martes, 8 de abril de 2025

“Adolescencia” -Houston, tenemos un problema-.

“Adolescencia” -Houston, tenemos un problema- 

Uno de los temas que aborda la serie “Adolescencia” (https://es.wikipedia.org/wiki/Adolescencia_(serie_de_televisi%C3%B3n) es el de la incomunicación del mundo juvenil y el papel de la escuela. Y el otro tema, no menos inestable y problemático, es el de la paternidad. 

En la serie de televisión “Adolescencia” la figura paterna se ve profundamente afectada por una crisis, y esta crisis se condensa en torno a una palabra que vuelve con insistencia casi obsesiva: «vergüenza». Eddie, el padre de Jamie, se siente continuamente avergonzado; Adam, el hijo del policía, va a hablar con su padre porque su falta de comprensión de la dinámica es vergonzosa. La vergüenza es la clave de las relaciones conflictivas, irresueltas, a menudo interrumpidas entre padres e hijos. 

Los hombres parecen desorientados, incapaces de tomar decisiones: al principio de la primera entrega, el policía no responde a un mensaje de su hijo porque prefiere dejar que su esposa decida; Eddie, nombrado tutor de su hijo, no sabe cómo comportarse. La redefinición de los roles sociales, empezando por el parental, ha afectado en primer lugar a la «masculinidad», suscitando interrogantes, resistencias, sarcasmos y rechazos explícitos. 

En el tercer episodio, centrado en la conversación entre Jamie y Briony, la psicóloga encargada de trazar un perfil psicológico de Jamie, este intenta cuestionar, eludir y esquivar todas las preguntas sobre su padre y su relación, intentando refugiarse en tranquilizadores clichés de sentido común: «Mi padre es un buen hombre, nunca me pegó, nunca levantó la mano sobre mi madre». En el cuarto episodio se desenmascarará lo que no se dice detrás de ese cliché: el padre de Jamie es un buen hombre, pero le cuesta controlar la ira, impone su agenda familiar, solo está tranquilo cuando su esposa e hija cumplen sus deseos. 

En esa superficie aparentemente ordinaria se abre una grieta, y de ahí surgen los rasgos de una masculinidad aún anclada en modelos de fuerza, invulnerabilidad y paternalismo. Precisamente esa idea de macho, de dominio, de control que Jamie había intentado imponer con su actitud desafiante, poniéndose de pie frente a la psicóloga en una posición dominante, gritando, arrojando objetos, burlándose de la psicóloga porque tiene el miedo de un niño... 

Pero en las grietas de la llamada normalidad también surgen las cicatrices: Jamie cuenta que cada vez que jugaba al fútbol, su padre iba a animarlo, pero cada vez que cometía un error, su padre desviaba la mirada, incapaz de soportar esos errores y disimular su propia decepción. 

La dinámica cotidiana de una familia normal, en la que no hay episodios de violencia, en la que los hijos parecen haber crecido con atención, constituye el elemento más inquietante de la historia porque interroga radicalmente al espectador: ante la in-explicabilidad de las acciones del hijo, los padres se preguntan casi indefensos dónde se equivocaron. 

«Podríamos haber hecho más», dice la madre de Jamie en el último episodio. «No es culpa nuestra», le responde el padre. El mismo que se preguntó: «¿Cómo hemos criado a una hija tan perfecta como Lisa?», recibiendo como respuesta de su esposa: «De la misma manera que hemos tenido un hijo como Jamie». 

“Adolescencia” pone de manifiesto una verdad incómoda: la familia se queda tremendamente sola. Y no logra identificar con claridad el origen del malestar: esos hijos que hasta hacía poco eran niños felices y alegres resultan ser perfectos desconocidos. Y es una dinámica que afecta a todas las familias que, por poner un ejemplo, reciben una llamada de la escuela y no creen que su hijo pueda haber hecho algo, porque lo conocen y no sería capaz de hacerlo. Hay un misterio que crece dentro de casa, en una burbuja de incomunicación ordinaria hecha de habitaciones cerradas, teléfonos móviles, grupos sociales... 

“Adolescencia” nos cuestiona sobre lo que significa ser hombres, ser padres, ser educadores en una época en la que los referentes se desmoronan y las figuras parentales tienen dificultades para redefinirse. 

El Papa Juan Pablo II -Carta a las familias ‘Gratissimam sane’ del 2 de febrero de 1994 (https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/letters/1994/documents/hf_jp-ii_let_02021994_families.html) - utilizó una frase muy dura al respecto: está creciendo una generación de «huérfanos de padres aún vivos». 

Aplastados entre la tentación de satisfacer todos los deseos de sus hijos y la rigidez de la autoridad tradicional, los padres y las madres (pero sobre todo los padres) oscilan, se retraen, se disuelven. Y lo que queda, con demasiada frecuencia, no es libertad, sino un desierto afectivo y relacional. 

Uno de los aspectos más significativos de “Adolesencia” hablando de la “paternidad” es la representación de la crisis de fe. En línea con una de las tendencias de las series contemporáneas, asistimos a una progresiva evaporación de lo religioso, no solo en su dimensión institucional y reconocible, sino también en su valor como respuesta a las preguntas de sentido. 

De hecho, los jóvenes protagonistas se encuentran a menudo confrontados con un vacío existencial que ni la familia ni la sociedad parecen capaces de llenar. La religión, que en otro tiempo fue un referente imprescindible para la construcción de la identidad individual y colectiva, parece hoy ausente material y simbólicamente. 

La familia representa uno de los temas tradicionalmente fuertes de la pastoral eclesial. Sin embargo, a menudo se tiene la impresión de que la atención que se le presta está filtrada por una visión ideológica, alejada de las complejidades reales de la vida cotidiana. 

En no pocas parroquias aún se imparten cursos (o, como prefieren decir algunos Obispos más atentos al maquillaje lingüístico que a la sustancia, «itinerarios») de preparación al matrimonio que hasta pueden estar obsoletos, mientras que resulta marginal no solo el compromiso concreto con las familias en dificultades, sino también una auténtica reflexión y replanteamiento de los procesos educativos. 

Estos últimos, los procesos educativos en cuestión, parecen a menudo encorsetados en modelos abstractos, espiritualizados, a veces atrincherados en cuestiones litúrgico-sacramentales que, por muy relevantes que sean, tienen dificultades para dialogar con las formas, los lenguajes y las inquietudes de las nuevas generaciones. 

Y crecen las generaciones que perciben la Iglesia y sus expresiones como algo remoto, distante,…, de otro mundo, quizás incluso más que la escuela o las propias figuras parentales. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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