domingo, 27 de abril de 2025

Pensar la vida eterna.

Pensar la vida eterna


Pascal escribió a mediados del siglo XVII: «Al final nos echan un poco de tierra sobre la cabeza y ahí quedamos arreglados para siempre». Así expresaba el gran matemático y filósofo francés, ferviente cristiano, el sentimiento del mundo ante la muerte. Al papa Francisco no le echaron la tierra directamente sobre la cabeza, sino sobre el ataúd, pero, en lo que atañe a lo que atestiguan los sentidos, la sustancia no cambia: «arreglado para siempre».

 

Sin embargo, las religiones, y también algunas filosofías (entre las que destacan las originadas en la corriente de Pitágoras, Sócrates y Platón), anuncian otra cosa: que el alma es inmortal y, si se encuentra justa, entra en la vida eterna.

 

A finales de la Edad Media, en 1336, el papa Benedicto XII publicó una constitución dogmática (es decir, el documento papal de mayor valor doctrinal, muy superior a la encíclica) titulada Benedictus Deus, de la que escribió que sería «in perpetuum valitura», «válida para siempre».

 

En ella, en contra del Papa anterior, Juan XXII, que había pospuesto la visión beatífica hasta después de la resurrección de la carne, reservando mientras tanto a las almas un letargo similar a la muerte, Benedicto XII establece que la visión beatífica para las almas de los justos tiene lugar «mox post mortem», «inmediatamente después de la muerte».

 

Antes, naturalmente, tiene lugar el juicio emitido por el principio primero y último del mundo, comúnmente denominado «Dios». Pero, ¿cómo podemos imaginar este «juicio»? ¿Y esta «visión beatífica»?

 

Cuando morimos, cada uno de nosotros lo deja todo: no solo el cuerpo y los bienes terrenales, sino también los afectos, la cultura adquirida, los cargos acumulados y todos los demás logros temporales.

 

Lo mismo le ha ocurrido al Papa Francisco, que, precisamente por eso, ya no es «Papa», ya que su papado era una creación del tiempo y el tiempo ha llegado a su fin para Él, pero ha vuelto a ser simplemente Jorge Mario Bergoglio.

 

Ante la irrupción de la muerte (es decir, de la nada eterna o del ser eterno, pero en cualquier caso «del eterno» como radicalmente distinto del tiempo) según las religiones y algunas filosofías, solo resiste la esencia más pura de la personalidad tal y como se ha configurado a lo largo de la vida: quien ha obrado por el bien ha dado una forma determinada a su interioridad, quien lo ha hecho de otra manera, otra forma.

 

Es lo que la humanidad siempre ha sentido, desde los antiguos egipcios con el mito de la psicostasis o pesaje del alma, que revive en la Edad Media cristiana sustituyendo al dios Osiris por el Arcángel San Miguel.

 

Ahora bien, volviendo al juicio divino, imaginemos que la forma adquirida por la personalidad puede sintetizarse en un holograma, en una especie de «código QR», y que ese código es leído a la velocidad de la luz por el escáner celeste del ojo divino, permitiendo o no la entrada en la vida eterna. He aquí el juicio divino: en menos de una fracción de segundo, el eterno lee a cada ser humano y lo reconoce como suyo, o no.

 

Todo esto para decir que el Papa Francisco, con su funeral de ayer, no tuvo nada que ver. Ni ningún otro ser humano antes que Él ha tenido nunca nada que ver con su propio funeral, porque no es posible ninguna relación entre un acontecimiento temporal y quien ya no es tiempo, sino que ha entrado en la eternidad.

 

El Papa Francisco, por lo tanto, ya no existe: fue una creación de la historia que la propia historia, al final, consumió. Solo existe la individualidad más íntima de Jorge Mario Bergoglio, y es esta individualidad la que el juicio divino ha escaneado mox post mortem, examinando su conformidad con la lógica que preside el devenir del mundo, esa lógica de la armonía relacional ejemplificada de la mejor manera en la parábola de Jesús sobre el juicio universal y que el Evangelio llama «logos», el judaísmo «hochmà», la grecia «sophia», el oriente «dharma» o «tao».

