Mi oración al Espíritu Santo y mi reflexión abierta a los
cardenales
El fallecimiento del Papa Francisco ha abierto un periodo
de intensa reflexión y espera para la Iglesia cristiana católica. Mientras el mundo observa a distancia los nueve días de luto, los «novendiali»,
Roma se prepara para acoger un acontecimiento cargado de historia y
espiritualidad: el Cónclave. Entre el 5 y el 9 de mayo, presumiblemente, las
puertas del Palacio Apostólico se cerrarán tras los cardenales electores, iniciando
un proceso, tan humano como divino y viceversa, destinado a designar al sucesor
de Pedro.
Estos días que preceden a la entrada en el recinto
sagrado no son de ocio. Las «Congregaciones Generales», asambleas
preparatorias, animan la vida vaticana. En estas reuniones, el aire se
llena de análisis, debates, silencios… cargados de significado. Pero la
particularidad de este momento reside en una dinámica especial: junto a los 135
cardenales electores, depositarios del derecho y del deber de elegir al nuevo
Pontífice, se sientan también los 117 cardenales que han superado los ochenta
años.
Aunque excluidos de la votación, estos consejeros aportan
el peso de la experiencia, la sabiduría de años de servicio a la Iglesia y una
red de relaciones tejida a lo largo de décadas. Sus palabras, sus opiniones, su
apoyo tácito a un candidato u a otro, …, tendrán un peso nada desdeñable a la
hora de orientar las decisiones de los electores. Son voces que resuenan con el
eco del pasado, capaces de iluminar el presente y sugerir direcciones para el
futuro.
Y es precisamente en esta pluralidad de voces e historias
donde surge uno de los primeros y significativos factores diferenciadores. Los 135 cardenales electores proceden de 71 países diferentes, un mosaico
de culturas, sensibilidades y prioridades pastorales. Más allá del latín,
lengua oficial de la Iglesia, las barreras lingüísticas representan un
reto nada desdeñable para la fluidez del diálogo y la creación de la confianza
mutua necesaria para un discernimiento compartido. Muchos de estos
hombres, aunque comparten el cardenalato, no se conocen íntimamente, no han
compartido itinerarios pastorales significativos. La construcción de
puentes y la comprensión de las diferentes perspectivas requerirán tiempo,
apertura y una sincera voluntad de escuchar.
A esta heterogeneidad humana se suma un obstáculo
numérico nada desdeñable: para elegir al nuevo Papa se requiere una mayoría
cualificada de dos tercios de los votos, es decir, 90 preferencias. Un umbral muy elevado que hace improbable una elección rápida y
previsible. Ningún continente, por sí solo, puede aportar un número suficiente
de cardenales para alcanzar esta cifra. Incluso suponiendo alianzas entre
bloques geográficos, la conquista de los 90 votos se presenta como una empresa
ardua, que requerirá un paciente trabajo de tejido, de compromisos, de
convergencias en torno a una figura que pueda encarnar las esperanzas y las
necesidades de una Iglesia universal.
En este escenario complejo y multifacético, entra en
juego un elemento que trasciende la dinámica humana, por crucial que ésta sea:
la fe en el Espíritu Santo. Para quienes creen,
el Cónclave no es simplemente una asamblea electiva, sino un momento de
profunda invocación y apertura a la guía divina. La oración, el recogimiento
interior, la conciencia de la propia responsabilidad ante Dios y ante la
historia son elementos imprescindibles de este proceso. La convicción de que el
Espíritu Santo puede iluminar las mentes y los corazones de los cardenales,
guiándolos hacia la elección del pastor más adecuado para la Iglesia de hoy,
impregna la atmósfera de espera y esperanza.
El Cónclave se configura, por tanto, como una encrucijada
de variables humanas y divinas. La edad y la
experiencia de los cardenales no electores, la procedencia geográfica y las
afinidades lingüísticas de los electores, la necesidad de alcanzar una mayoría
cualificada tan elevada y, por último, pero no por ello menos importante, la
acción misteriosa y poderosa del Espíritu Santo, son factores que contribuirán
a configurar el resultado de este acontecimiento histórico.
En los días previos al cierre de las puertas del Cónclave
propiamente tal, Roma se convierte en un epicentro de oración y reflexión. Las
«Congregaciones Generales» se convierten en laboratorios de ideas, lugares de
debate y, quizás, de primeras escaramuzas.
Los cardenales, procedentes de los cuatro rincones del
mundo, traen consigo las necesidades de sus Iglesias Locales, los retos de sus
pueblos, sus visiones para el futuro del cristianismo católico. En este diálogo, a veces acalorado, a veces silencioso, se tratará de
discernir los signos de los tiempos, las prioridades para la misión de la
Iglesia en el tercer milenio, el perfil del pastor que sabrá guiar la barca de
Pedro en un mar a menudo tempestuoso.
La espera está llena de interrogantes. ¿Cuál será el peso
de las diferentes sensibilidades teológicas y pastorales? ¿Qué figura logrará
aglutinar un consenso tan amplio? ¿Qué sensibilidad expresará el próximo
Pontífice? Pero más allá de la legítima curiosidad y los análisis
geopolíticos, el Cónclave sigue siendo también un misterio de fe, un momento en
el que la dimensión humana se entrelaza indisolublemente con la espiritual.
Cuando los cardenales electores crucen el umbral de la
Capilla Sixtina, envueltos en la majestuosidad de los frescos de Miguel Ángel,
entrarán como en un tiempo suspendido, marcado por el ritmo antiguo de la
oración y el escrutinio. Una parte del mundo exterior se detendrá, a la espera
del humo que saldrá de la chimenea: negro, señal de que aún no se ha tomado una
decisión; blanco, anuncio gozoso de un nuevo Pastor para la Iglesia universal.
En ese silencio orante y laborioso, se consumirá un acto
de fe y responsabilidad, con la conciencia de que la elección realizada no será
solo fruto de dinámicas humanas, sino también, y ojalá, sobre todo, el
resultado de un humilde y confiado abandono a la voluntad del Espíritu Santo. Y
en ese humo, sea negro o blanco, se manifestará, una vez más, el misterio de la
sucesión apostólica, la perpetuación de esa cadena ininterrumpida que une a Pedro
con sus sucesores, custodios del Evangelio y guías del Pueblo de Dios.
En el marco de esa reflexión inicial, también se perfilan
algunos elementos dignos de ser reflexionados. Yo apunto a continuación, y a
modo de ejemplo, algunos.
Es verdad que la muerte del Papa Francisco, tras una
convalecencia que hasta parecía y prometía estar llegando a su fin, ha tomado
por sorpresa al colegio cardenalicio, hasta tal punto que ahora, para muchos,
parece prematuro indicar nombres para su sucesión. Primero hay que
encontrar un punto de convergencia entre las diferentes sensibilidades sobre
los temas más importantes de la vida de la Iglesia y solo después ver quién
puede hacer suya esta convergencia y convertirla en un programa.
También porque, según la opinión general, es complejo
encontrar nombres de gran calibre. En 2005, cuando murió el Papa Juan Pablo II,
algunos cardenales -Ratzinger y Martini particularmente- tenían un peso propio
que aglutinaba a cardenales de diferentes opiniones. Algo análogo pudo ocurrir
en 2013 con la renuncia del Papa Benedicto XVI entre algunos cardenales -Angelo
Scola y Jorge Mario Bergoglio, por ejemplo-. Hoy, en cambio, el panorama hasta
puede parecer escaso, indescifrable, al menos según algunos.
El primer gran punto de inflexión al que se enfrentarán
los cardenales electores es la forma del papado. Por poner un ejemplo, no es impensable que se debata la posibilidad, en
particular, de incluir la renuncia al trono de Pedro como norma vinculante. La
esperanza de vida se ha alargado mucho: es difícil que un pontífice pueda
gobernar de la mejor manera cuando se acerca a los noventa años. Benedicto XVI,
en este sentido, fue un gran innovador. Los cardenales quizá tengan que debatir:
si consideran que el papado es vitalicio y que, por lo tanto, introducir
canónicamente la norma de la renuncia significa desacralizarlo, o si, por el
contrario, piensan que es razonable y viable tomar otro modelo que contemple
como normativa la renuncia en determinadas circunstancias también, y muy
particularmente, de edad y de salud.
