Sobre la felicidad
El 10 de abril de hace 100 años salió a la luz una de las novelas más bellas del siglo XX, por cómo está escrita y por lo que hay escrito en ella: “El gran Gatsby” de Francis Scott Fitzgerald. Narra la historia de un hombre de principios del siglo XX que encarna el sueño americano. El protagonista, James Gatz, hijo de granjeros de Dakota del Norte, por un golpe del destino, a los 17 años logra darle un giro a su vida y se rebautiza como Jay Gatsby.
Un hombre que se enriquece desmesuradamente con actividades más o menos legales y se va a vivir a una magnífica villa neoyorquina, todo con el fin de (re)conquistar en esta nueva y brillante apariencia lo que le falta a su sueño: el amor de su juventud, Daisy Fay -el apellido significa ‘hada-, una hermosa heredera de la que tuvo que alejarse por la guerra. Sin embargo, en su ausencia, Daisy Fay se había casado con un hombre de su círculo elitista. La historia muestra, desgarradora como un atardecer de finales de verano, que el deseo de felicidad es el deseo de un amor infinito.
Esto nos convierte en un parásito: somos seres finitos que queremos lo infinito. Pero, ¿es la felicidad entonces solo una ilusión? ¿Nos hemos inventado lo infinito porque tenemos miedo de morir?
Lo cierto es que el deseo de felicidad define la existencia humana: decir «yo» es decir qué deseo, qué me mueve. Para conocer a alguien, pregunto: ¿qué es lo que realmente deseas?
Jay Gatsby construye su «búsqueda de la felicidad» (presente en el ADN de su país desde el primer artículo de la Declaración de Independencia) en torno a Daisy Fay, objeto supremo e idealizado del deseo. Sin embargo, la felicidad nunca es un objeto, porque es la búsqueda de lo infinito, pero materializarla en cosas y personas nos da a los humanos el sentimiento de existir: sentir que hemos tomado o incluso controlado la vida alivia la ansiedad de lo desconocido, templa el miedo a la muerte. Pero, a la luz de los hechos, esta felicidad, que se resuelve principalmente en la conocida tríada de posesión, poder y placer, nunca es suficiente: las cosas (o las personas transformadas en cosas) de las que creemos que recibimos control sobre la vida resultan insuficientes e insatisfactorias, nos dan bienestar pero no el infinito, el ser bien.
Si bebo, la sed se extingue, pero el deseo de felicidad nunca desaparece: sobrevive a cada logro, de hecho, aumenta.
Jay Gatsby lo sabe bien, que por la noche vuelve a mirar en la distancia desde su inmensa mansión una luz verde, tan presente como inalcanzable, un «indefinido» que, tal vez nos pasa a nosotros con el horizonte y las estrellas, es solo un recordatorio físico de la infinidad que buscamos.
La de Jay Gatsby es una fe, cree en la luz verde que señala la felicidad absoluta, un estado de unión total, la vida que ya no muere, el paraíso en la tierra. Tratamos de vivir y sentimos la tensión y la esperanza de esa mañana plena y definitiva. De ahí viene la prisa, resultado de la inquietud, que nos hace acelerar cada vez más hacia ese futuro.
Nuestro esfuerzo por perseguir la felicidad total es en vano, porque un ser finito no puede procurarse lo infinito: la corriente del tiempo vence cualquier esfuerzo y, transformando cada «será» y cada «es» en un «ha sido», nos relega al pasado. Por eso muchas filosofías apuntan a la extinción del deseo como camino hacia la felicidad: nos procuramos el dolor de la carencia anhelando lo que tanto no nos satisfará. Pero entonces, ¿el deseo es solo una sensación de vacío creada por la conciencia para manejar más o menos torpemente el miedo a la muerte?
Hay una llamada que, demasiado ocupados en no morir en lugar de vivir, no escuchamos. San Agustín de Hipona, a finales del siglo IV d. C., ya había abordado de frente (su inquietud) la cuestión, colocándola al principio de su autobiografía espiritual, Las Confesiones: «Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Para él, es precisamente la inquietud la que conduce a la felicidad, porque la insatisfacción nunca aplacada por las cosas del mundo, no es una ausencia infinita sino una falta infinita. Para él, el sentimiento de falta es la huella de la presencia de un amor que me quiere existente tal como soy. ¿Y por qué entonces me parece ausente? ¿Ese tú está o no está?
Yo he tratado de encontrar la respuesta en la parábola de los talentos (Mt 25,12-30): el hombre que los confía a los siervos «se va de viaje» y «vuelve después de mucho tiempo» (el tiempo de la vida). Es precisamente su «ausencia temporal» (falta) lo que los transforma de siervos en protagonistas de la historia: el don de la libertad.
La presencia del donante es precisamente donde no la esperamos, en su «partida», que empuja a cada uno a descubrir los dones que tiene y por qué los tiene: una vida única e irrepetible. ¿Qué haces con ello? La ausencia no es un vacío, sino una invitación a crecer. Cuando siento la ausencia de Dios pienso: se ha ido y volverá, pero ahora está presente en mí con sus dones, me toca a mí.
Etty Hillesum lo había entendido bien en tiempos oscuros como el Holocausto, durante el cual murió: «Una cosa se vuelve cada vez más evidente para mí, y es que Tú no puedes ayudarnos, sino que somos nosotros los que debemos ayudarte a Ti, y de esta manera nos ayudamos a nosotros mismos. Lo único que podemos salvar, y también lo único que realmente importa, es un pequeño pedazo de Ti en nosotros mismos, Dios mío» (Diario).
Ese tú actúa como el padre que ama a su hijo, no se sustituye pero no está ausente, como cuando aprendimos a caminar. Nuestro inagotable deseo de felicidad es, por tanto, un espacio (el esfuerzo de la libertad, del conocimiento de uno mismo y de la acción) para crecer y crear.
La felicidad comienza por aceptar y habitar la carencia, pero si por miedo la lleno de cosas, no descubriré lo que ya contiene: mi singularidad.
Jay Gatsby intenta conquistar a Daisy Fay, proyectando en ella el amor infinito que anhela, pero lo infinito nunca está en una cosa o en una persona. Las cosas y las personas son señales: si confundimos la señal con el objetivo, nos decepcionaremos y, locamente, nos enojaremos con la señal, ¡reprochándole que no sea el cumplimiento y la realización!
La grandeza humana es una «grandeza que falta» (inquieta y libre), una llamada al infinito amor y no a cuatro cosas que no entrarán en la tumba. Una luz verde nos lo recordará siempre.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario