Ausencia de profecía
«No se
puede hablar de Dios permaneciendo iguales», observó con agudeza el
actor Roberto Benigni al comentar en televisión los Diez Mandamientos: «Los
ídolos adormecen —añadió—, mientras que lo Divino inquieta, te pide que
cambies, que te renueves siempre; Dios es un himno a la vida, quiere entrar no
en nuestra mente, sino en nuestros corazones».
Me gusta pensar
en el profeta como en aquel que, habitado por Dios, vive continuamente en su
presencia. ¡Hacerse morada de Dios! Es un largo camino interior que recorrer hasta
que salga el sol, atravesando la noche. Caminar por los senderos de
Dios es abrazar su lógica. Esto es consecuencia de estar sintonizados con la
decisión de Dios de caminar con nosotros.
Sintonizar
nuestro reloj espiritual y existencial con la zona horaria del Espíritu Santo
que nos lleva al encuentro con Jesús. Hacerle espacio en los caminos de
nuestra vida significa hacer retroceder ciertas pretensiones nuestras; es
hacerle plantar su tienda en medio de nuestros proyectos; es dejarse perturbar
por una presencia que cambia radicalmente las cosas. Entonces, y solo entonces,
seremos verdaderos profetas.
Entonces,
¿cuándo nos convertimos realmente en «profetas, hijos de profetas»? ¿Cuáles son
los signos de esta pertenencia?
Estamos llamados
a ir más allá de la actitud de emoción y asombro para verificar, en la vida
cotidiana, el grado de acogida que realmente se reserva al Verbo de Dios, a su
Palabra. La respuesta solo puede venir de nuestra vida, en la medida en
que construye relaciones leales y verdaderas, y genera -con palabras
responsables y gestos concretos- condiciones de reconciliación y paz, devuelve
la esperanza acercándose a las condiciones de los hermanos, especialmente de
los más pobres.
Un motivo de
confianza y un nuevo impulso -en esta dirección- podría ser escuchar los signos
de los tiempos y discernir propuestas concretas e iluminadas sobre el camino a
seguir para dar nueva vitalidad al testimonio profético, a partir de un nuevo
humanismo que, en Jesús de Nazaret, responde mejor a las necesidades de nuestro
tiempo.
Son cinco los
caminos que, tomados de Evangelii gaudium, podrían inspirar
a la Iglesia. Todos ellos unidos bajo la cifra de la profecía, en la que todos
los cristianos nos sintamos llamados a ofrecer luz en un tiempo como el actual,
fuertemente marcado por tantos temores y oscuridades.
Si nos tomamos
en serio el estilo que inequívocamente se desprende de las palabras del Papa
Francisco, no podemos evitar constatar que, a menudo, todo lo que finalmente
hemos... iluminado... acaba resplandeciendo de tragedia. La tragedia de una
existencia llamada a profetizar y que, en cambio, corre el riesgo de no hablar
más; una existencia muda en la que la profecía carece de «ejercicio».
He aquí, pues,
la necesidad de una profecía capaz de transformar la historia, de abrirse a una
visión elevada, espiritual, que no quiere decir desencarnada, sino capaz de
unir el cielo con la tierra. La tarea de la profecía no es prescribir
comportamientos, sino mostrar la grandeza de la vocación de seguir a Jesús; la
conducta del discípulo de Jesús, de hecho, no es la sumisión a preceptos, sino
la explicitación del don recibido.
Por eso la
profecía encuentra su síntesis en la caridad, de la cual se derivan exigencias
concretas y específicas. Solo haciendo de la caridad el parámetro y la meta
final, es posible orientar el camino hacia la meta alta de la bienaventuranza
evangélica y no hacia la baja de una justicia solo formal. La caridad debe dar
fruto: no puede reducirse a una emoción, a un sentimiento, sino que se traduce
en gestos concretos por la vida y el bien del mundo. El camino del profeta, de
hecho, está siempre dentro de la historia y en un contexto de pueblo.
El Evangelio nos
da una indicación tan clara que parece rozar la banalidad cuando afirma que la
caridad no se demuestra, la caridad se vive; y precisamente porque se vive, la
caridad no se demuestra, sino que se muestra.
El auténtico
gusto por las cosas no se demuestra, se realiza. La luz no se demuestra, la luz
se enciende y por eso mismo se hace visible. Cuando no existe esta capacidad de
mostrar el verdadero sabor de la realidad, viviéndola de manera evidente y
perceptible, recurrimos a otras herramientas: la argumentación, la
demostración, la organización.
¿Quieres
dar a conocer a Dios? No hables de Dios, no argumentes sobre Él, no demuestres
nada; haz algo concreto; pero que sea tan hermoso, tan sensato y sabroso...
que, quien te encuentre, diga espontáneamente: ¡pero es realmente hermoso lo
que haces y vives! ¿Quién te inspira? ¿En nombre de quién lo haces? ¡Así es
como Dios quiere ser presentado y testimoniado!
Con la misma
fuerza y evidencia de la luz; con el mismo sabor fuerte de la sal: a través de
elecciones y gestos concretos, que dan gusto y contagian el sentido de vivir.
De esta manera, el propio sentir y pensar se armoniza con el ritmo sensible y
pensante de Dios, para convertirse en una llama que arde, ilumina y calienta.
Si
nuestras opciones de vida y misión no van en esta dirección, corren el riesgo
de ser una forma de ocultar el único procedimiento que el Evangelio prefiere:
el de la evidencia, el de la atracción; que significa tomar decisiones y
realizar gestos que hagan evidentemente sabroso el vivir con Cristo.
Esta es la tarea
del profeta: hacer ver a Jesús; hacerlo transparente a través de las palabras y
la vida. No dar visibilidad a uno mismo. Ni siquiera a la Iglesia.
Siempre me llama
la atención el relato evangélico de aquellos que piden ver a Jesús, a quienes
Jesús no hace nada para atraerlos, no se activa para hacer atractivo su mensaje:
no rebaja sus exigencias, sino que va al corazón de su persona y de su misión:
«Si alguno quiere servirme...» (Jn 12, 26).
En el fondo,
deja claro que solo se puede ver, solo se puede experimentar a Él, cuando se
está dispuesto a recorrer su mismo camino, que es el de la caridad llevada
hasta la cruz. A quien quiere conocerlo, Jesús le indica el renunciar a sí
mismo, a los propios proyectos llevados adelante sin tener en cuenta las
circunstancias y a los demás; propone la confianza incondicional en el Padre.
Cuánta tristeza se difunde en cambio si quien proclama amor y dedicación al Señor Jesús termina reclamando atención y gratitud para sí mismo... Hay que recordar siempre que, quien no muere, se queda solo....
Hay una especie de
autorreferencialidad y de esquizofrenia existencial, diría el Papa Francisco,
que lleva a vivir una doble vida, fruto de la hipocresía típica de la
mediocridad de la vida y de la progresiva vacuidad espiritual.
Creo que la Iglesia está llamada a vivir el camino de la vida entregándose, ofreciéndose siempre de nuevo, con generosidad, convencida de que si espera ser rica antes de ser donante, morirá de infinita pobreza aun en medio de tanto esplendor y gloria institucionales.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
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