La procedencia geográfica tampoco es algo secundario. La cuestión no es si conviene o no volver a un Obispo de Roma europeo
después del primer pontífice sudamericano. Son otros continentes de la
periferia europea -África y Asia-, con otra frescura y vivacidad, con otra
imaginación y creatividad, lejos del centro neurálgico europeo y romano, desde
donde se puede seguir repensando el cristianismo católico de la Iglesia. Aunque
volver a Europa no es necesariamente un paso atrás. En el corazón del viejo
continente, de hecho, existe una Iglesia que pide reformas en temas delicados y
que sigue sin encontrar quien la escuche. Una realidad muy presente, por poner
un ejemplo, en el mundo alemán. Dar voz a esta Iglesia podría sacar a todo el
cristianismo católico del atolladero en el que la han sumido décadas de cierta
tendencia más bien conservadora.
Hablando de crisis, hay un tema enorme que ya no se puede
eludir: el ministerio ordenado en general y el presbiterado en particular. Para paliar la crisis de ministros ordenados, el Papa Francisco parece
que quería introducir los «viri probati»: hombres mayores y de fe
probada, casados o viudos, que pudieran convertirse en presbíteros y detener
así la hemorragia vocacional. Aunque la obligación del celibato es solo una
norma, y no un dogma, la parte más conservadora de la Iglesia ha vetado la
propuesta y no se ha hecho nada al respecto. Algo análogo ocurre con el ministerio
ordenado femenino. En el mundo protestante, las mujeres ministras ordenadas se
han convertido en algo habitual. En el catolicismo romano siguen siendo un
tabú. ¿Por qué? El tema afecta de cerca a la propia presencia de las mujeres en
la vida de la Iglesia, con la importancia, reiterada por muchas partes, de que
se les confíen cada vez más funciones de liderazgo. El nuevo Papa tendrá que
saber responder a esta realidad.
Pero eso no es todo. También la moral sexual demanda nuevas perspectivas. La sociedad lleva tiempo en otro planeta. ¿O es la
Iglesia la que habita en otro planeta? La eutanasia está admitida en muchos
lugares. El uso de anticonceptivos es una práctica habitual. ¿Cómo debe
comportarse la Iglesia? ¿Debe seguir levantando dificultades o es lícito abrir otras
ventanas de reflexión? Son preguntas importantes, a las que no pocos creyentes ya
se han respondido por sí mismos...
Por último, el gobierno de la propia Iglesia.
Poco después de su elección, el Papa Francisco creó un grupo de cardenales
llamado a gobernar junto a Él. Sin embargo, este gobierno colegiado —más
democrático, si se quiere— tal vez no ha tenido todo el recorrido que se presumía
de él. Para no pocos, ha llegado el momento de que el Papa, y la Santa Sede,
pierdan parte de su poder. ¿Se verá este proceso en el nuevo papado? El proceso
de la sinodalidad, tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias Locales,
supone una manera alternativa de pensar y de decidir como Pueblo de Dios.
En estos días honramos la memoria de un Papa al que
acabamos de despedir para siempre en esta vida. Y, sin embargo, si queremos
mirar a los ojos a los millones de fieles que no están dispuestos a escuchar un
resumen burocrático de su pontificado, si tenemos el valor de subir a ese
pináculo del Templo, en el que el Papa Francisco habitó durante 12 años,
entonces los cardenales tendrán que levantar y ampliar la mirada.
No entenderemos al Papa Francisco mientras lo
encasillemos en el breve espacio de sus doce años de pontificado. Una crónica,
por detallada que sea, no basta. Tampoco lo entenderemos del todo si lo
situamos en toda la parábola de su vida, desde 1936 hasta 2025. Es mucho, pero
no es suficiente. Para comprender su significado, debemos leerlo en una
evolución secular que ha marcado a la Iglesia cristiana católica de manera muy
profunda.
