¿Y si fuera la mujer a predicar la homilía?
Entre las prohibiciones actuales que muchos en la Iglesia Católica discuten con respeto, seriedad, profundizaciones doctrinales y sin disputas ni lógicas de poder a adquirir, hay una en particular que concierne a los fieles laicos, mujeres y hombres, quienes, si bien pueden participar de diversas maneras en el servicio litúrgico, no pueden ofrecer la homilía durante la celebración eucarística. El Código de Derecho Canónico establece claramente que “la homilía… está reservada al sacerdote o al diácono” (canon 767, § 1).
Si esta es la legislación que debe respetarse, sin duda es legítimo plantear preguntas, solicitar aclaraciones y expresar expectativas y deseos de que la autoridad competente revise la legislación actual. ¿Existen razones para tal debate? Así lo creo, como ya lo han hecho teólogos de gran competencia y autoridad, entre ellos Jean-Hervé Nicolas e Yves Congar. Junto a ellos cabe preguntarse: ¿la disciplina actual responde a una necesidad doctrinal u obedece a otras razones...? Y, llegado el caso ¿a qué razones?
En primer lugar, la predicación homilética encomendada a algunos laicos y laicas elegidos y nombrados por el Obispo no sería una novedad en la larga historia de la Iglesia desde la antigüedad. Baste recordar aquí que en la Edad Media, antes de la prohibición de predicar a los laicos establecida en 1228 por Gregorio IX, los Obispos y el Papa concedieron el mandatum praedicandi a algunos laicos y laicas, en un fecundo ejercicio de renovación dentro de los movimientos evangélicos laicos que se desarrollaron en el tiempo de la reforma gregoriana.
Los pobres de Lyon, más tarde llamados Valdenses, los Humillados y otros grupos pidieron al Papa de Roma la aprobación de su forma vitae y el ejercicio de la predicación, recibiendo esta facultad. La vida evangélica de estos predicadores les daba una autoridad de competencia y una coherencia de vida, de modo que su palabra parecía performativa: pensemos en Roberto de Arbrissel (1045-1116), que predicó delante del clero, de los nobles y del pueblo, con la aprobación de Urbano II; o a Norberto de Xanten (1080-1134), quien recibió el officium praedicandi de Gelasio II.
Pero recordemos que esto fue posible también para algunas mujeres, entre las que destaca Hildegarda de Bingen (1098-1179), proclamada Doctora de la Iglesia por Benedicto XVI, abadesa que predicó en diversas catedrales convocada por los Obispos y tuvo entre sus oyentes a Eugenio III.
¿Y hoy? En la Iglesia postconciliar, desde que el Papa Juan XXIII con su discernimiento profético identificó entre los “signos de los tiempos” la entrada de la mujer en la vida pública, hemos escuchado repetidamente voces – empezando por las de los Papas – que se alzan para pedir una mayor valorización de la mujer en la Iglesia, una mayor participación en las diversas instituciones que la gobiernan y organizan, un reconocimiento de todas las facultades que como mujeres bautizadas poseen por derecho propio. No faltan voces que piden la admisión de las mujeres al diaconado o al orden presbiteral, pero sobre este tema hay pronunciamientos recientes y claros del Magisterio.
Hay, en cambio, un camino bastante decisivo para la valorización de la mujer en la Iglesia, una posibilidad que concierne a los fieles más generalmente, hombres y mujeres. Una posibilidad ya experimentada en la historia de la Iglesia y de hecho presente, a pesar de la disciplina actual, en muchas Iglesias Locales: la toma de la palabra en la asamblea litúrgica por parte de fieles laicos, hombres o mujeres.
Y creo que no sólo que las mujeres saben predicar la Palabra de Dios tan bien como los hombres, sino que, leído e interpretado por mujeres preparadas y competentes, el Evangelio adquiere armonías nuevas y diferentes. La Iglesia será más rica cuando las mujeres puedan predicar.
Muchos, incluido el Papa Francisco, advierten contra la “clericalización de las mujeres”, temiendo el peligro de que las mujeres llenen las sacristías en lugar de ser cristianas en el mundo. Creo, sin embargo, que al permitir a algunos laicos ofrecer a veces la homilía durante la liturgia eucarística, no se les está clericalizando, sino que más bien se está reconociendo un don en aquellos de ellos que lo poseen.
En esta posibilidad se podría ver el reconocimiento de la presencia de dones que el Espíritu dispensa como y cuando quiere, manteniendo siempre el necesario discernimiento y reconocimiento por parte del Obispo.
De otra manera, ¿por qué la única voz que proclama el Evangelio en la liturgia es siempre la de un hombre y nunca la de una mujer?
La Iglesia debe expresarse con dos voces, masculina y femenina, porque la lectura y la interpretación de las Sagradas Escrituras adquieren en ambos casos acentos diferentes, lo que sólo puede enriquecer al Pueblo que escucha a Dios.
Pensemos también en la situación de las comunidades monásticas femeninas, donde el capellán, siempre y sólo él, ofrece la homilía cada día y las monjas sólo lo escuchan a él, sin tener nunca la oportunidad de predicar, aunque sean un grupo pequeño y capaces de hacer oír sus respectivas voces de manera autorizada en la liturgia eucarística.
Además, ¿cómo olvidar que Jesús predicó en las sinagogas de Nazaret y de otras ciudades sin ser ni sacerdote ni rabino ordenado, sino que lo hizo por carisma profético y por encargo de los dirigentes de las distintas sinagogas?
Si el apóstol Pablo pudo escribir en el siglo I - «Las
mujeres callen en las congregaciones, porque no se les permite hablar»
(1 Co 14,34) -, hoy, que estamos en el siglo XXI, existe la necesidad, al menos en
Occidente, de que en las asambleas de la Iglesia también se dé la palabra a las
mujeres y se les permita hablar.
¿O va a ser a verdad a estas alturas que el derecho a la palabra en las asambleas litúrgicas es 'cosa de hombres' emulando el eslógan de aquel anuncio publicitario de cierto brandy español?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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