miércoles, 30 de abril de 2025

La política - una visión del Papa Francisco -.

La política - una visión del Papa Francisco -


En los días posteriores a la muerte del Papa Francisco, el torbellino mediático calificó de manera superficial y, en ocasiones, vulgar, la enseñanza del Obispo de Roma con expresiones y declinaciones que lo veían ora como líder revolucionario del progresismo de izquierda, ora como defensor de una conservación autocrática típica de la derecha. 

Este torbellino fue alimentado también por un grupo no muy numeroso de intelectuales y pensadores católicos que, olvidando la famosa expresión del Papa Francisco -«la realidad es superior a la idea»-, interpretaron el magisterio del Papa «venido del fin del mundo» a través de construcciones mentales personales que parecían muy alejadas de la concreción de los documentos, los gestos y las palabras del Papa Francisco. 

En particular, en lo que respecta a la enseñanza social del Papa Francisco, creo que es necesaria una reflexión que, más que vislumbrar tendencias políticas de derecha o de izquierda por todas partes, se centre en la proximidad o la lejanía de la obra política de la fuente inspiradora del mensaje evangélico. 

Según el Papa Francisco, de hecho, el anuncio del Evangelio no puede sino conducir a una acción política auténticamente humana, es decir, capaz de promover y proteger la dignidad de todo ser humano. La relectura de una parte de su magisterio —la que se desprende de sus discursos— puede, en mi opinión, perfilarse como una oportunidad para mostrar la orientación del difunto Obispo de Roma sobre este tema. 

Los discursos que el Papa Francisco dirigió a los movimientos populares entre 2014 y 2016 son un intento de devolver la centralidad social, política y cultural a grupos de hombres y mujeres que se comprometen en los territorios para generar una alternativa a las distorsiones producidas por el capitalismo. 

El núcleo de su mensaje se refiere a la exclusión de los pobres, pero también a su intento de cambiar la realidad a partir de una visión del mundo centrada en la defensa de los derechos humanos, la salvaguarda de la tierra y una economía solidaria. 

Además de denunciar los males producidos por la «cultura de la indiferencia», el Papa Francisco propone un pensamiento social arraigado en la labor destinada a conseguir tierra, vivienda y trabajo para todos los hombres. Se trata de una actividad destinada a apoyar un proyecto de vida que rechaza el consumismo y recupera la solidaridad, la austeridad, el amor al prójimo y el respeto por la naturaleza como valores esenciales. 

Siguiendo la enseñanza social de la Iglesia, el Papa Francisco no ha presentado proyectos para salir de la crisis, sino que ha señalado un camino de fraternidad capaz de tener repercusiones sociales y políticas. Esto es evidente en su razonamiento centrado en una idea de justicia destinada al reparto de las riquezas comunes, en lugar de una noción eficientista que enriquece a unos pocos a expensas de la mayoría. 

En opinión del Papa Francisco, el fin de la acción de los pueblos es la justicia, es decir, la generación de condiciones de vida dignas para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. El pontífice recordaba a los movimientos populares que el fundamento bíblico de la justicia se basa en la convicción de que la creación no es una propiedad de la que podamos disponer a nuestro antojo, sino un don, un regalo que Dios nos ha dado para que lo cuidemos y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con respeto y gratitud. 

La del Papa Francisco fue una invitación a la sociedad y a la política a buscar una justicia capaz de considerar que «antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho» [Francisco, Encuentro con los miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 25 de septiembre de 2015: https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/september/documents/papa-francesco_20150925_onu-visita.html]. 

Muchos de los miembros de los movimientos populares, como millones de otras personas, viven en primera persona la desigualdad y la exclusión, que se traducen en la falta de trabajo, de tierra, de vivienda o en la negación de los derechos sociales. 

El compromiso por superar las injusticias es, en el magisterio del Papa Francisco, un verdadero mandamiento destinado a la distribución equitativa de los frutos de la tierra y del trabajo del hombre. Para ello, tanto los miembros de la sociedad como los representantes de las instituciones deben comprometerse a conocer el punto de vista de los más desfavorecidos, que es la mejor escuela para comprender cuáles son las necesidades más reales y poner al descubierto las soluciones que son solo aparentes. 

Para sostener esta perspectiva, necesitamos una política y una economía que vuelvan a centrarse en la ética. Con este fin, se invita a los creyentes a comprometerse en las sociedades plurales de hoy. 

Los discursos a los movimientos populares nos invitan a leer la vida cotidiana a la luz de la fe vivida más allá de las apariencias para comprender lo que realmente está en juego. El Papa Francisco ha proclamado el mensaje cristiano con gestos y palabras de denuncia sin miedo a las injustas desigualdades sociales. 

Se trata de un Evangelio que no se reduce exclusivamente a su incidencia histórico-política, sino que es capaz de integrarla en la misión evangelizadora de la Iglesia, de modo que los pobres, los marginados y los oprimidos, que durante mucho tiempo han sido silenciados o ausentes, se hacen presentes. 

En esta lógica, la comunidad eclesial es capaz de salir de su propio mundo —y de una visión egocéntrica de su compromiso y de su vida— para llegar a las periferias de la sociedad, no solo geográficas, sino también existenciales. En la perspectiva que el Papa Francisco ha indicado a los movimientos populares, ocuparse de las periferias y de quienes las habitan significa redescubrir las raíces profundas del cristianismo, que a menudo han sido oscurecidas por batallas culturales destinadas a orientar la moral pública. 

De ello se deduce que lo que el Papa Francisco propone en sus discursos a los movimientos populares es un cristianismo que no mira a la sociedad «desde arriba», desde las categorías políticas de derecha o izquierda, sino que se sumerge en la pluralidad cultural actual para promover su especificidad inspirada en la fe. 

De aquí se desprende que, a la luz de esta conciencia, son precisamente los cristianos los que están en primera línea del compromiso por una política, una economía y una sociedad más humanas y justas. Sobre estos temas, como sobre muchos otros, el magisterio del Papa Francisco seguirá siendo patrimonio de la Iglesia, del que los creyentes seguirán extrayendo inspiración y orientación a lo largo del tiempo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El Papa Francisco y el Cántico de las Criaturas.

El Papa Francisco y el Cántico de las Criaturas

 

Alabado seas, mi Señor, por todas tus criaturas, 

porque las has hecho hermosas y cada una de ellas nos da alegría. 

Y especialmente al sol, que nos ilumina y nos calienta con su calor; 

Alabado seas, mi Señor, por el don del Papa Francisco, que ha aparecido como un sol naciente en estos tiempos, nuestro guía y pastor. 

Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas que por todas tus criaturas resplandecen en el firmamento luminosas y hermosas; 

Alabado seas, mi Señor, por sus pensamientos y palabras, sus exhortaciones y caricias, sus sonrisas siempre encendidas y especiales y sus modales sencillamente normales. 

Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua, tan humilde y preciosa; 

Por sus vestidos blancos, sus zapatos negros y gastados, su gusto por las cosas bellas, la música, la prosa. 

