De los discípulos de Emaús al anciano Simeón: la gratitud del agradecimiento
No me gustan los balances: sería superficial en la lectura, destacando aspectos objetivamente secundarios y omitiendo, en cambio, momentos y situaciones que, aunque no sean evidentes, han sido significativos. «No juzguéis nada antes de tiempo» (1 Cor 4,5), como dice San Pablo: solo el Señor escruta los corazones y conoce la verdad de los actos y el alcance de nuestras palabras.
Si releyera mi vida solo desde el punto de vista cronológico, no tardaría en revestirme de los dos de Emaús, hombres con la memoria perdida.
Estancados en la superficie de las cosas, se han dejado aplastar por los dolorosos acontecimientos ocurridos en Jerusalén. Son los hombres del kronos, palabra griega que indica el tiempo como contenedor. Se trata del tiempo visto en su acontecer externo, un tiempo entendido como la sucesión de cosas sin captar el acontecimiento que encierran.
Los acontecimientos, en cambio, nos piden que discernamos qué palabra se guarda en ellos para cada uno de nosotros, para que lo que a primera vista percibimos como un suceso, algo que ac-cede sin sentido porque literalmente nos ha caído encima, se convierta en un acontecimiento: reconocer, es decir, que en cada circunstancia hay un camino de Dios hacia nosotros.
A los discípulos de Emaús inmersos en el kronos les falta el consuelo del kairós, es decir, el tiempo como ocasión de la visita de Dios, tiempo de salvación, el tiempo como lugar teológico: es el tiempo en el que suceden acontecimientos, no simples cosas.
No es casualidad que la Iglesia, en el rezo de las Vísperas, ponga en nuestros labios las palabras de María en su Magnificat. Sea nuestro día sereno o triste, a través de esas palabras, damos voz a una verdadera narración de la historia de la gracia en nuestra vida. Reconocemos que no hay encuentro en el que Dios no se haya involucrado, no hay dolor que Dios no haya compartido, no hay incomprensión que Dios no conozca, no hay deseo que Dios no escuche. Una verdadera historia de la gracia, de la obra de Dios en nosotros.
Esto, sin embargo, no sin una consecuencia: que aprendamos a reconocer la gracia de la historia. A nosotros, que a menudo deseamos un lugar diferente, finalmente libre de toda preocupación, de toda limitación, del peso de lo cotidiano, de la rutina insoportable, se nos repite que el «mientras tanto» es un material precioso, que el «mientras» no tiene menos valor que la realización, que el «mientras» tiene el mismo valor que la meta fijada.
La fe nunca propone un «otro lugar», sino un «de otra manera».
Jesús rechaza tanto esta categoría de «otro lugar» que se
reunirá con los suyos precisamente en Galilea, donde volverán a hacer lo que
sabían hacer antes. Si entonces la relación con Él no requiere un lugar
diferente al de origen, significa que la vida cotidiana debe leerse con un alfabeto
diferente.
La vida tal como sucede es el lugar donde Dios elige habitar. ¿No es eso lo que celebramos en el misterio de la Encarnación?
No siempre los acontecimientos de la creación y de la historia tienen sentido. De hecho, hay no pocas situaciones insensatas y absurdas. El hombre, sin embargo, no puede evitar vivir con sentido, es decir, tener siempre una razón para actuar. El problema, si acaso, es cómo introducir un sentido donde no existe. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre tiene esta capacidad: puede modificar el valor de las situaciones históricas e introducir una nueva orientación en todo lo que vive (acontecimiento o suceso, como se ha dicho anteriormente).
Jesús fue un ejemplo de actitud de fe vivida plenamente, hasta el punto de hacer de su muerte, absurda y sin sentido, un acontecimiento de salvación universal. El Padre no quería que Jesús muriera injustamente, sino que siguiera amando, perdonando y revelándolo incluso en situaciones injustas.
«Mis ojos han visto tu salvación».
Desde los dos de Emaús, que abundan en recuerdos pero carecen de «memoria», hasta el viejo Simeón: he aquí el paso a dar.
Al final del día, en la oración de la tarde, son las palabras del viejo Simeón las que nos devuelven la mirada más apropiada para releer el paso del tiempo. Los encuentros, los gestos, las palabras son el medio de salvación, es decir, de una vida lograda, cumplida, con la condición de que yo los viva así. ¡Cuántos había en el templo cuando se presentó al Niño Jesús! Sin embargo, solo un anciano fue capaz de reconocerlo. Incluso María y José «se asombraban de lo que se decía de él» (Lc 2,33).
Más que preguntarme si he hecho el bien o el mal en el día que está llegando a su fin, debo aprender a preguntarme dónde y si he reconocido la salvación del Señor, en qué encuentros, en qué hechos ocurridos, en qué palabras escuchadas o pronunciadas, a través de qué gestos he manifestado o reconocido su obra.
Cuando, como San Francisco de Asís, llegamos a repetir «Laudato sii, mi Signore, per onne tempo», las partes se invierten. Mientras entono el «Te Deum laudamus» -Te alabamos, oh Dios- por todas las gracias y beneficios recibidos, la Trinidad misma entona un nuevo canto de alabanza: «Te hominem laudamus» -Te alabamos, oh hombre-.
Dios dice bien del hombre: por eso podemos guardar en nosotros la certeza de que se puede volver a empezar. Dios no nos «clava» en nuestros errores: no nos pregunta de dónde venimos, sino adónde queremos ir.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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