lunes, 28 de abril de 2025

Sobre el caos sopla el Espíritu.

Sobre el caos sopla el Espíritu 

En el breve tiempo en que el futuro se encoge y hasta la alegría da miedo, la esperanza no es una idea, es carne. Es soplo que entra cuando el aliento escasea. Es el Resucitado que atraviesa los umbrales de nuestra vida, las puertas aún cerradas por el miedo y el temor. Él entra. No fuerza la entrada, no reprende el abandono, no pide pruebas de fe. Simplemente sopla. 

Como al principio el Espíritu se cernía sobre las aguas cuando reinaba el caos, así ahora en el caos del corazón humano el Espíritu recrea, vuelve a dar a luz, genera de nuevo. Sí, ese soplo reabre alientos y da a luz, como adultos, por segunda vez. 

El perdón también es ofrecido por el Resucitado, como un segundo don, a los hombres rotos y heridos, para que renazcan. El perdón no es excusa, es nacimiento. 

En los gestos del Resucitado se encierra toda la Pascua: un Dios que, pasando por la muerte, no da marcha atrás en la vida, sino que la reinicia. La reconstruye desde el principio. En nosotros. No viene a juzgar, sino a recomenzar. 

Nacer de nuevo no es una metáfora de Tomás, es dejar acontecer y suceder la vida. Es un camino para cada uno de nosotros: aceptar que la vida se nos entrega, frágil, con sus grietas, pero ya habitada por un Dios que no se avergüenza de nuestras cicatrices. 

El Resucitado no borra las heridas, las muestra. Es ahí donde se hace encontrar y reconocer. Y así nos enseña que creer no es quitar el dolor, sino reconocer que dentro de cada herida puede nacer la vida. 

Tomás es como todos los niños. Los recién nacidos mantienen cerrados los puños... Poco a poco, el niño abre las manos para explorar el rostro de la madre. El niño necesita tocar. 

Los otros discípulos ya habían resucitado, nacidos a la nueva vida, Tomás aún no, tenía los ojos cerrados y como un niño quiere tocar el rostro, las manos, el pecho de Jesús. Jesús era para él el ausente en la tumba, no el Resucitado de pie en medio de ellos. Tomás quiere ver, tocar. Constatar su presencia significa ser tocado por el amor: "si no veo, si no toco, no creo". 

Tomás quiere ver y tocar las heridas. No pide pruebas, pide la verdad. Pide entrar en contacto con el Maestro amado. 

En el cuerpo del Resucitado está la respuesta que todo hijo busca: incluso nuestras heridas pueden ser atravesadas por la luz, habitadas por Dios. 

Lo único que se puede perdonar es lo que nos parece a todas luces imperdonable. Si el mal hiere, el perdón no borra la herida, la cura, la sana. Perdonar al otro es curar nuestras propias heridas. "Debemos vivir con nosotros mismos como con todo un pueblo: entonces conocemos todas las cualidades de los hombres, buenas y malas. Y si queremos perdonar a los demás, primero debemos perdonarnos a nosotros mismos nuestras propias faltas" (Etty Hillesum). 

Todo niño busca inicialmente el físico de su madre, su rostro, su voz, su palabra, su calor, para ser confirmado en la confianza de la vida. 

Al tocar al Señor, Tomás es confirmado en su fe en Jesús, una presencia fiable a la que puede abandonarse, exclamando: "Señor mío y Dios mío". 

Para todo niño, la presencia del otro, de la que la madre es el primer rostro, está ligada a su fisicidad; el niño aprenderá más tarde a interiorizar la presencia y a sentir a la madre presente incluso cuando esté ausente o alejado de su mirada. 

Así, no siempre será necesario ver signos para creer. A esto, Tomás es conducido de nuevo por Jesús: "bienaventurados los que no han visto y han creído".  

Todo niño, como Tomás, también es incrédulo al comienzo de la vida, necesita tocar, explorar, tener una confirmación en la presencia física de su madre. La confianza y la fe del niño crecen con la de la propia madre, gracias a su relación y a la capacidad de la madre de remitirlo también a algo distinto de él, al padre y al mundo. 

