jueves, 10 de abril de 2025

Ausencia de profecía.

Ausencia de profecía 

«No se puede hablar de Dios permaneciendo iguales», observó con agudeza el actor Roberto Benigni al comentar en televisión los Diez Mandamientos: «Los ídolos adormecen —añadió—, mientras que lo Divino inquieta, te pide que cambies, que te renueves siempre; Dios es un himno a la vida, quiere entrar no en nuestra mente, sino en nuestros corazones».

 

Me gusta pensar en el profeta como en aquel que, habitado por Dios, vive continuamente en su presencia. ¡Hacerse morada de Dios! Es un largo camino interior que recorrer hasta que salga el sol, atravesando la noche. Caminar por los senderos de Dios es abrazar su lógica. Esto es consecuencia de estar sintonizados con la decisión de Dios de caminar con nosotros.

 

Sintonizar nuestro reloj espiritual y existencial con la zona horaria del Espíritu Santo que nos lleva al encuentro con Jesús. Hacerle espacio en los caminos de nuestra vida significa hacer retroceder ciertas pretensiones nuestras; es hacerle plantar su tienda en medio de nuestros proyectos; es dejarse perturbar por una presencia que cambia radicalmente las cosas. Entonces, y solo entonces, seremos verdaderos profetas.

 

Entonces, ¿cuándo nos convertimos realmente en «profetas, hijos de profetas»? ¿Cuáles son los signos de esta pertenencia?

 

Estamos llamados a ir más allá de la actitud de emoción y asombro para verificar, en la vida cotidiana, el grado de acogida que realmente se reserva al Verbo de Dios, a su Palabra. La respuesta solo puede venir de nuestra vida, en la medida en que construye relaciones leales y verdaderas, y genera -con palabras responsables y gestos concretos- condiciones de reconciliación y paz, devuelve la esperanza acercándose a las condiciones de los hermanos, especialmente de los más pobres.

 

Un motivo de confianza y un nuevo impulso -en esta dirección- podría ser escuchar los signos de los tiempos y discernir propuestas concretas e iluminadas sobre el camino a seguir para dar nueva vitalidad al testimonio profético, a partir de un nuevo humanismo que, en Jesús de Nazaret, responde mejor a las necesidades de nuestro tiempo.

 

Son cinco los caminos que, tomados de Evangelii gaudium, podrían inspirar a la Iglesia. Todos ellos unidos bajo la cifra de la profecía, en la que todos los cristianos nos sintamos llamados a ofrecer luz en un tiempo como el actual, fuertemente marcado por tantos temores y oscuridades.

 

Si nos tomamos en serio el estilo que inequívocamente se desprende de las palabras del Papa Francisco, no podemos evitar constatar que, a menudo, todo lo que finalmente hemos... iluminado... acaba resplandeciendo de tragedia. La tragedia de una existencia llamada a profetizar y que, en cambio, corre el riesgo de no hablar más; una existencia muda en la que la profecía carece de «ejercicio».

 

He aquí, pues, la necesidad de una profecía capaz de transformar la historia, de abrirse a una visión elevada, espiritual, que no quiere decir desencarnada, sino capaz de unir el cielo con la tierra. La tarea de la profecía no es prescribir comportamientos, sino mostrar la grandeza de la vocación de seguir a Jesús; la conducta del discípulo de Jesús, de hecho, no es la sumisión a preceptos, sino la explicitación del don recibido.

 

Por eso la profecía encuentra su síntesis en la caridad, de la cual se derivan exigencias concretas y específicas. Solo haciendo de la caridad el parámetro y la meta final, es posible orientar el camino hacia la meta alta de la bienaventuranza evangélica y no hacia la baja de una justicia solo formal. La caridad debe dar fruto: no puede reducirse a una emoción, a un sentimiento, sino que se traduce en gestos concretos por la vida y el bien del mundo. El camino del profeta, de hecho, está siempre dentro de la historia y en un contexto de pueblo.

 

El Evangelio nos da una indicación tan clara que parece rozar la banalidad cuando afirma que la caridad no se demuestra, la caridad se vive; y precisamente porque se vive, la caridad no se demuestra, sino que se muestra.

 

El auténtico gusto por las cosas no se demuestra, se realiza. La luz no se demuestra, la luz se enciende y por eso mismo se hace visible. Cuando no existe esta capacidad de mostrar el verdadero sabor de la realidad, viviéndola de manera evidente y perceptible, recurrimos a otras herramientas: la argumentación, la demostración, la organización.

 

¿Quieres dar a conocer a Dios? No hables de Dios, no argumentes sobre Él, no demuestres nada; haz algo concreto; pero que sea tan hermoso, tan sensato y sabroso... que, quien te encuentre, diga espontáneamente: ¡pero es realmente hermoso lo que haces y vives! ¿Quién te inspira? ¿En nombre de quién lo haces? ¡Así es como Dios quiere ser presentado y testimoniado!

 

Con la misma fuerza y evidencia de la luz; con el mismo sabor fuerte de la sal: a través de elecciones y gestos concretos, que dan gusto y contagian el sentido de vivir. De esta manera, el propio sentir y pensar se armoniza con el ritmo sensible y pensante de Dios, para convertirse en una llama que arde, ilumina y calienta.

 

Si nuestras opciones de vida y misión no van en esta dirección, corren el riesgo de ser una forma de ocultar el único procedimiento que el Evangelio prefiere: el de la evidencia, el de la atracción; que significa tomar decisiones y realizar gestos que hagan evidentemente sabroso el vivir con Cristo.

 

Esta es la tarea del profeta: hacer ver a Jesús; hacerlo transparente a través de las palabras y la vida. No dar visibilidad a uno mismo. Ni siquiera a la Iglesia.

 

Siempre me llama la atención el relato evangélico de aquellos que piden ver a Jesús, a quienes Jesús no hace nada para atraerlos, no se activa para hacer atractivo su mensaje: no rebaja sus exigencias, sino que va al corazón de su persona y de su misión: «Si alguno quiere servirme...» (Jn 12, 26).

 

En el fondo, deja claro que solo se puede ver, solo se puede experimentar a Él, cuando se está dispuesto a recorrer su mismo camino, que es el de la caridad llevada hasta la cruz. A quien quiere conocerlo, Jesús le indica el renunciar a sí mismo, a los propios proyectos llevados adelante sin tener en cuenta las circunstancias y a los demás; propone la confianza incondicional en el Padre.

 

Cuánta tristeza se difunde en cambio si quien proclama amor y dedicación al Señor Jesús termina reclamando atención y gratitud para sí mismo... Hay que recordar siempre que, quien no muere, se queda solo...


Hay una especie de autorreferencialidad y de esquizofrenia existencial, diría el Papa Francisco, que lleva a vivir una doble vida, fruto de la hipocresía típica de la mediocridad de la vida y de la progresiva vacuidad espiritual.

 

Creo que la Iglesia está llamada a vivir el camino de la vida entregándose, ofreciéndose siempre de nuevo, con generosidad, convencida de que si espera ser rica antes de ser donante, morirá de infinita pobreza aun en medio de tanto esplendor y gloria institucionales

 P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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