martes, 29 de abril de 2025

¿Me amas?

¿Me amas? 

En estos días en los que tanto se habla del Papa Francisco, creo que corremos el riesgo —tomando prestado el título de una famosa canción de los Rolling Stones— de quedarnos en «The singer but not the song» -“El cantante, no la canción”-. 

Si cada uno de nosotros acogiera aunque fuera una sola palabra del magisterio de las palabras y los gestos del Papa Francisco -pensemos, por ejemplo, en su último llamamiento a «desarmar las palabras para desarmar las mentes y desarmar la Tierra»-, habríamos encontrado la mejor manera de honrar la memoria y acoger el testigo de quien se ha convertido en profeta no escuchado de la paz que todos deseamos. 

O pensemos en la Exhortación Apostólica «Evangelii gaudium», archivada en un cajón en menos que canta un pájaro. Sin embargo, el Papa Francisco nos exhortaba a «volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio», recuperando el criterio apostólico de la alegría. En cambio, hemos preferido quedarnos con eslóganes fáciles: «Iglesia en salida», «el tiempo es más importante que el espacio», «la realidad es más importante que la idea», «pastores con olor a ovejas» o el más reciente, que parece ser la sal de todos los guisos, «estilo sinodal». 

Y que nos quedamos en «el cantante» lo demuestra también el hecho de que, en el lenguaje común, se pone el acento en la incógnita sobre el sucesor «del Papa Francisco», olvidando que, nunca como en este caso, nadie sucede a otro. Cada Papa, de hecho, es elegido para ser el sucesor del Apóstol Pedro en el delicado ministerio de confirmar a los hermanos en la fe como Obispo de Roma. Antes que honrar la agenda dejada por su predecesor, Pedro está llamado a honrar una mucho más exigente, la que brota de su fe en Cristo Señor. 

Lo que dice San Pablo cuando, casi extasiado, escribe a los romanos, se aplica al Papa Francisco, como a Benedicto XVI y a todos los demás antes que ellos, cuando se deja llevar por estas palabras: «¡Cuán insondables son sus juicios e inaccesibles sus caminos!». En verdad, «¿quién ha podido conocer su pensamiento?». 

Un ejemplo de ello es lo que ocurre en Cesarea de Filipo, cuando Jesús decide construir su comunidad sobre la fe de un hombre sincero y generoso. Habríamos esperado que el Señor se apoyara en la sabiduría de un erudito o en la habilidad de un hombre prudente, en la iniciativa de un hombre de negocios o en la fuerza de un hombre poderoso. Pero no fue así. 

La Iglesia se edifica sobre la confianza de un hombre expuesto a muchas limitaciones y dificultades, un hombre que querría seguir a Jesús hasta el final, incluso hasta la muerte, pero que no tarda en renegar de Él; un hombre que se arrepiente y traiciona; un hombre que siente el deseo de lanzarse de cabeza a las cosas de Dios, pero que también siente todo el atractivo de la autoconservación. 

¡Cuánto siento cerca a este hombre! ¡Cuánto me siento yo también como Pedro! Una herida (no lo olvidemos) en el «principio» de la comunidad cristiana, pero es precisamente a través de esta herida por donde pasa la luz, la gracia, la vida. 

La suya es una roca que no tardará en desmoronarse precisamente en el momento en que más debería resistir: de hecho, en el momento de la prueba falla, en el momento de la maldad Pedro se vuelve cobarde, en el momento de la soledad y el abandono se deja vencer por el miedo a verse involucrado a un alto precio. ¡Y sin embargo había hecho la más hermosa profesión de fe! 

Pero ¿qué había visto el Señor tan interesante en un hombre como Pedro? 

La fe que se deja instruir continuamente por Dios y que no duda en expresar lo que lleva en el corazón.

La fe que se deja cambiar de mirada y de juicio. Hasta ese momento, Pedro tenía otros criterios de referencia: su mundo afectivo, su oficio, su religiosidad. Con su respuesta, afirma que la persona de Jesús y la fe en Él marcan una nueva forma de ver las cosas. 

Justo como cuando uno se enamora: nada es como antes. Y será precisamente esa fe la que marcará la diferencia con Judas el día en que, después de haber renegado tres veces del Maestro, se abandonará a lágrimas de purificación y arrepentimiento. 

Jesús reconoce en Pedro la fe que acepta ser moldeada no por los éxitos, sino por las derrotas reinterpretadas como una oportunidad para una verdad más profunda sobre sí mismo. No una fe que se esgrime, sino aquella que llega a reconocer con humildad: «Señor, tú lo sabes todo». No la fe del fundamentalista, sino la del pecador que dice: «Apártate de mí». 

Aquel día, en Cesarea, fue fácil exclamar: «Tú eres el Cristo». Sin embargo, la fe de Pedro necesitará ser instruida sobre el hecho de que la imagen de Cristo no es algo estático y fijado de una vez por todas. Es fácil, en un momento de entusiasmo, decir «Tú eres el Cristo»; no es lo mismo cuando empiezas a sentir en tu propia piel la fatiga de permanecer fiel al Señor, que parece casi divertirse desmintiendo tus expectativas; y sin duda no lo será más adelante, cuando la tierra parezca fallar bajo tus pies. 

Llega para todos la hora de Cesarea, es decir, el momento en que se nos pide que saquemos a la luz lo que hemos dejado sedimentar en lo más profundo de nuestro corazón. Llega para todos la hora en que se nos pide que nos declaremos, sabiendo que decir quién es él no deja de tener consecuencias sobre la forma de entender quiénes somos nosotros. 

Quizás, con un poco de humildad, deberíamos reconocer que somos pobres en el conocimiento verdadero de Jesús, superficiales en la experiencia de la fe, inconstantes en nuestras opciones. 

«¡Cuán insondables son sus juicios e inaccesibles sus caminos!». 

¿Qué motivo tenemos para merecer la confianza de Dios, que sigue poniendo en nuestras manos lo más preciado que tiene: su palabra, sus gestos, …, su amistad? Sin embargo, nuestros pecados le son conocidos, como no se le escapan muchos de nuestros gestos torpes. Pero a Él le interesa la confianza que tenemos en Él y el amor que nos une a Él. Eso basta. 

Por eso amo al Señor y amo a la Iglesia: porque no deja de confiar en Pedro, en mí, en ti, en hombres que no son piedras talladas, sino simplemente hombres, con todo lo que eso significa. Todos somos, en mayor o menor medida, piedras recogidas aquí y allá, piedras de desecho que el Señor ha elegido para construir su comunidad. 

No fundó la Iglesia sobre el integrismo de los puros, sino sobre la humilde conciencia de quien sabe que no es mejor que nadie. Es a Pedro a quien se le pedirá que confirme a los hermanos, una vez superada la prueba. Y sabemos que en esa prueba Pedro tropezó y cayó. 

Cuánta gente, también hoy, se siente fascinada por lenguajes misteriosos, palabras arcanas, experiencias místicas, y se pone en busca de lo que suscita asombro y admiración. No es así el Señor: Él sigue eligiendo a Pedro, sigue eligiéndome a mí, sigue eligiéndote a ti. 

Hombres y mujeres de fe sincera, mezclada con muchas fragilidades y debilidades, único antídoto para no convertirnos en hombres y mujeres soberbios, siempre necesitados de ser engendrados por el abrazo de la misericordia y de ser confirmados en su fe. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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