Alguien preguntaba: «¿Cómo fue posible que aquel 13
de marzo de 2013 pudiéramos reconocer, en aquel hombre vestido de blanco, pero
que hacía cosas inauditas ya en los primeros minutos de su pontificado,
precisamente a un Papa?». Y respondía inmediatamente: «Porque el
Concilio nos lo había presagiado».
Es inútil decir que, para algunos, ni siquiera después de
12 años, el reconocimiento ha sido fácil. Si el Concilio Vaticano II no nos ha
hablado, el Papa Francisco sigue siendo para nosotros un extraño, tal vez un
garabato o incluso un peligro. Creo que esto es
una realidad en nuestra Iglesia cuando proliferan tantos movimientos extraños…
al estilo de, por ejemplo, el fenómeno de Belorado, y otros análogos más o menos curiosos, extremos, singulares, etc.
Y ésta es, a mi modo de ver y en último término, la
cuestión más importante: ¿cómo podemos entender la Iglesia del Papa
Francisco y la Iglesia después de Él si no la colocamos entre las condiciones y
variantes de la historia?
Creo que el Papa Francisco, aunque de manera no unívoca y
con una conciencia solo parcial de lo que ocurría en Él y a través de Él, nos
ha mostrado, de repente, un modelo de papado que ya no es el modelo heredado
por Él.
Dicho con otras palabras, el Papa Francisco ha
iniciado un «nuevo modelo», ha inaugurado un «cambio de paradigma». Más
aún porque vino después de Benedicto XVI, que representó, en cierto modo, la
culminación del modelo anterior de papado. Con el Papa Francisco se sale
de ese paradigma de papado y de Iglesia. Se hace de forma inicial, no siempre del
todo coherente, con sus deficiencias y limitaciones, …, pero se hace.
En la historia, el modelo moderno de Iglesia católica
nació con el Concilio de Trento. Para nacer, ese modelo tuvo que repensar
profundamente el modelo medieval, transformándolo en un «sistema». El Concilio
de Trento nos dio un «sistema» de referencia asegurado entre el mundo y el
Evangelio, de una manera realmente relevante para estar en el mundo y dialogar
con él.
Ese modelo entró en crisis con el surgimiento del Estado
liberal. Así, tuvo que transformarse a lo largo de todo el siglo XIX, hasta
perfeccionar la versión decimonónica de ese modelo con el Código de Derecho
Canónico de 1917.
El paradigma eclesial comenzó a replegarse sobre sí
mismo. Descubre -o se ve obligado a descubrir- una nueva autorreferencialidad,
hasta construir un «ordenamiento jurídico paralelo» que inmuniza el papado (y
la Iglesia) del mundo. La Iglesia autorreferencial es una invención de los
siglos XIX y XX y se afirma, con soberanía y decisión, hasta los años 50 del
siglo XX.
En este mundo, la Iglesia hasta cambia de perspectiva: se
convierte en «contra el mundo moderno». El antimodernismo que caracteriza a
esta Iglesia, a menudo sin que se fuera consciente de ello, era la negación más
radical del espíritu con el que el Concilio de Trento había entendido sus
«decretos de reforma». Se quería ser tridentino, pero se enterraba la gran idea
del Concilio de Trento.
El Concilio Vaticano II, como una primavera inesperada,
introdujo una profunda revisión de aquel modelo, pero solo inauguró un espacio
de reforma, que fue ocupado inmediatamente por la liturgia, pero a la que
siguió muy poca otra reforma de hecho… De hecho, ya a finales de los años 70,
comenzó una fase de resistencia al Concilio Vaticano II.