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego que nos ilumina la noche; 

Pero solo ahora que llega la noche, después de haber caminado tanto, a menudo desanimados y decepcionados, solo ahora que su compañía parece desvanecerse y desaparecer para siempre de nuestra vista, solo ahora nos damos cuenta de que: «¿Acaso no ardía nuestro corazón en nuestro pecho?». 

Alabado seas, Señor, por el hermano viento y por el hermano aire; 

por el soplo de aire fresco y genuino, antiguo y nuevo, que en estos doce años ha entrado fluyendo en nuestros pulmones asfixiados de cristianismo encorsetado y rígido. 

Por las nubes y el cielo sereno, por la lluvia y por el firmamento; 

Alabado seas, Señor, por la tormenta que ha lavado el barro y las incrustaciones que se habían acumulado durante décadas en nosotros, los practicantes, liberando nuestra imagen oculta de «profetas» y su inmenso potencial, y ahora que por fin brilla el cielo sereno, podemos volver a contemplarlo. 

Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana madre tierra, que nos nutre y nos gobierna, oh Señor Altísimo; 

con todas las criaturas que la habitan junto a nosotros, siempre en el primer lugar de su corazón, siempre dispuestos a reflexionar que ninguna es superior a las demás, que es nuestro antropocentrismo el que nos hace creer que somos el centro del cosmos, cuando solo somos una parte de él; así pidió el Papa Francisco devolver el ser humano a la tierra, para seguir siendo uno con ella y poder a su vez nutrirla, para que siga siendo nutritiva y madre. 

Alabado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor; 

No por amor al Señor, sino por el amor que el Señor ha derramado sobre nosotros, con amor, como el Señor, como un hombre vestido de blanco, inclinado sobre una humanidad desgarrada, destrozada, encontrada a menudo en las periferias de la existencia, una humanidad a veces rota, formada también por los desheredados, ancianos, solos, viudas, mujeres, prostitutas, niños, homosexuales, transexuales, divorciados, migrantes, a todos hay que abrazarlos y repararlos, nunca juzgarlos, cuidarlos en un... «hospital de campaña». 

Alabado seas, Señor, por tu amor misericordioso que celebramos en este año jubilar y santo de la esperanza... para volver a ser Año de Gracia y Buena Noticia de Reino. 

Y por el alma, que has vuelto a hacer visible en una Iglesia que a veces parece carecer de ella. 

Alabado seas, Señor, también por nuestra hermana muerte corporal, 

Y de nuevo por el Papa Francisco también él tendido y descansando en la entraña de la tierra de forma totalmente normal. 

Oh Señor Altísimo, Aleluya. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

martes, 29 de abril de 2025

Es cuestión de soñar con creatividad e imaginación.

Es cuestión de soñar con creatividad e imaginación

Hay una palabra que el Papa Francisco ha devuelto a la Iglesia con una fuerza inaudita: ternura. 

La ternura no es un sentimiento débil. Es una fuerza desarmada y muy poderosa que se atreve a acercarse a las heridas sin miedo a contagiarse. 

Es el estilo que el Papa Francisco ha imprimido a la Iglesia: no el poder de los grandes discursos, ni la seducción del poder, sino la sencillez desarmante de quien sabe inclinarse ante los desechos del mundo. 

En una época que premia la eficiencia y la apariencia, el Papa Francisco ha tenido el valor de decir que el verdadero poder es servir, y que el verdadero éxito de una Iglesia no se mide por los números, sino por el abrazo dado a quienes ya nadie quiere mirar. 

Hay una imagen que dice más del Papa Francisco que mil discursos: un hombre vestido de blanco que, sin miedo, se inclina para besar los pies de migrantes, incluso musulmanes, de presos, de marginados. 

Desde aquel 13 de marzo de 2013, cuando se asomó a la Logia de San Pedro y pidió al pueblo que rezara por Él antes incluso de bendecirlo, su mensaje ha sido claro: la Iglesia debe parecerse a Jesús, y Jesús caminaba entre la gente. 

El Papa Francisco soñaba con una Iglesia que no se encerrara en palacios dorados, sino que saliera, se ensuciara, se hiriera. Una Iglesia que no teme el polvo de las calles ni las lágrimas de los hombres. Una «Iglesia en salida», como le gustaba repetir, que corre al encuentro de los pobres, de los olvidados, de los que lo han perdido todo menos la esperanza. Ahí es donde se encuentra realmente Dios: en los rostros surcados por el cansancio, en las manos callosas, en los corazones heridos. 

No es una elección de estilo, es una cuestión de fe. Para el Papa Francisco, cada persona descartada por el mundo es una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Y la Iglesia, si quiere ser fiel a su Señor, debe inclinarse sobre estas heridas sin miedo, sin medida. 

En una época que construye muros y levanta barreras, el Papa construía puentes. No solamente con palabras, sino también con gestos sencillos y revolucionarios: abrazando a niños enfermos, deteniéndose a hablar con quienes viven en la calle, eligiendo vivir con sobriedad. «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y sucia por haber salido a la calle», escribió, «antes que una Iglesia enferma por el encierro». 

Su sueño era una Iglesia «del pueblo», no porque se rebajara al consenso, sino porque sabe que pertenece a quienes no tienen voz, a quienes el mundo descarta. Es una Iglesia que no se avergüenza de sus heridas, que las muestra como medallas de amor. Una Iglesia que no pregunta de dónde vienes, qué idioma hablas, cuál es tu pecado, sino que te abre los brazos y te llama hijo. 

Su idea de «Iglesia en salida» no es una moda lingüística: es un terremoto espiritual. 

Es la convicción de que no se puede permanecer a salvo tras los muros de las sacristías, mientras fuera el mundo sangra. Es la imagen de una comunidad que sabe caminar, incluso tropezar, con tal de no quedarse inmóvil. Una Iglesia que no teme perder privilegios si eso significa ganar un solo hermano más. 

Pero el sueño del Papa Francisco no nace de una improvisación personal: está profundamente arraigado en el gran acontecimiento que marcó a la Iglesia contemporánea, el Concilio Vaticano II. 

El Papa Francisco ha querido reavivar esa llama, esa llamada a la renovación, que el Concilio había encendido pero que en demasiados casos había sido sofocada por el miedo o la costumbre. Vivir una Iglesia abierta, dialogante, misionera, pobre entre los pobres: este es el corazón palpitante del Vaticano II que el Papa Francisco, con gestos concretos y palabras valientes, trataba de traducir cada día a la vida real. 

Para el Papa Francisco, todo el Pueblo de Dios es sujeto activo de la misión de la Iglesia. Francisco ha actuado para abrir caminos hacia una «Iglesia con la pirámide invertida», en la que el propio Papa se ponía a escuchar. 

El Papa Francisco ha devuelto la voz a los invisibles, a los excluidos, a los «descartados» de la globalización: migrantes, pobres, víctimas de la guerra, presos, olvidados. No como un benefactor distante, sino como un hermano que comparte el mismo polvo del camino, la misma hambre de justicia y de amor. 

Con el mismo espíritu, abrió los brazos a quienes durante demasiado tiempo se han sentido marginados incluso por la Iglesia: la comunidad LGBTI+, los separados, los divorciados vueltos a casar. 

«¿Quién soy yo para juzgar?», dijo con una sencillez que dio la vuelta al mundo. No es un eslogan, sino un programa pastoral: reconocer que cada persona es amada por Dios más allá de sus fragilidades, de sus historias, de sus heridas. 

A los separados y divorciados les tendió la mano con delicadeza, abriendo caminos de discernimiento y acogida, recordando que la misericordia es más fuerte que cualquier herida y que el fracaso no puede ser la última palabra en la vida de nadie. 

El Papa Francisco caminaba con paso cansado, a veces encorvado por el peso de las expectativas y las resistencias. Pero siguió caminando. Porque sabía que la única Iglesia fiel al Evangelio es la que sabe perder por amor, la que sabe abandonar su comodidad por una sonrisa, la que sabe salir incluso en la noche más oscura para llevar una pequeña luz. 

Y tal vez, en este tiempo difícil y temeroso, su sueño es más necesario que nunca: una Iglesia capaz de acoger, de perdonar, de amar sin medida. Una Iglesia que no sea perfecta, pero profundamente humana, como el corazón de Cristo. 

Una Iglesia que tenga el valor de realizar hasta el final el sueño del Concilio Vaticano II: una Iglesia que no se cierre por miedo, sino que se abra por amor. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Todos, todos, todos: una Iglesia abierta e inclusiva.

Todos, todos, todos: una Iglesia abierta e inclusiva 

El momento de la ternura y la gratitud puede ahora comenzar a interiorizarse. No por ello hay que liberarse apresuradamente de la emoción, para entregarse a la excitación mediática —humana, pero incluso demasiado humana— del inminente cónclave. 

En este espacio intermedio, por así decirlo, es posible honrar los buenos impulsos heredados del ministerio del Papa Francisco, mirando la realidad a la que remiten y que interpela a la Iglesia. Me limito a evocar dos horizontes del cambio de época que imponen una cultura cristiana radicalmente nueva, en la que está destinada a florecer una nueva evangelización. 

El primero podría describirse así. La Iglesia de Jesús no se hace solo con los que «vienen a la Iglesia». Cuando se hace solo con ellos, la Iglesia pierde impulso, pierde su misión, se vuelve autorreferencial, incluso se corrompe. 

El Papa Francisco se ha esforzado apasionadamente por re-aclimatarnos a esta evidencia, en la que resplandece la novedad de la revelación de Jesús. Lo ha hecho de manera directa, imaginativa, gestual, con sus palabras y sus actos. Lo ha hecho devolviendo vigor a la novedad evangélica de la palabra y la práctica de los interlocutores que Jesús encuentra entre los oyentes aparentemente menos aptos para comprender el paso del reino de Dios y encontrar el camino de la fe. 

La samaritana, la cananea, Zaqueo, el centurión, el ciego, el ladrón, el leproso y muchos otros… Figuras unidas por la dramática pobreza de una existencia herida, metáforas de la extrañeza humana respecto a la perfección moral. 

Todos ellos no fueron convocados a seguir a los discípulos designados como testigos y guardianes del ministerio que hace reconocible a Jesús, hasta que «Él venga». Sin embargo, todos ellos también incluidos en el perímetro evangélico de la ekklesia, de la asamblea que nace de la palabra y la acción de Jesús (LG, 9). Y no pocas veces gratificados explícitamente con el reconocimiento de una fe que «salva». 

¿Aprenderemos a habitar institucional y alegremente esta Iglesia «ampliada» (que Pablo VI ya había descrito perfectamente en su Encíclica Ecclesiam suam, de 1964, y que no fue escuchada)? 

La rehabilitación de la sinodalidad, lo más inclusiva posible -«Todos, todos, todos»-, ya ha puesto de manifiesto la incomodidad de una Iglesia que ya no está acostumbrada a la amplitud de la asamblea de Jesús. Re-aclimatarse a la misión —abrir el Reino de Dios, antes que fortalecer la institución o defender la estructura — marcará la diferencia. 

El segundo rasgo podría ser evocado de esta manera. El mundo actual avanza, en orden disperso, hacia «la guerra mundial por partes». Este efecto global de diseminación de la violencia depredadora, que está contaminando también los vínculos individuales, es generado por la erosión de los dispositivos de neutralización de los impulsos propietarios y auto-celebratorios del ego. 

Antes de que los «fragmentos» de la violencia liberalizada se unan irreversiblemente, es urgente lanzar una visión «profética» de su dramática estupidez. Por supuesto, la aceleración exponencial de la tecnocracia no ayuda en esto. El algoritmo ofrece una poderosa y seductora exhibición de racionalidad superior. 

En este contexto, incluso la mera evocación de los valores de los buenos tiempos pasados queda reducida a cero. La apuesta por la semilla evangélica es hoy la medida más racional. Se trata de lanzar el corazón más allá del obstáculo y dedicarse a la creación de un lenguaje humanista. 

La «fraternidad», como horizonte del carácter generativo y no destructivo, de la convivencia civil, es sin duda una categoría del lenguaje cristiano que contrasta con el nihilismo de la autorrealización. Sin embargo, el cristianismo no podrá reavivar la chispa de su alcance antropológico —y no solo místico— sin elaborar una cultura política capaz de afianzar la conciencia y hacer practicable la libertad. 

Quizás debamos dejar de considerar simples «paradojas» evangélicas las instrucciones de Jesús sobre el amor a los enemigos que nos hace humanos, sobre el sacrificio de la propia vida para ganarla, sobre la capacidad de los padres de emocionarse por el hijo encontrado, sobre la fiesta del cielo por una conversión humanamente impensable. 

En estas figuras límite de la radicalidad evangélica se esconde, sin embargo, una antropología aún inexplorada que debemos «inventar», sacar a la luz y poner en red. Es una antropología más culta y más creyente que la santa ignorancia que elimina el pensamiento de la fe, más dialéctica y más astuta que el torpe neoliberalismo que acumula beneficios sin decencia y sin sentido. 

Existen fuerzas, religiosas y laicas, que comparten la crisis de rechazo y están dispuestas a aliarse. ¿Seremos capaces de extraer de la fe evangélica la cultura de un humanismo civil que entierre en la vergüenza las nuevas impunidades del delirio de omnipotencia (ya sea religioso, económico o tecnocrático)? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

¿Me amas?

¿Me amas? 

En estos días en los que tanto se habla del Papa Francisco, creo que corremos el riesgo —tomando prestado el título de una famosa canción de los Rolling Stones— de quedarnos en «The singer but not the song» -“El cantante, no la canción”-. 

Si cada uno de nosotros acogiera aunque fuera una sola palabra del magisterio de las palabras y los gestos del Papa Francisco -pensemos, por ejemplo, en su último llamamiento a «desarmar las palabras para desarmar las mentes y desarmar la Tierra»-, habríamos encontrado la mejor manera de honrar la memoria y acoger el testigo de quien se ha convertido en profeta no escuchado de la paz que todos deseamos. 

