viernes, 4 de abril de 2025

El arte del curar y del cuidado.

El arte del curar y del cuidado 

El Catecismo de San Pío X, a la pregunta: «¿Para qué fuimos creados?», respondía: «Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida, y para disfrutarlo plenamente en el paraíso». 

Al observar las cosas creadas, todo hombre, por la luz de la razón que Dios le ha dado, debería poder llegar a reconocer que detrás de la creación no puede no haber un Creador, aunque tal vez no sepa nombrarlo, no sepa aún qué rostro tiene. El problema, si acaso, es cuando las cosas creadas terminan siendo idolatradas, tomando el lugar de quien hizo que existieran. 

Dado que, por la culpa original, es como si hubiéramos perdido la clave para comprender lo que nos recuerda Romanos 1,19 («Lo que se puede conocer de Dios se les manifiesta»), he aquí que Dios ha pensado en otro libro, el de su Palabra, para recordar a cada hombre que toda la creación no solo viene de Dios, sino que se dirige hacia él. Esta es la tarea de los cristianos, que son para el mundo como el alma para el cuerpo -cf. Carta a Diogneto-: transfigurar todas las cosas para que todo se convierta en primicia de lo que será al final. 

«En tus santos, que por el reino de los cielos

han consagrado su vida a Cristo tu Hijo,

celebramos, oh Padre,

la admirable iniciativa de tu amor,

pues tú devuelves al hombre

a la santidad de su primer origen

y le haces pregustar los dones

que le preparas en el mundo renovado».

(Prefacio de las Santas Vírgenes y los Santos Religiosos) 

Cuando salimos de las manos de Dios, fuimos pensados en grande: al crearnos a su imagen y semejanza, Dios nos llamó a cooperar en su proyecto de creación para que cada cosa pudiera subsistir según su orden específico. No solo eso: el hombre había sido constituido interlocutor a la par de su Señor, que bajaba a pasear con él en la brisa del atardecer, ya que había sido concebido para participar de su mismo descanso, es decir, de la plena comunión con él, entendida como contemplación extasiada de lo que había salido de las manos de Dios. 

No olvidemos que el relato de la creación tiene un ritmo letánico/responsorial cuando, después de la creación de cada cosa, se dice: «y he aquí que era cosa buena...». Y cuando finalmente Dios se supera a sí mismo al crear al hombre, se añade: «y era cosa muy buena». 

Dios había colocado al hombre en medio del jardín para que lo cultivara y lo custodiara. Cultivar y custodiar, en hebreo también significan: servir y observar. Esto significa que el trabajo es el servicio agradable a Dios, el culto que Él desea. Y es el lugar donde se pone en práctica y se observa su ley. Por lo tanto, haz que tu trabajo se convierta en oración y en una forma de practicar la justicia (este es el sentido del ora et labora de Benito de Nursia). El trabajo no era una condena, sino una expresión de la dignidad misma del hombre. Un hombre que no trabaja no solo tiene problemas económicos y de subsistencia: se ve perjudicado en su identidad más verdadera. 

Podríamos relacionar esto también con lo que Jesús le dice a la samaritana: no se necesitan lugares ni tiempos para adorar a Dios porque el Padre desea hijos que se le parezcan en lo que son y en lo que hacen. 

Pero luego, por ese descarrilamiento original infligido en la relación con Dios, todo se precipitó como en un abismo: tanto la relación con Dios como la que existe entre el hombre y la mujer y entre estos y toda la creación. Nada era más natural y espontáneo. Y, de hecho, el mismo trabajo se volverá alienante. 

Pero Dios no se resigna al curso de los acontecimientos y, por eso, vuelve a comprometer al hombre para que, mediante la obra de sus manos, de la que experimentará todo el esfuerzo, pueda crear una primicia y un anticipo de lo que serán los cielos nuevos y la tierra nueva. Este es también el sentido de la frase de Romanos 8,19: «La ardiente expectación de la creación aguarda la revelación de los hijos de Dios». Es como si se nos dijera que cuanto más cooperemos para hacer de la tierra el jardín que Dios quiso, más se apresura y se anticipa esa revelación plena. 

«Tú eres el único Dios vivo y verdadero:

el universo está lleno de tu presencia,

pero sobre todo en el hombre, creado a tu imagen,

has impreso el signo de tu gloria.

Lo llamas a cooperar con el trabajo diario

en el proyecto de la creación

y le das tu Espíritu,

para que en Cristo, hombre nuevo,

se convierta en artífice de justicia y paz».

