Un padre que quiere hijos y no siervos
La parábola más famosa, más bella, más desconcertante se divide en cuatro secuencias narrativas.
Primera escena. Un padre tenía dos hijos. Un incipit que inmediatamente provoca tensión: en la Biblia las historias de hermanos nunca son fáciles, a menudo hablan de violencia y mentiras. Y de fondo el dolor silencioso de los padres, también de ese padre tan diferente: no impide la decisión del menor; lo entrega en matrimonio a su propia libertad, y como dote indebida le da la mitad de los bienes familiares.
Segundo cuadro. El joven emprende el viaje de la vida, pero sus malas decisiones (despilfarra su dinero viviendo una vida disoluta) le llevan a perder su humanidad: el príncipe soñador se convierte en un sirviente, un porquero que roba bellotas para sobrevivir. Entonces vuelve en sí y ve de nuevo en sueños la casa de su padre, y la siente oler a pan. Hay personas en el mundo que tienen tanta hambre que para ellas Dios (o el padre) sólo puede tener forma de una hogaza de pan (Gandhi).
Él decide intentarlo, no pedirá ser el hijo de ayer, sino uno de los servidores de hoy: ¡trátenme como a un jornalero! Ya no se atreve a buscar un padre, sólo busca un buen amo. Él no regresa porque entendió, él regresa porque tiene hambre. No por amor, sino por la muerte que camina pacientemente a su lado.
Tercera secuencia. El ritmo de la historia cambia, la acción se vuelve acelerada. El hijo se pone en camino y el padre, que espera eternamente abierto, lo ve todavía lejos y corre a su encuentro.
El hombre camina, Dios corre. El hombre se pone en camino, Dios ya ha llegado.
Y Él ya nos ha perdonado de antemano por ser como somos, antes siquiera de que abramos la boca. El tiempo del amor es el prevenir y proveer, el echar los brazos al cuello de alguien, el apresurarse a acariciar después de una larga separación.
Él no pregunta: ¿de dónde vienes?, sino: ¿a dónde vas?
Él no pregunta: ¿Por qué lo hiciste?, sino: ¿Quieres reconstruir la casa?
La Biblia parece preferir las historias de restauración a las de fidelidad inquebrantable. No hay personajes perfectos en la Biblia. La Biblia está llena de historias de personas recogidas de los pantanos, de las cenizas, de una cisterna en el desierto, de una rama de sicomoro, y de sus vuelos renacidos bajo el viento de Dios.
La última escena transcurre en torno a otro hijo, que no sabe sonreír, que no tiene música dentro, que todo lo pesa y lo mide con un corazón mercenario.
Pero el padre, que quiere hijos amados a su alrededor y no siervos asalariados, sale y le ruega, dulcemente, que entre: ven, la vida está en la mesa. Y el final queda abierto.
¿Es justo el padre de la parábola? ¿Es Dios así? ¿Tan excesivo, tanto, tan más allá de la demasía, de la desproporción, de…?
Sí, una inmensa revelación por la que Jesús dará su vida: Dios es amor, exclusivamente amor. El amor no es justo, siempre es más, ciento por uno, la abundancia hasta el exceso. Gracia sobre gracia. La misericordia se ríe del juicio. Pero éste es precisamente el Dios de Jesús, el Dios que nos hace enamorar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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