O pensemos en la Exhortación Apostólica «Evangelii gaudium», archivada en un cajón en menos que canta un pájaro. Sin embargo, el Papa Francisco nos exhortaba a «volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio», recuperando el criterio apostólico de la alegría. En cambio, hemos preferido quedarnos con eslóganes fáciles: «Iglesia en salida», «el tiempo es más importante que el espacio», «la realidad es más importante que la idea», «pastores con olor a ovejas» o el más reciente, que parece ser la sal de todos los guisos, «estilo sinodal». 

Y que nos quedamos en «el cantante» lo demuestra también el hecho de que, en el lenguaje común, se pone el acento en la incógnita sobre el sucesor «del Papa Francisco», olvidando que, nunca como en este caso, nadie sucede a otro. Cada Papa, de hecho, es elegido para ser el sucesor del Apóstol Pedro en el delicado ministerio de confirmar a los hermanos en la fe como Obispo de Roma. Antes que honrar la agenda dejada por su predecesor, Pedro está llamado a honrar una mucho más exigente, la que brota de su fe en Cristo Señor. 

Lo que dice San Pablo cuando, casi extasiado, escribe a los romanos, se aplica al Papa Francisco, como a Benedicto XVI y a todos los demás antes que ellos, cuando se deja llevar por estas palabras: «¡Cuán insondables son sus juicios e inaccesibles sus caminos!». En verdad, «¿quién ha podido conocer su pensamiento?». 

Un ejemplo de ello es lo que ocurre en Cesarea de Filipo, cuando Jesús decide construir su comunidad sobre la fe de un hombre sincero y generoso. Habríamos esperado que el Señor se apoyara en la sabiduría de un erudito o en la habilidad de un hombre prudente, en la iniciativa de un hombre de negocios o en la fuerza de un hombre poderoso. Pero no fue así. 

La Iglesia se edifica sobre la confianza de un hombre expuesto a muchas limitaciones y dificultades, un hombre que querría seguir a Jesús hasta el final, incluso hasta la muerte, pero que no tarda en renegar de Él; un hombre que se arrepiente y traiciona; un hombre que siente el deseo de lanzarse de cabeza a las cosas de Dios, pero que también siente todo el atractivo de la autoconservación. 

¡Cuánto siento cerca a este hombre! ¡Cuánto me siento yo también como Pedro! Una herida (no lo olvidemos) en el «principio» de la comunidad cristiana, pero es precisamente a través de esta herida por donde pasa la luz, la gracia, la vida. 

La suya es una roca que no tardará en desmoronarse precisamente en el momento en que más debería resistir: de hecho, en el momento de la prueba falla, en el momento de la maldad Pedro se vuelve cobarde, en el momento de la soledad y el abandono se deja vencer por el miedo a verse involucrado a un alto precio. ¡Y sin embargo había hecho la más hermosa profesión de fe! 

Pero ¿qué había visto el Señor tan interesante en un hombre como Pedro? 

La fe que se deja instruir continuamente por Dios y que no duda en expresar lo que lleva en el corazón.

La fe que se deja cambiar de mirada y de juicio. Hasta ese momento, Pedro tenía otros criterios de referencia: su mundo afectivo, su oficio, su religiosidad. Con su respuesta, afirma que la persona de Jesús y la fe en Él marcan una nueva forma de ver las cosas. 

Justo como cuando uno se enamora: nada es como antes. Y será precisamente esa fe la que marcará la diferencia con Judas el día en que, después de haber renegado tres veces del Maestro, se abandonará a lágrimas de purificación y arrepentimiento. 

Jesús reconoce en Pedro la fe que acepta ser moldeada no por los éxitos, sino por las derrotas reinterpretadas como una oportunidad para una verdad más profunda sobre sí mismo. No una fe que se esgrime, sino aquella que llega a reconocer con humildad: «Señor, tú lo sabes todo». No la fe del fundamentalista, sino la del pecador que dice: «Apártate de mí». 

Aquel día, en Cesarea, fue fácil exclamar: «Tú eres el Cristo». Sin embargo, la fe de Pedro necesitará ser instruida sobre el hecho de que la imagen de Cristo no es algo estático y fijado de una vez por todas. Es fácil, en un momento de entusiasmo, decir «Tú eres el Cristo»; no es lo mismo cuando empiezas a sentir en tu propia piel la fatiga de permanecer fiel al Señor, que parece casi divertirse desmintiendo tus expectativas; y sin duda no lo será más adelante, cuando la tierra parezca fallar bajo tus pies. 

Llega para todos la hora de Cesarea, es decir, el momento en que se nos pide que saquemos a la luz lo que hemos dejado sedimentar en lo más profundo de nuestro corazón. Llega para todos la hora en que se nos pide que nos declaremos, sabiendo que decir quién es él no deja de tener consecuencias sobre la forma de entender quiénes somos nosotros. 

Quizás, con un poco de humildad, deberíamos reconocer que somos pobres en el conocimiento verdadero de Jesús, superficiales en la experiencia de la fe, inconstantes en nuestras opciones. 

«¡Cuán insondables son sus juicios e inaccesibles sus caminos!». 

¿Qué motivo tenemos para merecer la confianza de Dios, que sigue poniendo en nuestras manos lo más preciado que tiene: su palabra, sus gestos, …, su amistad? Sin embargo, nuestros pecados le son conocidos, como no se le escapan muchos de nuestros gestos torpes. Pero a Él le interesa la confianza que tenemos en Él y el amor que nos une a Él. Eso basta. 

Por eso amo al Señor y amo a la Iglesia: porque no deja de confiar en Pedro, en mí, en ti, en hombres que no son piedras talladas, sino simplemente hombres, con todo lo que eso significa. Todos somos, en mayor o menor medida, piedras recogidas aquí y allá, piedras de desecho que el Señor ha elegido para construir su comunidad. 

No fundó la Iglesia sobre el integrismo de los puros, sino sobre la humilde conciencia de quien sabe que no es mejor que nadie. Es a Pedro a quien se le pedirá que confirme a los hermanos, una vez superada la prueba. Y sabemos que en esa prueba Pedro tropezó y cayó. 

Cuánta gente, también hoy, se siente fascinada por lenguajes misteriosos, palabras arcanas, experiencias místicas, y se pone en busca de lo que suscita asombro y admiración. No es así el Señor: Él sigue eligiendo a Pedro, sigue eligiéndome a mí, sigue eligiéndote a ti. 

Hombres y mujeres de fe sincera, mezclada con muchas fragilidades y debilidades, único antídoto para no convertirnos en hombres y mujeres soberbios, siempre necesitados de ser engendrados por el abrazo de la misericordia y de ser confirmados en su fe. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


Urgencia de despertares.

Urgencia de despertares


Despertar exteriormente significa tomar plena conciencia de lo que realmente está sucediendo en nuestro mundo, más allá de la propaganda y de lo que nos han enseñado. Aprender a conocer todas las formas en que hemos sido engañados y manipulados, aprender la verdad sobre la guerra, el militarismo, el imperialismo, el capitalismo, el autoritarismo, el ecocidio y todos los abusos e injusticias interrelacionados causados por los sistemas y estructuras de poder en los que vivimos.

