martes, 29 de abril de 2025

Es cuestión de soñar con creatividad e imaginación.

Es cuestión de soñar con creatividad e imaginación

Hay una palabra que el Papa Francisco ha devuelto a la Iglesia con una fuerza inaudita: ternura. 

La ternura no es un sentimiento débil. Es una fuerza desarmada y muy poderosa que se atreve a acercarse a las heridas sin miedo a contagiarse. 

Es el estilo que el Papa Francisco ha imprimido a la Iglesia: no el poder de los grandes discursos, ni la seducción del poder, sino la sencillez desarmante de quien sabe inclinarse ante los desechos del mundo. 

En una época que premia la eficiencia y la apariencia, el Papa Francisco ha tenido el valor de decir que el verdadero poder es servir, y que el verdadero éxito de una Iglesia no se mide por los números, sino por el abrazo dado a quienes ya nadie quiere mirar. 

Hay una imagen que dice más del Papa Francisco que mil discursos: un hombre vestido de blanco que, sin miedo, se inclina para besar los pies de migrantes, incluso musulmanes, de presos, de marginados. 

Desde aquel 13 de marzo de 2013, cuando se asomó a la Logia de San Pedro y pidió al pueblo que rezara por Él antes incluso de bendecirlo, su mensaje ha sido claro: la Iglesia debe parecerse a Jesús, y Jesús caminaba entre la gente. 

El Papa Francisco soñaba con una Iglesia que no se encerrara en palacios dorados, sino que saliera, se ensuciara, se hiriera. Una Iglesia que no teme el polvo de las calles ni las lágrimas de los hombres. Una «Iglesia en salida», como le gustaba repetir, que corre al encuentro de los pobres, de los olvidados, de los que lo han perdido todo menos la esperanza. Ahí es donde se encuentra realmente Dios: en los rostros surcados por el cansancio, en las manos callosas, en los corazones heridos. 

No es una elección de estilo, es una cuestión de fe. Para el Papa Francisco, cada persona descartada por el mundo es una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Y la Iglesia, si quiere ser fiel a su Señor, debe inclinarse sobre estas heridas sin miedo, sin medida. 

En una época que construye muros y levanta barreras, el Papa construía puentes. No solamente con palabras, sino también con gestos sencillos y revolucionarios: abrazando a niños enfermos, deteniéndose a hablar con quienes viven en la calle, eligiendo vivir con sobriedad. «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y sucia por haber salido a la calle», escribió, «antes que una Iglesia enferma por el encierro». 

Su sueño era una Iglesia «del pueblo», no porque se rebajara al consenso, sino porque sabe que pertenece a quienes no tienen voz, a quienes el mundo descarta. Es una Iglesia que no se avergüenza de sus heridas, que las muestra como medallas de amor. Una Iglesia que no pregunta de dónde vienes, qué idioma hablas, cuál es tu pecado, sino que te abre los brazos y te llama hijo. 

Su idea de «Iglesia en salida» no es una moda lingüística: es un terremoto espiritual. 

Es la convicción de que no se puede permanecer a salvo tras los muros de las sacristías, mientras fuera el mundo sangra. Es la imagen de una comunidad que sabe caminar, incluso tropezar, con tal de no quedarse inmóvil. Una Iglesia que no teme perder privilegios si eso significa ganar un solo hermano más. 

Pero el sueño del Papa Francisco no nace de una improvisación personal: está profundamente arraigado en el gran acontecimiento que marcó a la Iglesia contemporánea, el Concilio Vaticano II. 

El Papa Francisco ha querido reavivar esa llama, esa llamada a la renovación, que el Concilio había encendido pero que en demasiados casos había sido sofocada por el miedo o la costumbre. Vivir una Iglesia abierta, dialogante, misionera, pobre entre los pobres: este es el corazón palpitante del Vaticano II que el Papa Francisco, con gestos concretos y palabras valientes, trataba de traducir cada día a la vida real. 

Para el Papa Francisco, todo el Pueblo de Dios es sujeto activo de la misión de la Iglesia. Francisco ha actuado para abrir caminos hacia una «Iglesia con la pirámide invertida», en la que el propio Papa se ponía a escuchar. 

El Papa Francisco ha devuelto la voz a los invisibles, a los excluidos, a los «descartados» de la globalización: migrantes, pobres, víctimas de la guerra, presos, olvidados. No como un benefactor distante, sino como un hermano que comparte el mismo polvo del camino, la misma hambre de justicia y de amor. 

Con el mismo espíritu, abrió los brazos a quienes durante demasiado tiempo se han sentido marginados incluso por la Iglesia: la comunidad LGBTI+, los separados, los divorciados vueltos a casar. 

«¿Quién soy yo para juzgar?», dijo con una sencillez que dio la vuelta al mundo. No es un eslogan, sino un programa pastoral: reconocer que cada persona es amada por Dios más allá de sus fragilidades, de sus historias, de sus heridas. 

A los separados y divorciados les tendió la mano con delicadeza, abriendo caminos de discernimiento y acogida, recordando que la misericordia es más fuerte que cualquier herida y que el fracaso no puede ser la última palabra en la vida de nadie. 

El Papa Francisco caminaba con paso cansado, a veces encorvado por el peso de las expectativas y las resistencias. Pero siguió caminando. Porque sabía que la única Iglesia fiel al Evangelio es la que sabe perder por amor, la que sabe abandonar su comodidad por una sonrisa, la que sabe salir incluso en la noche más oscura para llevar una pequeña luz. 

Y tal vez, en este tiempo difícil y temeroso, su sueño es más necesario que nunca: una Iglesia capaz de acoger, de perdonar, de amar sin medida. Una Iglesia que no sea perfecta, pero profundamente humana, como el corazón de Cristo. 

Una Iglesia que tenga el valor de realizar hasta el final el sueño del Concilio Vaticano II: una Iglesia que no se cierre por miedo, sino que se abra por amor. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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