 

Y como fue para Él y para los innumerables seres humanos que le precedieron, así será para cada uno de nosotros, cuando lo eterno nos envuelva en el momento de nuestra muerte. En ese instante, lo único que podrá ser «escanado» será lo que haya resistido el paso del ángel exterminador del tiempo, es decir, solo lo que de nosotros haya adquirido el sabor de lo eterno.

 

Independientemente de si se trata de un papa o un cardenal, un ministro o un presidente, un creyente o un no creyente, la interioridad más secreta de cada individuo está destinada a ser examinada por la lógica del bien, la lógica de Dios.

 

Por supuesto, si el funeral no tuvo sentido para Jorge Mario Bergoglio, sí lo tuvo, y de manera muy relevante, para todos los que aún habitamos la historia. Para los vivos, el sentido de todo funeral consiste en la siguiente triple función:

 

1) manifestación de afecto hacia el difunto;

 

2) consuelo a los familiares;

 

3) rito que reúne a los seres humanos y les permite afrontar la siempre terrible irrupción de la muerte.

 

En lo que respecta al primer punto, el funeral celebrado ayer permitió a los poderosos de la Tierra y a los simples fieles rendir un homenaje público al Papa difunto y constituyó un gran acto de cercanía, afecto y gratitud hacia el Papa Francisco. No por Jorge Mario Bergoglio, en este caso, sino precisamente por el Papa Francisco, es decir, por el cargo institucional que Jorge Mario Bergoglio encarnó en los últimos doce años de su vida tras ser elegido en el cónclave de 2013.

 

En cuanto al segundo punto, es evidente que muy pocas personas están inconsolables por la muerte del Papa Francisco, no hay familiares cuya vida haya sido trágicamente desgarrada por su desaparición, e incluso para los fieles más devotos que besan conmovidos la foto que sostienen en sus manos, la muerte del Papa no es ni remotamente comparable al dolor inconsolable de quien pierde a un hijo o una hija.

 

Sin embargo, permanece la tristeza de muchísimas personas por el hecho de que el Papa Francisco ya no esté entre nosotros, y el funeral de ayer contribuyó sin duda a sublimar esta tristeza. En el fondo, todo funeral responde a la necesidad humana de contar con un rito para poder afrontar el rostro terrible de la vida, como lo demuestra el hecho de que no existe civilización que no tenga ritos funerarios.

 

Creo que se puede afirmar que los tres objetivos que subyacen a la ritualidad funeraria se han cumplido ampliamente ayer.

 

Sin embargo, queda sin respuesta la cuestión de la «visión beatífica», del encuentro del alma con lo eterno. De hecho, es en este posible encuentro donde se juega el sentido de la religión, de toda religión.

 

Al definir la consistencia de la visión beatífica, el Papa Benedicto XII escribió en su constitución dogmática que las almas «ven la esencia divina con una visión intuitiva y, más aún, cara a cara, sin la mediación de ninguna criatura, revelándose a ellas la esencia divina de manera inmediata, descubierta, clara y evidente». Lo que se desprende de estas palabras no parece muy entusiasta, ya que prefigura una especie de «cinema paradiso» interminable con la misma escena repetida hasta el infinito, lo que, si fuera realmente así, constituiría una especie de prisión dorada del alma individual privada de libertad y creatividad.

 

No, se necesitan otras imágenes y otras metáforas, se necesita menos dogma y más poesía para prefigurar, aunque sea remotamente, el contenido de la vida eterna.

 

Es una lástima que el Papa Francisco haya dedicado su imaginación creativa más a la dimensión horizontal de la fe y menos a la vertical (así lo afirma el cardenal Ravasi: «Francisco ha hablado poco de la trascendencia, su palabra ha descendido a las plazas, a las periferias, en sintonía y simpatía con el mundo»), porque precisamente el mundo actual no solo necesita solidaridad humana, sino también recuperar la gramática adecuada para poder volver a leer el misterio del que procedemos y en el que estamos destinados a confluir.

 

Es más, mientras que la solidaridad puede ser practicada con la misma pasión incluso por los no creyentes, solo los creyentes pueden redescubrir cómo pensar hoy la vida eterna.

 

Un punto de partida para hacerlo son, en mi opinión, estas palabras de Wittgenstein: «La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo está más allá del espacio y del tiempo». El filósofo escribió en cursiva «más allá» para subrayar su importancia decisiva. Ese «más allá» en el que ahora vive y se regocija la gran alma del que fue Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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