miércoles, 16 de abril de 2025

De rodillas.

De rodillas 

Hay acontecimientos y situaciones que, a veces, encierran y anticipan el sentido de toda una existencia. A veces basta un instante para resumirlo todo. Hace muchos años he tenido la gracia de acompañar a algunas personas en su último paso de este mundo al Padre y, en esos momentos, te das cuenta de que no hay nada improvisado y que, por el contrario, todo tiene el sabor de la verdad de una existencia y, por lo tanto, se convierte en testamento. 

Esa noche, la noche antes de morir, debió de ser así para Jesús. 

El gesto de lavar los pies, como el de la cena con los suyos, no fue un golpe teatral antes de salir de escena: las palabras y los gestos de aquella noche expresaban lo que había vivido a lo largo de toda su presencia entre los hombres. En el pan y en el vino estaba todo Él y todo era entregado como don, cada momento, cada instante. 

Había elegido el último lugar y no por estrategia, nunca había reivindicado prerrogativas que de alguna manera lo acreditaran, salvo la de recorrer el camino de todos. Nosotros recitamos nuestro papel, Él no. Lo que estaba a punto de hacer no era literatura. Tampoco teatro. 

La cena y los gestos de aquella noche habían sido preparados durante mucho tiempo. Nos atreveríamos a decir que desde siempre. Inclinarse y partir son desde siempre los verbos de Dios: 

– ya cuando, en el seno de la Trinidad, el Hijo había aceptado la aventura humana, haciéndose disponible tanto a la acogida como al rechazo (¡un Dios que se hace hombre!); 

– luego, cuando eligió a la muchacha de Nazaret y pidió su vientre («¿De Nazaret puede salir algo bueno?», objetará Natanael); 

– cuando necesitó un alojamiento improvisado para ver la luz en Belén («no había sitio para ellos»); 

– de nuevo cuando se vio obligado al exilio como un culpable por la locura homicida de un rey que veía en un niño a su rival; 

– luego, cuando durante años hizo suyo el servicio diario y el ocultamiento de Nazaret («bajó y se sometió a ellos»); 

– cuando aún vagaba de pueblo en pueblo como alguien que no tiene dónde reclinar la cabeza; 

– cuando concedió el perdón a quienes había amado mucho; 

– cuando fue a buscar y encontró a los que estaban perdidos; 

– cuando compartió unos pocos panes y unos peces para saciar el hambre de toda una multitud; 

– cuando entró en Jerusalén a lomos de un burro. 

Nada improvisado. 

Esta noche me encuentro pensando en mi vida, en nuestra vida, de la que no siempre sabemos reconocer el derecho y el reverso, la trama y la urdimbre. Pienso en tantas páginas que, tal vez, de forma torpe, querríamos arrancar o, en cualquier caso, eliminar. 

Sin embargo, también para nosotros es cierto que todo teje la trama de una historia cuyo cumplimiento es Dios mismo, gracias al cual incluso las contradicciones son material precioso: todo se recompondrá. 

Es más, la piedra que más desechamos es precisamente la que Dios utiliza como piedra angular. La traición de Judas, como la negación de Pedro y la huida de todos, se convierten en la experiencia gracias a la cual tocamos con la mano hasta qué punto hemos sido amados. De hecho, dentro de pocas horas cantaremos una vez más: «¡Feliz culpa!». 

San Juan insiste mucho en que, aunque no es Jesús quien determina lo que va a suceder, tampoco lo sufre pasivamente: el cuerpo del hombre Jesús, del que se apoderarán sus acusadores, ya era un cuerpo entregado; la sangre que derramará ya era sangre derramada. 

Lo que por parte de los hombres manifiesta su voluntad pecaminosa, por parte de Jesús, en cambio, expresa la obstinación del amor. El mismo acontecimiento puede leerse desde dos perspectivas: la muerte, desde el lado humano, y la vida, desde el lado de Dios. 

Despojarse de sus vestiduras, ceñirse con un paño y arrodillarse ante cada uno de sus compañeros de aventura, cuyas expectativas, esperanzas y fragilidades más o menos ocultas conocía, era solo una ocasión más que les ofrecía para que aprendieran una vez más cómo se está en el mundo y cómo se construyen las relaciones, cómo se construye la comunidad cristiana. 

Las relaciones se construyen prestando atención a las cosas más pequeñas y tratando con ternura a los más frágiles: por eso lavó los pies de los discípulos, es decir, la parte que más revela la vulnerabilidad y la inestabilidad. 

Sin embargo, incluso al final, surge la incomprensión, y no por parte de cualquiera, no. Es la incomprensión del primero de los Apóstoles. Junto con la incomprensión, San Pedro no tarda en expresar incluso su decepción por ese gesto. Esa decepción de Pedro delata todo el esfuerzo que le cuesta concebir la existencia de una persona que se entrega según el estilo de hacerse el último. Esa decepción no tardará en manifestarse como un desconocimiento de una posible relación con ese hombre llamado Jesús. 

«Lo que yo hago ahora no lo entiendes»: es cierto, Señor, yo tampoco lo entiendo y me rebelo con y como San Pedro. 

De rodillas: ese es el lugar del Señor y del Maestro. De rodillas ante personas que no merecían lo que él estaba a punto de darles. ¡Dios se inclina! 

Pero no, ¿cómo es posible? 

Otro es el camino de la novedad, otra es la manera alternativa: si Dios es Dios, no debe actuar así. Pienso en todas las situaciones en las que me gustaría sugerirle caminos y formas de actuar. Y, en cambio, Él repite: «¡Lo entenderás después!». 

De rodillas: ese es el lugar del discípulo. Al inclinarse, Dios me enseña a hacer lo mismo. 

De rodillas ante quienes no siempre son capaces de reconocernos y acogernos tal como somos; de rodillas ante quienes ven las cosas siempre con un toque de ironía y, a veces, incluso de maldad. 

Ayúdame, Señor, a esperar el momento en que yo también pueda comprender que asumir tu estilo nunca es inútil. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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