(Prefacio Común IX) 

«Porque eres un ser especial y yo cuidaré de ti...» 

Creo que las palabras que Franco Battiato recoge en la canción «La cura» pueden ser, con razón, las palabras que Dios Padre repite a cada uno de nosotros haciéndose eco del profeta Isaías, que hace decir al Señor «¡Tú eres valioso a mis ojos!» (43,4). Sin embargo, si Franco Battiato plantea el cuidado como liberación «de» («de los miedos de la hipocondría, de las turbaciones que a partir de hoy encontrarás en tu camino, de las injusticias y engaños de tu tiempo, de los fracasos que por naturaleza normalmente atraerás...», por citar solo algunas de las realidades a las que se refiere), Dios Padre cuida de nosotros «en» (en los miedos, en las turbaciones, en las injusticias...). 

Precisamente el cuidado es la clave a partir de la cual releer toda la historia de la salvación y precisamente el cuidado es el punto de vista desde el cual configurar una pastoral conforme al deseo de Dios: una pastoral de la acogida, una pastoral capaz de sustraer el dolor y el cansancio a su soledad. 

En no pocos recipientes que contienen material peligroso está escrito: «Frágil. Manipular con cuidado». También en nuestra naturaleza humana está impresa con una marca indeleble una inscripción similar. Nuestras vidas están hechas de turbaciones, engaños, fracasos, como canta Franco Battiato. Él y nosotros soñamos con un tipo de relación en la que finalmente no tengamos que atravesar más vados similares. Y, sin embargo, sabemos que no es así, al menos mientras dure este día. Quien cree, quien vive no encuentra ríos sin vados. 

Cada uno de nosotros es para Dios un ser especial. Dios no conoce la producción en serie, todos somos piezas únicas, inimitables. Por eso, toda la existencia de un hombre es un ejercicio de cuidado en el que sacar a la luz nuestro potencial, conscientes de que ningún sustituto podrá realizar nuestra misión, nuestra vocación. Y por eso, en las diferentes situaciones en las que el Señor nos llama a actuar, marcamos la diferencia. 

Si al principio de la creación cultivar y custodiar representaban la vocación original del hombre, después de la caída original lo será cuidar, tratar a cada persona, cada cosa, cada lugar con la atención de quien reconoce en ello el signo del Creador.

Estamos continuamente llamados a decidir entre el estilo de hacerse cargo y el del me importa un bledo. Estamos llamados a pasar de preguntarnos: «¿qué será de mí si me detengo?», a preguntarnos «¿qué será de él si no me detengo?». 

La palabra arte evoca intuición, competencia, iluminación, atención, pasión, humanidad. El cuidado no es un protocolo, una vez cumplido, se ha cumplido con la tarea. 

En una expresión atribúida incorrectamente a San Francisco, se dice que quien trabaja con sus manos es un trabajador, quien trabaja con sus manos y su cabeza es un artesano, quien, en cambio, trabaja con sus manos, su cabeza y su corazón es un artista. 

Independientemente de la autoría del dicho, sigue siendo cierto que el cuidado como arte consiste precisamente en conseguir mantener unidos la cabeza, el corazón y las manos (visión holística de la vida) o también: el espíritu, el alma y el cuerpo. 

La vida exige continuamente el arte del cuidado que, la mayoría de las veces, se realiza a través de la medicina de la misericordia. Este arte se ejerce en cada momento de la existencia humana, desde la concepción hasta el último aliento en el caso de la vida humana. Incluso cuando la medicina llega a decir que «no hay nada que hacer», el afecto sabe que todavía hay que ejercer un cuidado, aunque solo sea el de sostener la mano de quien está expirando. 

Cuidar es siempre un acto creativo, un gesto que modifica lo existente generando belleza. Es un acto revolucionario que modifica el gris transcurrir de las cosas con los colores de la atención, la escucha, el amor. Es, como el arte, único, irrepetible, grabado en la historia y en el espacio y como el arte es una necesidad plenamente humana. 

Cuando Dios crea al hombre y lo coloca en medio del jardín, le confía una tarea muy precisa: cultivarlo y custodiarlo (cf. Gn 2,15). Si, por un lado, está llamado a hacer productiva la tierra, por otro, su tarea es protegerla, asegurándose de que la vida siempre esté sostenida. Esta tarea, afirma el Papa Francisco en Laudato Si, debe ser vivida como la de un administrador responsable, no como la de un señor indiscutible. 