 

Despertar interiormente significa tomar plena conciencia de las formas en que nos hemos engañado a nosotros mismos. Hacer el trabajo interior necesario para traer a la conciencia las ilusiones y disfunciones que tenemos dentro de nosotros y descubrir qué hay de verdadero en nuestras creencias indiscutibles sobre los elementos fundamentales de nuestra experiencia, como el yo, el otro, el tiempo y el espacio.

 

Ambas cosas son necesarias si nuestra especie quiere sobrevivir en el futuro. No seremos capaces de organizar colectivamente el derrocamiento de los sistemas opresivos que nos están llevando a la extinción y a la distopía hasta que un número suficiente de nosotros tenga una comprensión clara de cómo funciona realmente nuestro mundo, y no podremos actuar como individuos para dar origen a un mundo sano si seguimos siendo salvajemente disfuncionales y egoístamente encantados.

 

Aunque ambos tipos de despertar tienen áreas de superposición, es perfectamente posible estar muy despierto en uno y dormido en el otro. La mayoría de los maestros de iluminación han pasado su vida centrándose por completo en el despertar interior, pero si consigues que hablen de política y asuntos exteriores, descubrirás que tienden a seguir ampliamente adoctrinados en la visión del mundo de la CNN.

 

Cualquiera que haya pasado tiempo en entornos de izquierda y entre activistas ha conocido a personas que tienen todas las opiniones y comprensiones correctas sobre la política y los asuntos mundiales, pero con las que es extremadamente difícil trabajar como individuos porque están afligidos por la disfunción interior.

 

Está bien tener períodos en la vida en los que nos centramos en despertar de una manera u otra, pero es importante trabajar en ambas cosas a lo largo de los años. Trabajar en una de las dos cosas ayuda a construir los cimientos de la otra; una persona con mucha conciencia interior tendrá más sabiduría y discernimiento para distinguir los hechos de la ficción cuando aprenda lo que es verdad en el mundo, y una persona que está aprendiendo sobre los abusos en nuestro mundo tendrá muchas oportunidades para la autorreflexión y la compasión al contemplar su propio papel en las disfunciones de nuestra sociedad y ponerse en el lugar de los menos afortunados.

 

No siempre ha sido necesario que los seres humanos despertaran en ambas direcciones. Cuando los ciudadanos no tenían medios para organizar o controlar su sociedad y la humanidad estaba dividida por la distancia y el idioma, los líderes y los monarcas eran los que tenían conocimiento de lo que sucedía, mientras que los miembros de la ciudadanía abandonaban la sociedad y se convertían en ermitaños y monjes en busca de la iluminación.

 

Hoy, en el siglo XXI, estamos cada vez más interconectados y dotados de información en todo el mundo, mientras que los obstáculos existenciales a los que se enfrenta nuestra especie son cada vez más urgentes. Por lo tanto, es necesario expandir nuestra conciencia tanto hacia dentro como hacia fuera.

 

No podemos seguir viviendo así. Tenemos que despertar. Tenemos que ser mejores. Nunca lo conseguiremos si no despertamos a la realidad de nuestras circunstancias, tanto como individuos como colectividad.

 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

lunes, 28 de abril de 2025

La realidad es superior a la idea.

La realidad es superior a la idea 

Hay una palabra, un concepto del Papa Francisco que marca de manera indeleble una forma de pensar, como una gota que poco a poco excava la piedra y da forma a todo. Es uno de los principios señalados en Evangelii Gaudium, el texto del Papa Francisco que a mí más impresiona, y que afirma: la realidad es superior a la idea. 

El Papa Francisco explica este concepto en tres breves párrafos (EG 231-233) en los que, entre la realidad y la idea, siempre en tensión entre sí, da prioridad a la realidad, a lo que es, antes que a lo que debería ser. Esto, desde mi punto de vista, lo cambia todo: exige una adhesión sin escapatorias a la realidad de las cosas en su cruda radicalidad, pero al mismo tiempo —y esto ha sido para mí el descubrimiento más sorprendente— abre una perspectiva llena de esperanza. 

Dar prioridad a la realidad sobre la idea es un principio radicalmente evangélico. Es el enfoque que Jesús hizo suyo en primer lugar. En cada encuentro, en cada mirada, Jesús siempre acogió primero al otro tal como era, anteponiendo la compasión al juicio. 

Juzgar significa mirar el mundo dando prioridad a la propia idea: si la realidad no se corresponde con la idea, se activa el juicio negativo y la oposición. Dar prioridad a la realidad significa suspender el juicio, acoger, dar confianza, independientemente de quién se encuentre ante nosotros. Es la actitud que el Papa Francisco ha testimoniado de manera extraordinaria en sus doce años de pontificado. 

En la perspectiva de la evangelización, de la misión de la Iglesia, dar prioridad a la realidad significa dar la vuelta a la pregunta inicial, que normalmente era: ¿cómo puedo llevar a quien tengo delante a compartir, apreciar y considerar relevante la perspectiva cristiana (es decir, mi idea)? Una lógica que daba prioridad a la idea —considerada verdadera e inmutable independientemente de todo— y pretendía que fuera únicamente la realidad la que se adaptara, la que cambiara. 

Dar prioridad a la realidad significa para mí invertir la mirada y reconocer lo que, en realidad, es hoy evidente: el mundo no sabe qué hacer con la gran mayoría de las palabras que le dirige la Iglesia. Las preguntas a las que la Iglesia pretende dar respuesta son, en su mayoría, preguntas que ya nadie se plantea, que ya no se cruzan con la vida real y concreta de las personas. 

Dar prioridad a la realidad significa cambiar radicalmente la pregunta: no preguntarme ya cómo llevar a otros a compartir mi idea, sino si hay algo del mensaje del Evangelio que puede ser fecundo hoy. Partir no del supuesto de que el mundo debe adherirse a la fe, sino de una mirada a la realidad cargada de compasión, que capta y aprecia las sensibilidades profundas y se preocupa por ellas, a través de la cual se hace tangible y accesible el amor de Dios dirigido a cada uno, tal como es. 

Orientar la mirada a considerar la realidad por encima de la idea ha cambia también la forma de mirar a la Iglesia. La realidad de la Iglesia hoy sigue siendo en gran parte la descrita por el cardenal Martini en una de sus últimas intervenciones: una Iglesia atrasada 200 años. 

Es bastante evidente cómo el impulso profético del Papa Francisco se ha visto frenado por esta realidad de la Iglesia. En este sentido, el Papa Francisco se ha enfrentado al principio que Él mismo había señalado: la realidad de una Iglesia atrasada 200 años ha sido superior a la idea, por muy hermosa que sea, de una Iglesia en salida, hospital de campaña, pobre para los pobres. 

Pero dar prioridad a la realidad sobre la idea significa acoger y amar también a esta Iglesia, mirando con compasión y afecto su fragilidad, su miedo a abrirse a lo nuevo, su encerrarse en sí misma para intentar no perder lo poco que queda. Porque quemar etapas, avanzar a toda costa, significa anteponer la idea a la realidad, cuando es de la realidad de la que la fe en Jesús nos pide que cuidemos. 

Por último, considerar la realidad superior a la idea significa descubrir una esperanza posible e inesperada. Si la realidad es superior a la idea, significa que toda idea desligada de la realidad no puede tener futuro, está destinada a desaparecer: esto es fuente de esperanza, para la Iglesia y para el mundo. 