Porque nacer no es guardar al otro para uno mismo, sino traerlo al mundo... "Decidir tener un hijo no es un hecho natural; es una elección radical. Es decidir que el propio corazón camine para siempre en el mundo, fuera del propio cuerpo" (Elizabeth Stone). Cada hijo es una palabra escrita en la piel del tiempo, una pregunta andante. Y cada madre es un vientre de promesa abierto al mundo. 

Vienes a la vida sin decidirlo, pero no te haces verdaderamente hombre sin decidirlo. Esa vida que has recibido espera ser acogida y tomar forma en ti. La humanidad en su plenitud es fruto de una elección, de un deseo, de pruebas que superas, de una confianza que se estructura en la fidelidad. Hay que decidirlo, hay que quererlo. Eso es lo difícil. 

En algunas de nuestras comunidades cristianas, estos días se celebran bautismos. El bautismo es ese umbral de la vida que marca en la fe el rito de paso del nacimiento de un hijo. 

Aquí, en el umbral, la voz del Resucitado susurra a cada ser humano: "Eres mi hijo, eres querido, eres amado y apreciado. Tu vida es digna". Y nosotros, que de niños a menudo no sabemos qué hacer, que nos sentimos poco preparados, desilusionados, asustados, necesitamos esta voz, para no cerrar la puerta de la esperanza a las nuevas vidas que se nos confían. 

Un comienzo que se enciende en el corazón de la humanidad herida, para decir que aún hoy cada vida es una promesa, cada nacimiento es una llamada. Cada cuidado es responder a cada niño del misterio de la vida, de su promesa. 

¿Y cuál es la promesa? ¿Somos todos niños? No. Todos somos engendrados por otros. Para ser hijo hay que elegir. Uno se convierte en hijo y actúa como tal si realmente lo desea. Uno se convierte en niño de adulto. "Si no os hacéis como niños…". Igual que uno se convierte en cristiano de adulto. Nacer de nuevo es la promesa de un segundo nacimiento. 

El bautismo también nos dice que todo comienzo ya está habitado por la Gracia que nos precede, que la vida nunca es un accidente, sino un acto de amor que se renueva. 

Cada comienzo es un milagro de la vida, cada niño es la Palabra de Dios hecha carne, una palabra escrita en la piel del tiempo, una pregunta andante. Somos engendrados en el seno de un amor más grande que nosotros mismos. En un tiempo en el que todo parece precario, una vida que nace es una confianza que se renueva en nosotros. 

Y nosotros, como comunidad cristiana, estamos llamados a no sofocar el asombro, a mantener abierto el umbral del comienzo, a decir con nuestro cuidado que la vida es buena. Que merece la pena vivirla y darla. 

Nosotros estamos llamados a convertirnos en úteros, a hacer sitio a los que nacen, a creer que, en el hoy de la historia, la vida plena puede florecer de nuevo de cada herida. Se puede nacer de nuevo, incluso cansado, incluso tarde, incluso herido. Se puede creer que a través de nuestras heridas sucede la luz. 

Así se reaviva la esperanza. Así donde uno nace entre miedos y cansancio, donde el comienzo de la vida va acompañado más de una carga que de una promesa, estas palabras de Etty Hillesum nos devuelven el asombro y la admiración por la vida: "La vida me parece hermosa y me siento libre. Los cielos se extienden dentro de mí como por encima de mí". 

Desde el vientre de la Pascua, la esperanza comienza de nuevo. Silenciosa, entrañable, visceral, carnal, humana. Como un soplo. Como un niño. Desde aquí te saludamos Espíritu del Resucitado que eres el Aliento de la Vida:

 

Cerrados,

por miedo.

Él entra.

No fuerza:

Atraviesa las puertas.

 

Sopla.

Como al principio.

En el caos,

genera

lo nuevo.

 

Las heridas del parto

permanecen:

rendijas de luz.

 

Tomás toca

y cree.

 

Cada hijo

nace así:

llamado por su nombre.

 

Bautismo

es matriz.

La fe,

herida

y cicatriz.

 

De la oscuridad a la luz:

un soplo.

Desde el vientre materno,

la Pascua.

De nuevo.

 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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