Con el nacimiento de Abel, que convierte a Caín en hermano, Dios introduce un nuevo vínculo que debe vivirse en términos de protección y custodia. Esto se manifestará en toda su magnitud (además de en su dimensión dramática) cuando, siguiendo el rastro de Abel, Dios le pregunte a Caín dónde está su hermano. Y como respuesta, Dios tendrá que lidiar con una pregunta de Caín: «¿Soy acaso el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Aunque Dios no responda con un sí o un no, le recordará que «el cuidado auténtico de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad para con los demás» (Laudato Si 70). 

Dios no solo es el origen de la vocación al cuidado, sino también su modelo. 

Cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos, no encontraron nada mejor que cubrirse con hojas de higuera. Dios, en cambio, cuidará de ellos, cosiéndoles ropa. 

Incluso sobre Caín, que también se había manchado de una terrible culpa, Dios pondrá una señal de protección para que nadie lo toque. 

Además, ¿qué es el descanso del sábado sino una invitación a cuidar de la creación? 

La misma institución del Jubileo cada 49 años debía ser la ocasión para conceder un respiro también a la tierra, así como a los esclavos y a cuantos habían contraído deudas. Todo debía volver a ser como cuando salió de las manos de Dios. Debía ser el momento de cuidar con más determinación de los indefensos para que nadie pasara necesidad. 

¿Qué era la invitación a dejar parte de los productos de la tierra en los campos sino la invitación a cuidar de los que no podían valerse por sí mismos? 

Toda la literatura profética y sapiencial de los salmos recordará en voz alta el derecho de asilo de los pobres ante el Señor frente a aquellos que, en cambio, piensan honrarlo solo con ritos que son en sí mismos y, por lo tanto, vacíos. 

¿No es más bien esto el ayuno que quiero: desatar las cadenas injustas, romper las cadenas del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper todo yugo? ¿No consiste acaso en partir el pan con el hambriento, en acoger en casa a los pobres sin techo, en vestir al desnudo, sin apartar los ojos de los tuyos?” (Is 58,6-7). 

Dios no se conforma con amonestar, indicar, llamar. «En la plenitud de los tiempos» elige hacerse carne en Jesús. Podríamos traducir con razón lo que Juan relata en 1,14 así: «la cura se hizo carne y vino a morar entre nosotros». 

Cuando entre en la sinagoga de Cafarnaún, proclamará el pasaje de Is 61 a través del cual establecerá su programa pastoral, un plan que no se refiere principalmente a Dios, sino al hombre: 

-       desea un hombre capaz de alegría (proclamar a los pobres la Buena Nueva),

-       un hombre capaz de expresarse en libertad (liberar a los prisioneros),

-       un hombre capaz de ver, de escrutar las profundidades (a los ciegos la vista),

-       un hombre capaz de ponerse en camino una vez más (poner en libertad a los oprimidos). 

La humanidad con la que Jesús trata es siempre una humanidad necesitada de cuidados: pobres, enfermos de cuerpo y espíritu, pecadores, gente cerrada e impermeable a su anuncio. Él mismo dirá que «no son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos» (Mt 9,12). Él es el pastor que cuida también de las ovejas que no son de su rebaño. Él es el samaritano que se hace cargo del hombre medio muerto que ha sido abandonado al borde del camino. 

En Hechos 10,38, San Pedro afirma que Jesús «pasaba haciendo el bien y curando a todos los que estaban bajo el poder del diablo, porque Dios estaba con Él». 

Desde el principio, el rasgo característico de sus discípulos fue precisamente el hecho de que entre ellos nadie era necesitado: cada uno, parafraseando a Gálatas 6,2, llevaba las cargas de los demás. Precisamente la capacidad de hacerse cargo de la vulnerabilidad había sido elegida por el Señor como el elemento que establecía si en la vida se había tenido contacto con él o no (cf. Mt 25). 

La vida es bienaventurada cuando se ha declinado aliviando fatigas y calmando dolores, es decir, cuando se ha aceptado realizar el éxodo más difícil: de la tierra del egoísmo a la del hacerse cargo. Y no por delegación (como ocurre cuando nos detenemos en el análisis y la acusación), sino por implicación personal. Nadie más en mi lugar. 