La negación más o menos intencionada de la realidad es uno de los rasgos distintivos, por desgracia, de nuestro tiempo, una de las principales causas de sufrimiento y desequilibrio. 

De hecho, hoy asistimos a la proliferación de ideologías que niegan partes de la realidad, que intentan doblegar la realidad a la idea: desde la negación del cambio climático hasta la distorsión de la cuestión migratoria, desde la dificultad para aceptar la verdad histórica cuando resulta incómoda hasta la tergiversación de las reglas de la economía y la justicia. Pero todo lo que niega la realidad no tiene futuro. 

Ciertamente, cuando la idea se desvincula de la realidad, hay que pagar un precio, y a veces es alto, pero si la realidad es superior a la idea, el futuro pertenece a la realidad. Ninguna ideología resiste el paso del tiempo: ésta es la esperanza. 

La Iglesia del futuro será la que haya encontrado el camino para reconectarse con la realidad, superando los 200 años de brecha, tal vez reconociendo a posteriori la profecía inherente al magisterio del Papa Francisco; el mundo del futuro será el que haya desenmascarado como distorsiones las ideologías de hoy, como hoy las de ayer. 

Si la realidad más verdadera de cada cosa y de cada persona es su origen, su acogida y su custodia por la mirada amorosa de Dios, como ha puesto de manifiesto el Papa Francisco a todos los que han escuchado su testimonio, la esperanza sigue siendo la perspectiva más verdadera. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Mi oración al Espíritu Santo y mi reflexión abierta a los cardenales.

Mi oración al Espíritu Santo y mi reflexión abierta a los cardenales

El fallecimiento del Papa Francisco ha abierto un periodo de intensa reflexión y espera para la Iglesia cristiana católica. Mientras el mundo observa a distancia los nueve días de luto, los «novendiali», Roma se prepara para acoger un acontecimiento cargado de historia y espiritualidad: el Cónclave. Entre el 5 y el 9 de mayo, presumiblemente, las puertas del Palacio Apostólico se cerrarán tras los cardenales electores, iniciando un proceso, tan humano como divino y viceversa, destinado a designar al sucesor de Pedro. 

Estos días que preceden a la entrada en el recinto sagrado no son de ocio. Las «Congregaciones Generales», asambleas preparatorias, animan la vida vaticana. En estas reuniones, el aire se llena de análisis, debates, silencios… cargados de significado. Pero la particularidad de este momento reside en una dinámica especial: junto a los 135 cardenales electores, depositarios del derecho y del deber de elegir al nuevo Pontífice, se sientan también los 117 cardenales que han superado los ochenta años. 

Aunque excluidos de la votación, estos consejeros aportan el peso de la experiencia, la sabiduría de años de servicio a la Iglesia y una red de relaciones tejida a lo largo de décadas. Sus palabras, sus opiniones, su apoyo tácito a un candidato u a otro, …, tendrán un peso nada desdeñable a la hora de orientar las decisiones de los electores. Son voces que resuenan con el eco del pasado, capaces de iluminar el presente y sugerir direcciones para el futuro. 

Y es precisamente en esta pluralidad de voces e historias donde surge uno de los primeros y significativos factores diferenciadores. Los 135 cardenales electores proceden de 71 países diferentes, un mosaico de culturas, sensibilidades y prioridades pastorales. Más allá del latín, lengua oficial de la Iglesia, las barreras lingüísticas representan un reto nada desdeñable para la fluidez del diálogo y la creación de la confianza mutua necesaria para un discernimiento compartido. Muchos de estos hombres, aunque comparten el cardenalato, no se conocen íntimamente, no han compartido itinerarios pastorales significativos. La construcción de puentes y la comprensión de las diferentes perspectivas requerirán tiempo, apertura y una sincera voluntad de escuchar. 

A esta heterogeneidad humana se suma un obstáculo numérico nada desdeñable: para elegir al nuevo Papa se requiere una mayoría cualificada de dos tercios de los votos, es decir, 90 preferencias. Un umbral muy elevado que hace improbable una elección rápida y previsible. Ningún continente, por sí solo, puede aportar un número suficiente de cardenales para alcanzar esta cifra. Incluso suponiendo alianzas entre bloques geográficos, la conquista de los 90 votos se presenta como una empresa ardua, que requerirá un paciente trabajo de tejido, de compromisos, de convergencias en torno a una figura que pueda encarnar las esperanzas y las necesidades de una Iglesia universal. 

En este escenario complejo y multifacético, entra en juego un elemento que trasciende la dinámica humana, por crucial que ésta sea: la fe en el Espíritu Santo. Para quienes creen, el Cónclave no es simplemente una asamblea electiva, sino un momento de profunda invocación y apertura a la guía divina. La oración, el recogimiento interior, la conciencia de la propia responsabilidad ante Dios y ante la historia son elementos imprescindibles de este proceso. La convicción de que el Espíritu Santo puede iluminar las mentes y los corazones de los cardenales, guiándolos hacia la elección del pastor más adecuado para la Iglesia de hoy, impregna la atmósfera de espera y esperanza. 

El Cónclave se configura, por tanto, como una encrucijada de variables humanas y divinas. La edad y la experiencia de los cardenales no electores, la procedencia geográfica y las afinidades lingüísticas de los electores, la necesidad de alcanzar una mayoría cualificada tan elevada y, por último, pero no por ello menos importante, la acción misteriosa y poderosa del Espíritu Santo, son factores que contribuirán a configurar el resultado de este acontecimiento histórico. 

En los días previos al cierre de las puertas del Cónclave propiamente tal, Roma se convierte en un epicentro de oración y reflexión. Las «Congregaciones Generales» se convierten en laboratorios de ideas, lugares de debate y, quizás, de primeras escaramuzas. 

Los cardenales, procedentes de los cuatro rincones del mundo, traen consigo las necesidades de sus Iglesias Locales, los retos de sus pueblos, sus visiones para el futuro del cristianismo católico. En este diálogo, a veces acalorado, a veces silencioso, se tratará de discernir los signos de los tiempos, las prioridades para la misión de la Iglesia en el tercer milenio, el perfil del pastor que sabrá guiar la barca de Pedro en un mar a menudo tempestuoso. 

La espera está llena de interrogantes. ¿Cuál será el peso de las diferentes sensibilidades teológicas y pastorales? ¿Qué figura logrará aglutinar un consenso tan amplio? ¿Qué sensibilidad expresará el próximo Pontífice? Pero más allá de la legítima curiosidad y los análisis geopolíticos, el Cónclave sigue siendo también un misterio de fe, un momento en el que la dimensión humana se entrelaza indisolublemente con la espiritual. 

Cuando los cardenales electores crucen el umbral de la Capilla Sixtina, envueltos en la majestuosidad de los frescos de Miguel Ángel, entrarán como en un tiempo suspendido, marcado por el ritmo antiguo de la oración y el escrutinio. Una parte del mundo exterior se detendrá, a la espera del humo que saldrá de la chimenea: negro, señal de que aún no se ha tomado una decisión; blanco, anuncio gozoso de un nuevo Pastor para la Iglesia universal. 

En ese silencio orante y laborioso, se consumirá un acto de fe y responsabilidad, con la conciencia de que la elección realizada no será solo fruto de dinámicas humanas, sino también, y ojalá, sobre todo, el resultado de un humilde y confiado abandono a la voluntad del Espíritu Santo. Y en ese humo, sea negro o blanco, se manifestará, una vez más, el misterio de la sucesión apostólica, la perpetuación de esa cadena ininterrumpida que une a Pedro con sus sucesores, custodios del Evangelio y guías del Pueblo de Dios. 

En el marco de esa reflexión inicial, también se perfilan algunos elementos dignos de ser reflexionados. Yo apunto a continuación, y a modo de ejemplo, algunos. 

Es verdad que la muerte del Papa Francisco, tras una convalecencia que hasta parecía y prometía estar llegando a su fin, ha tomado por sorpresa al colegio cardenalicio, hasta tal punto que ahora, para muchos, parece prematuro indicar nombres para su sucesión. Primero hay que encontrar un punto de convergencia entre las diferentes sensibilidades sobre los temas más importantes de la vida de la Iglesia y solo después ver quién puede hacer suya esta convergencia y convertirla en un programa. 

También porque, según la opinión general, es complejo encontrar nombres de gran calibre. En 2005, cuando murió el Papa Juan Pablo II, algunos cardenales -Ratzinger y Martini particularmente- tenían un peso propio que aglutinaba a cardenales de diferentes opiniones. Algo análogo pudo ocurrir en 2013 con la renuncia del Papa Benedicto XVI entre algunos cardenales -Angelo Scola y Jorge Mario Bergoglio, por ejemplo-. Hoy, en cambio, el panorama hasta puede parecer escaso, indescifrable, al menos según algunos. 

El primer gran punto de inflexión al que se enfrentarán los cardenales electores es la forma del papado. Por poner un ejemplo, no es impensable que se debata la posibilidad, en particular, de incluir la renuncia al trono de Pedro como norma vinculante. La esperanza de vida se ha alargado mucho: es difícil que un pontífice pueda gobernar de la mejor manera cuando se acerca a los noventa años. Benedicto XVI, en este sentido, fue un gran innovador. Los cardenales quizá tengan que debatir: si consideran que el papado es vitalicio y que, por lo tanto, introducir canónicamente la norma de la renuncia significa desacralizarlo, o si, por el contrario, piensan que es razonable y viable tomar otro modelo que contemple como normativa la renuncia en determinadas circunstancias también, y muy particularmente, de edad y de salud. 

La procedencia geográfica tampoco es algo secundario. La cuestión no es si conviene o no volver a un Obispo de Roma europeo después del primer pontífice sudamericano. Son otros continentes de la periferia europea -África y Asia-, con otra frescura y vivacidad, con otra imaginación y creatividad, lejos del centro neurálgico europeo y romano, desde donde se puede seguir repensando el cristianismo católico de la Iglesia. Aunque volver a Europa no es necesariamente un paso atrás. En el corazón del viejo continente, de hecho, existe una Iglesia que pide reformas en temas delicados y que sigue sin encontrar quien la escuche. Una realidad muy presente, por poner un ejemplo, en el mundo alemán. Dar voz a esta Iglesia podría sacar a todo el cristianismo católico del atolladero en el que la han sumido décadas de cierta tendencia más bien conservadora. 

Hablando de crisis, hay un tema enorme que ya no se puede eludir: el ministerio ordenado en general y el presbiterado en particular. Para paliar la crisis de ministros ordenados, el Papa Francisco parece que quería introducir los «viri probati»: hombres mayores y de fe probada, casados o viudos, que pudieran convertirse en presbíteros y detener así la hemorragia vocacional. Aunque la obligación del celibato es solo una norma, y no un dogma, la parte más conservadora de la Iglesia ha vetado la propuesta y no se ha hecho nada al respecto. Algo análogo ocurre con el ministerio ordenado femenino. En el mundo protestante, las mujeres ministras ordenadas se han convertido en algo habitual. En el catolicismo romano siguen siendo un tabú. ¿Por qué? El tema afecta de cerca a la propia presencia de las mujeres en la vida de la Iglesia, con la importancia, reiterada por muchas partes, de que se les confíen cada vez más funciones de liderazgo. El nuevo Papa tendrá que saber responder a esta realidad. 

Pero eso no es todo. También la moral sexual demanda nuevas perspectivas. La sociedad lleva tiempo en otro planeta. ¿O es la Iglesia la que habita en otro planeta? La eutanasia está admitida en muchos lugares. El uso de anticonceptivos es una práctica habitual. ¿Cómo debe comportarse la Iglesia? ¿Debe seguir levantando dificultades o es lícito abrir otras ventanas de reflexión? Son preguntas importantes, a las que no pocos creyentes ya se han respondido por sí mismos... 

Por último, el gobierno de la propia Iglesia. Poco después de su elección, el Papa Francisco creó un grupo de cardenales llamado a gobernar junto a Él. Sin embargo, este gobierno colegiado —más democrático, si se quiere— tal vez no ha tenido todo el recorrido que se presumía de él. Para no pocos, ha llegado el momento de que el Papa, y la Santa Sede, pierdan parte de su poder. ¿Se verá este proceso en el nuevo papado? El proceso de la sinodalidad, tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias Locales, supone una manera alternativa de pensar y de decidir como Pueblo de Dios. 

En estos días honramos la memoria de un Papa al que acabamos de despedir para siempre en esta vida. Y, sin embargo, si queremos mirar a los ojos a los millones de fieles que no están dispuestos a escuchar un resumen burocrático de su pontificado, si tenemos el valor de subir a ese pináculo del Templo, en el que el Papa Francisco habitó durante 12 años, entonces los cardenales tendrán que levantar y ampliar la mirada. 

No entenderemos al Papa Francisco mientras lo encasillemos en el breve espacio de sus doce años de pontificado. Una crónica, por detallada que sea, no basta. Tampoco lo entenderemos del todo si lo situamos en toda la parábola de su vida, desde 1936 hasta 2025. Es mucho, pero no es suficiente. Para comprender su significado, debemos leerlo en una evolución secular que ha marcado a la Iglesia cristiana católica de manera muy profunda. 

Alguien preguntaba: «¿Cómo fue posible que aquel 13 de marzo de 2013 pudiéramos reconocer, en aquel hombre vestido de blanco, pero que hacía cosas inauditas ya en los primeros minutos de su pontificado, precisamente a un Papa?». Y respondía inmediatamente: «Porque el Concilio nos lo había presagiado». 

Es inútil decir que, para algunos, ni siquiera después de 12 años, el reconocimiento ha sido fácil. Si el Concilio Vaticano II no nos ha hablado, el Papa Francisco sigue siendo para nosotros un extraño, tal vez un garabato o incluso un peligro. Creo que esto es una realidad en nuestra Iglesia cuando proliferan tantos movimientos extraños… al estilo de, por ejemplo, el fenómeno de Belorado, y otros análogos más o menos curiosos, extremos, singulares, etc. 