La llegada del Papa Francisco ha supuesto muchas cosas al
mismo tiempo: el efecto de un Papa americano (de cultura y de cristianismo
latinoamericanos) sobre el gobierno romano; la experiencia de la Iglesia pobre
de Sudamérica que interfiere con las diplomacias europeas ricas; el uso, a
veces apropiado y a veces inapropiado, de un lenguaje informal y libre por
parte del «soberano»; por parte de quien las categorías jurídicas definen como
infalible (en determinadas condiciones) y dotado (siempre) de jurisdicción
universal e inmediata, al ser titular, en su persona, de todo el poder
legislativo, ejecutivo y judicial (en el Estado de la Ciudad del Vaticano y, mutatis
mutandis, en la Iglesia), la inesperada confesión con la que llega a decir:
«¿Quién soy yo para juzgar?».
Y, sin embargo, y haciendo memoria, todo había comenzado
ya en aquella Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, con la necesidad de
pensar en una «Iglesia en salida», es decir, capaz de superar la
característica más acentuada de la Iglesia católica después de 1870, tras la
pérdida del poder temporal: su autorreferencialidad.
Aquí está, en mi opinión, el signo de los tiempos, el
«cambio de paradigma»: reabrir la Iglesia a la referencialidad hacia otro,
liberándola de la autorreferencialidad. Esto significa salir de los lenguajes
tridentinos, que en sí mismos no son autorreferenciales, pero que lo han sido
por cómo se han interpretado en los últimos dos siglos, para responder al
trauma que la modernidad liberal ha supuesto para la Iglesia.
No es casualidad que el Papa Francisco, en algunos sus
documentos más importantes, como Evangelii Gaudium, Laudato sì, Fratelli
tutti, Desiderio desideravi, utilice la teología medieval, los santos,
la literatura, la historia, el arte, para salir de las categorías que hacen
«rígida» la Tradición.
Una imagen, la de la «carne tierna», de un discurso
suyo en Florencia, en el año 2015 (https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/november/documents/papa-francesco_20151110_firenze-convegno-chiesa-italiana.html),
es quizás uno de los momentos emblemáticos del nuevo paradigma que el Papa
Francisco introduce en el papado y en la Iglesia: «La doctrina cristiana
no es un sistema cerrado, incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes,
sino que está viva, sabe inquietar, animar. No tiene un rostro rígido, tiene un
cuerpo que se mueve y se desarrolla, tiene carne tierna: se llama Jesucristo».
Ese modelo nuevo, pero tradicional, porque alimentado por
una tradición no moderna sino la más original y genuina, que el Concilio
Vaticano II había introducido como una cascada de agua pura, y que el lenguaje
institucional eclesiástico había tratado de agotar entre los años 70 y la
primera década del nuevo milenio, de repente, con el Papa Francisco, se
encontró hablando y actuando en lo más alto de la jerarquía. No en vano la
Iglesia quería traducir como «pirámide invertida».
Esta imagen, unida a un testimonio continuo y a una serie
de discursos y medidas, no es garantía ni de un vuelco ni, mucho menos, de una
revolución. Pero, al igual que el Papa Francisco fue reconocido gracias a
un presentimiento que el Concilio Vaticano II nos había confiado 50 años antes
en el secreto de nuestros corazones, hoy ha nacido el presentimiento de que lo
que hemos visto nacer en el Papa Francisco ahora puede y debe crecer, dar
forma, contenido y colores nuevos.
Este presentimiento se ha arraigado en nuestros corazones
—y por ello debemos dar gracias a Dios que ha dispuesto estos 12 años de
magisterio del Papa Francisco—, y con esta esperanza reavivada por Él, queremos
mirar a la Iglesia después de Él.
Ese presentimiento de lo que puede suceder ha sido
reavivado y alimentado por sus palabras y sus gestos inolvidables, tan llenos
de gracia y tan ricos en fe, dentro de una Iglesia finalmente reconocida en su
pluralidad de cinco continentes, en la que la unidad solo puede construirse en
la diferencia acogida y reconocida, escuchada y bendecida.
Ojalá no haya llegado el tiempo de que alguien decida que,
en el futuro, y desde Roma, se eviten estos «graves excesos» ahora que hemos
presentido, también gracias al Papa Francisco, que hay otra manera de concebir
y de realizar el servicio de gobierno en la Iglesia, y la doctrina, la
pastoral, la disciplina… eclesiales.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF