como el padre de la parábola divide entre sus dos hijos la herencia, o mejor –como dice el texto griego– “su vida” (ho bíos), y deja ir al hijo menor, mostrándole, aunque ciertamente él no lo entiende, respeto por su libertad, generosidad, amor fiel. El hijo menor exige, reclama, reivindica, fuerza la mano de su padre, y éste responde de manera sorprendente: toda su actitud lo muestra inactivo, casi ausente, por respeto a la libertad de su hijo. El hijo, pues, abandona finalmente aquella casa que sentía como una prisión, lejos de la mirada de aquel padre que sentía como un espía, lejos de aquel espacio que debía compartir con su padre y su hermano mayor y que no sentía como propio.
Él se va, pero pronto lo derrocha todo en fiestas con amigos, juegos, prostitutas,…, quedándose así sin dinero, hasta el punto de tener que ponerse a trabajar para sobrevivir. Llega incluso a pastorear cerdos, animales impuros despreciados por los judíos, y en esa desolación empieza a comprender mejor dónde se puede acabar… Así “comenzó a sentirse necesitado”: le falta algo, y la falta de algo siempre es capaz de suscitar en nosotros preguntas. ¿Qué le falta? Por supuesto el dinero gastado, por supuesto la comida para vivir, pero también le falta alguien a su lado, alguien que le dé de comer, “alguien que” – dice el texto – “le dé las algarrobas”, haciéndole sentir reconocido y cuidado. Así es, necesitamos de los demás, y cuando los demás desaparecen de nuestro horizonte quedamos desolados y sin los demás nos encaminamos hacia la muerte.
A partir de la experiencia de esta condición degradada, igual a la de los animales, el hijo menor comienza a volver en sí, a tomar conciencia de su propia situación. No es alguien que se convierte, pero en él está ahora el deseo de decir “basta” a esa condición de hambre y desolación. Piensa entonces en cómo podrá regresar y encontrar las mismas condiciones que antes, en casa, convenciendo a su padre para que al menos le dé algo de comer: se convertirá en sirviente y así asegurará su alimentación; mejor en casa como sirviente, que aquí como cerdo… Vuelve, pues, intentando imaginar la escena que le hará a su padre, para apaciguar su ira y ser readmitido en la casa. Él no está arrepentido, no está movido por amor hacia su padre, sino sólo por interés personal.
Pero aquí comienza un viaje lleno de sorpresas, porque finalmente el hijo conoce a su padre de una manera diferente a como lo había conocido cuando vivía con él.
Él piensa que su padre le pedirá cuentas por sus malas acciones, y en lugar de eso encuentra a su padre corriendo a su encuentro; él piensa que debe someterse al castigo convirtiéndose en esclavo, pero en lugar de eso su padre lo viste con la ropa de su hijo; él piensa que tendrá que llorar y humillarse, y en lugar de eso es su padre quien le prepara un banquete, mandando matar al ternero cebado; él piensa que tendrá que permanecer a los pies de su padre como un penitente, y en lugar de eso su padre lo abraza y lo besa.
Hay que observar que al padre no le importa si el hijo muestra verdadero arrepentimiento, verdadera contrición. No le deja hablar, le abraza fuerte, le impide hacer gestos penitenciales y expiatorios, y le muestra así su perdón gratuito. Tal como había profetizado Oseas: Dios sigue amando a su pueblo mientras éste se prostituye y, en cuanto puede, lo vuelve a abrazar y lo acoge (cf. Os 1,2; 11,8-9). Sí, este padre era diferente de cómo lo había conocido su hijo menor mientras se quedó en casa y luego huyó lejos: y es como si este descubrimiento lo resucitara, lo pusiera de nuevo en pie, le diera la posibilidad de una nueva vida en comunión con él.
La parábola podría terminar aquí, y la enseñanza de Jesús estaría completa: finalmente el hijo ha conocido el verdadero rostro del padre, un rostro de misericordia, un amor fiel que nunca falla, un amor sin fin... Y en cambio hay una continuación: los pecadores son invitados por la primera parte de la parábola a conocer el verdadero rostro de Dios y por tanto a sentirse perdonados hasta la conversión.
Pero ¿qué pasa con los justos, o más bien, con aquellos que se consideran justos y buenos, como el hijo mayor que permaneció fielmente en casa? La parábola contiene también una lección para ellos, es decir, para el hijo mayor.
Aquí entra en escena cómo un muchacho bueno, diligente y dispuesto, que regresa de los campos donde ha trabajado. Él escucha el sonido de la música y el baile que viene de la casa y se pregunta por qué sucede todo esto. Es un sirviente quien le explica lo sucedido: “Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha matado el becerro cebado, porque lo ha recuperado sano y salvo”. En respuesta, no puede hacer más que enfadarse y prometerse que no participará en una celebración tan injusta para él.
Así que él está afuera, y es el padre quien sale de nuevo, yendo también a su encuentro: le ruega que entre para compartir la alegría de su hermano que estaba prácticamente muerto, pero que ahora es un hombre nuevo. De nada sirve, las palabras de su padre lo irritan aún más: ¡cómo es posible –piensa–, que exista una justicia que debe reinar! Su hermano (de hecho, se vuelve hacia su padre y le dice con desprecio: «Ese hijo tuyo…») se ha ido, lo ha malgastado todo con amigos y prostitutas, se ha divertido y ha estado de juerga, mientras él, en casa, ha tenido que ocuparse de la granja y el rancho. Y ahora, ¿cómo es posible celebrar a aquel que ha regresado, cuando jamás se ha celebrado a aquel que permaneció fielmente en casa?
Entonces en su corazón resuena una palabra como reacción: “¡No es justo!”. Es claro, pues, que incluso este hijo, el mayor, aunque permanecía cerca de su padre, nunca lo había conocido, nunca había leído su corazón, nunca había confiado en él y nada había aprendido de él: ¡por esto juzga y condena! Había permanecido en una casa que, como para su hermano, era una prisión. Había permanecido al lado de un hombre, su padre, a quien nunca había conocido realmente. Es el padre quien debe revelárselo: Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo que es mío es tuyo, podrías libremente haber llevado a un niño a festejar con tus amigos. ¿Por qué no lo hiciste? Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y es hallado.
Ésta es verdaderamente la parábola del amor frustrado de
aquel padre que amó hasta el final (cf. Jn 13,1), totalmente, gratuitamente, y
que en cambio apareció como padre-dueño en virtud de las proyecciones que ambos
hijos hacían sobre él. Siempre sucede así cuando el Padre es Dios, sobre quien
proyectamos nuestras imágenes.
A veces sucede así en las relaciones entre padres e hijos en este mundo. La única diferencia es que el amor de Dios es siempre fiel y misericordioso, mientras que el nuestro... Para el hermano mayor, la tarea sigue siendo no decir más al padre: «este hijo tuyo», sino más bien: «este hermano mío». Es una tarea que nos espera a todos, todos los días.
Afirmar que el hombre es hijo de Dios es fácil, y todos los creyentes lo hacen, porque consideran valiosa esta creencia. Es más difícil decir que el hombre es “mi hermano”, pero esa es precisamente la tarea que nos espera. Dios Padre permanece fuera de la fiesta, al lado de cada uno de nosotros, y nos ruega: “Decid que aquel hombre es vuestro hermano, y entonces podremos entrar y celebrar juntos”.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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