Y ésta es, a mi modo de ver y en último término, la cuestión más importante: ¿cómo podemos entender la Iglesia del Papa Francisco y la Iglesia después de Él si no la colocamos entre las condiciones y variantes de la historia? 

Creo que el Papa Francisco, aunque de manera no unívoca y con una conciencia solo parcial de lo que ocurría en Él y a través de Él, nos ha mostrado, de repente, un modelo de papado que ya no es el modelo heredado por Él. 

Dicho con otras palabras, el Papa Francisco ha iniciado un «nuevo modelo», ha inaugurado un «cambio de paradigma». Más aún porque vino después de Benedicto XVI, que representó, en cierto modo, la culminación del modelo anterior de papado. Con el Papa Francisco se sale de ese paradigma de papado y de Iglesia. Se hace de forma inicial, no siempre del todo coherente, con sus deficiencias y limitaciones, …, pero se hace. 

En la historia, el modelo moderno de Iglesia católica nació con el Concilio de Trento. Para nacer, ese modelo tuvo que repensar profundamente el modelo medieval, transformándolo en un «sistema». El Concilio de Trento nos dio un «sistema» de referencia asegurado entre el mundo y el Evangelio, de una manera realmente relevante para estar en el mundo y dialogar con él. 

Ese modelo entró en crisis con el surgimiento del Estado liberal. Así, tuvo que transformarse a lo largo de todo el siglo XIX, hasta perfeccionar la versión decimonónica de ese modelo con el Código de Derecho Canónico de 1917. 

El paradigma eclesial comenzó a replegarse sobre sí mismo. Descubre -o se ve obligado a descubrir- una nueva autorreferencialidad, hasta construir un «ordenamiento jurídico paralelo» que inmuniza el papado (y la Iglesia) del mundo. La Iglesia autorreferencial es una invención de los siglos XIX y XX y se afirma, con soberanía y decisión, hasta los años 50 del siglo XX. 

En este mundo, la Iglesia hasta cambia de perspectiva: se convierte en «contra el mundo moderno». El antimodernismo que caracteriza a esta Iglesia, a menudo sin que se fuera consciente de ello, era la negación más radical del espíritu con el que el Concilio de Trento había entendido sus «decretos de reforma». Se quería ser tridentino, pero se enterraba la gran idea del Concilio de Trento. 

El Concilio Vaticano II, como una primavera inesperada, introdujo una profunda revisión de aquel modelo, pero solo inauguró un espacio de reforma, que fue ocupado inmediatamente por la liturgia, pero a la que siguió muy poca otra reforma de hecho… De hecho, ya a finales de los años 70, comenzó una fase de resistencia al Concilio Vaticano II. 

La llegada del Papa Francisco ha supuesto muchas cosas al mismo tiempo: el efecto de un Papa americano (de cultura y de cristianismo latinoamericanos) sobre el gobierno romano; la experiencia de la Iglesia pobre de Sudamérica que interfiere con las diplomacias europeas ricas; el uso, a veces apropiado y a veces inapropiado, de un lenguaje informal y libre por parte del «soberano»; por parte de quien las categorías jurídicas definen como infalible (en determinadas condiciones) y dotado (siempre) de jurisdicción universal e inmediata, al ser titular, en su persona, de todo el poder legislativo, ejecutivo y judicial (en el Estado de la Ciudad del Vaticano y, mutatis mutandis, en la Iglesia), la inesperada confesión con la que llega a decir: «¿Quién soy yo para juzgar?». 

Y, sin embargo, y haciendo memoria, todo había comenzado ya en aquella Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, con la necesidad de pensar en una «Iglesia en salida», es decir, capaz de superar la característica más acentuada de la Iglesia católica después de 1870, tras la pérdida del poder temporal: su autorreferencialidad. 

Aquí está, en mi opinión, el signo de los tiempos, el «cambio de paradigma»: reabrir la Iglesia a la referencialidad hacia otro, liberándola de la autorreferencialidad. Esto significa salir de los lenguajes tridentinos, que en sí mismos no son autorreferenciales, pero que lo han sido por cómo se han interpretado en los últimos dos siglos, para responder al trauma que la modernidad liberal ha supuesto para la Iglesia. 

No es casualidad que el Papa Francisco, en algunos sus documentos más importantes, como Evangelii Gaudium, Laudato sì, Fratelli tutti, Desiderio desideravi, utilice la teología medieval, los santos, la literatura, la historia, el arte, para salir de las categorías que hacen «rígida» la Tradición. 

Una imagen, la de la «carne tierna», de un discurso suyo en Florencia, en el año 2015 (https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/november/documents/papa-francesco_20151110_firenze-convegno-chiesa-italiana.html), es quizás uno de los momentos emblemáticos del nuevo paradigma que el Papa Francisco introduce en el papado y en la Iglesia: «La doctrina cristiana no es un sistema cerrado, incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes, sino que está viva, sabe inquietar, animar. No tiene un rostro rígido, tiene un cuerpo que se mueve y se desarrolla, tiene carne tierna: se llama Jesucristo». 

Ese modelo nuevo, pero tradicional, porque alimentado por una tradición no moderna sino la más original y genuina, que el Concilio Vaticano II había introducido como una cascada de agua pura, y que el lenguaje institucional eclesiástico había tratado de agotar entre los años 70 y la primera década del nuevo milenio, de repente, con el Papa Francisco, se encontró hablando y actuando en lo más alto de la jerarquía. No en vano la Iglesia quería traducir como «pirámide invertida». 

Esta imagen, unida a un testimonio continuo y a una serie de discursos y medidas, no es garantía ni de un vuelco ni, mucho menos, de una revolución. Pero, al igual que el Papa Francisco fue reconocido gracias a un presentimiento que el Concilio Vaticano II nos había confiado 50 años antes en el secreto de nuestros corazones, hoy ha nacido el presentimiento de que lo que hemos visto nacer en el Papa Francisco ahora puede y debe crecer, dar forma, contenido y colores nuevos. 

Este presentimiento se ha arraigado en nuestros corazones —y por ello debemos dar gracias a Dios que ha dispuesto estos 12 años de magisterio del Papa Francisco—, y con esta esperanza reavivada por Él, queremos mirar a la Iglesia después de Él. 

Ese presentimiento de lo que puede suceder ha sido reavivado y alimentado por sus palabras y sus gestos inolvidables, tan llenos de gracia y tan ricos en fe, dentro de una Iglesia finalmente reconocida en su pluralidad de cinco continentes, en la que la unidad solo puede construirse en la diferencia acogida y reconocida, escuchada y bendecida. 

Ojalá no haya llegado el tiempo de que alguien decida que, en el futuro, y desde Roma, se eviten estos «graves excesos» ahora que hemos presentido, también gracias al Papa Francisco, que hay otra manera de concebir y de realizar el servicio de gobierno en la Iglesia, y la doctrina, la pastoral, la disciplina… eclesiales. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Qué ministerio eclesial.

Qué ministerio eclesial   Bienaventurados aquellos que personifican el ministerio del que vino a servir (Mc 10, 45).   En las Bienaventur...