A lo largo de los siglos, la atención a los pobres, a los huérfanos, a los náufragos, a los presos, a los enfermos y a los pequeños se convirtió en la tarea prioritaria de la comunidad cristiana, que suplía muchas veces las carencias de un reino o de un estado que dejaba al margen a no pocas categorías de personas. Pensemos en todo el fenómeno de las instituciones religiosas nacidas precisamente para hacer frente a las diversas emergencias. 

La necesidad del otro, sea quien sea, es un llamamiento para que yo no permanezca cerrado a su grito. Los cristianos siempre han tenido un sensor especial para interceptar las nuevas instancias y siempre han respondido de manera profética. 

Precisamente el servicio asiduo y concreto de los discípulos hacia la vulnerabilidad de los más necesitados ha hecho que se desarrolle una verdadera gramática del cuidado que se compone de estos temas: la promoción de la dignidad de toda persona humana, la solidaridad con los pobres y los indefensos, la preocupación por el bien común y la salvaguardia de la creación. 

El concepto de persona humana tiene sus raíces precisamente en la experiencia cristiana. Nunca se entiende en sentido individualista, sino relacional. Al ser una relación, la persona necesita inclusión, no exclusión, pide ser reconocida en su dignidad inviolable, no ser explotada. La persona humana nunca es un instrumento, sino siempre un fin. 

El hombre no está destinado a vivir solo para sí mismo, sino que está hecho para la comunión con los demás y con Dios. El hombre no crece sobre la tumba de la comunidad, sino en una comunión en la que persigue su propio crecimiento con un sentido de participación y responsabilidad social. 

La solución a los males del mundo se encontrará cuando cada aspecto de la vida social, política, económica y ecológica se gestione y oriente hacia el bien común, cuyo punto central es la realización humana de las personas. Por lo tanto, nuestros planes y esfuerzos siempre deben considerarse ponderando sus consecuencias, positivas o negativas, sobre las condiciones sociales que permiten a los individuos, familias y grupos alcanzar o no su perfección humana. El verdadero bien para cada uno depende de la realización del bien que es el bien de todos y no solo de la realización de bienes individuales. 

No basta con darse cuenta de que todos estamos interconectados e interdependientes. Es necesario elegir ser prójimo deseando y promoviendo el bien del otro. 

La salvaguardia de la creación no debe concebirse como un acto disociado del cuidado de las personas, especialmente de los necesitados y los más pequeños. 

Aprender a cuidar unos de otros no es un principio altisonante y retórico, sino la propuesta de practicar el gesto mínimo que da rostro de fraternidad a la sociedad, que cultiva el arte de la buena vecindad, que vive la profesión y el tiempo libre como ocasiones para servir al bien común. Cada uno encuentra su seguridad no en el aislamiento, sino en la solidaridad. 

Aprender a cuidar unos de otros es también un programa de resistencia contra las formas de desintegración social que se infiltran en las seducciones del individualismo. 

El primero en utilizar el término conversión ecológica fue San Juan Pablo II el 17 de enero de 2001 cuando, hablando de la relación del hombre con la creación, dijo que el hombre, por desgracia, ha entendido esta relación en términos absolutos y no ministeriales, defraudando así la espera divina. 

De la tradición cristiana hemos heredado una fórmula pastoral indicada como salus animarum, que suele indicarse como el fin de la acción pastoral de la Iglesia y que suele atribuirse al ministro ordenado encargado de las almas. 

Este concepto indica un verdadero estilo que todos debemos adoptar como cristianos. Nuestras comunidades están llamadas a ser auténticos hogares de cuidado, lugares donde experimentar el consuelo de la comunión y la ternura de la cercanía. En un hogar de cuidado que se precie, no nos conformamos con recetas prefabricadas, sino que prestamos atención para auscultar el aliento y el corazón de los hermanos y hermanas. 

Jesús toca a los leprosos, a los ciegos, la mano de su suegra, a los niños, el ataúd del hijo de la viuda de Naín. Incluso la posada de la que habla la parábola del buen samaritano se transformó en un lugar de cuidado. 

Somos nosotros los anfitriones a quienes Él confía la tarea de cuidar todo lo que la Providencia de Dios nos ha confiado, desde las personas hasta cada criatura: 

-       gratitud y gratuidad (reconocer que el mundo es un don de amor de Dios),

-       generosidad en el sacrificio de uno mismo y en las buenas obras,

-       la conciencia amorosa de una comunión universal con toda la creación,

-       mayor creatividad y entusiasmo al afrontar los problemas del mundo,

-       un sentido de responsabilidad basado en la fe. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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