jueves, 3 de abril de 2025

Sábado Santo: esperar en los días de la historia.

Sábado Santo: esperar en los días de la historia 

Ya no recuerdo dónde lo leí, pero me encontré con una expresión que, en su crudeza, resume bien el desencanto y la inutilidad de la esperanza: La esperanza es lo último que muere, pero lo primero que te abandona. 

Experimentamos repetidamente un vacío, un agujero interior como síntoma de la dificultad de vivir. Un vacío y un agujero interior que cada uno de nosotros se esfuerza por afrontar de diferentes formas. No faltan los momentos en los que sentimos el riesgo de ser absorbidos por la angustia de hundirnos en ese vacío y no salir nunca más. 

Confrontados como estamos con la experiencia del vacío, vivimos en gran medida una especie de retórica de la esperanza que se expresa a través de dos actitudes: 

1.- una que podríamos llamar con un neologismo “el esperanzismo” -'todo irá bien'- una especie de grito de aliento, de confianza vitalista de que al final algo sucederá, sin preguntarse por las razones; 

2.- y la el otra que surge casi como una toma de conciencia cuando con la lógica de la razón, del derecho, del buen deseo, del coraje, de la fuerza, es decir, cuando con las armas que cada ser humano se da para afrontar la batalla existencial vemos que no se ha llegado a nada, he aquí que, última diosa, redescubrimos la esperanza y confiamos en ella, como si fuera una especie de seguro especial que nos protege de todos modos y nos ayuda cuando no sabemos qué hacer. 

Esta es, diría yo, una idea desesperada de la esperanza. Se llama esperanza, pero en realidad es desesperación, es confiar en el último instante posible en algo en lo que no se creía al principio, tanto es así que antes se han intentado otros caminos. Nos pertenece de buen grado la falsificación de la esperanza, un poco como los dos de Emaús, cuya historia reinterpreta los días de la historia que se nos da vivir. 

«Nosotros esperábamos»: nuestra conjugación de la esperanza no logra tener una salida en el presente. A lo sumo, al igual que los dos discípulos que huían de Jerusalén, sabemos detenernos en largas discusiones y análisis retrospectivos que, sin embargo, son de corta duración. Nos encontramos en diálogos interminables pero sin horizonte alguno. No hacemos más que «echarnos la culpa» al igual que esos dos, angustiados y enfadados por no habernos dado cuenta antes de que nos habían engañado. 

Para ellos, como para nosotros, «esperar» es un verbo que solo se conjuga en pasado. Un pasado que nos gustaría quitarnos de encima, del que celebrar la merecida despedida, deseosos como estamos de redención y emancipación: no podemos permitir que nos condicione todavía. 

Sin embargo, nos sentimos como atrapados entre una pasado que nos condiciona y un futuro que parece amenazador. Nos invaden el miedo y la apatía y nos encontramos bloqueados, sin esperanza, la virtud por excelencia «más necesaria en el momento presente» (Godfried Danneels, Esperar. Y si a veces volvemos a descubrir la esperanza, en realidad queremos detener el tiempo o incluso esperar un acontecimiento que casi haga retroceder el reloj a la experiencia de lo ya visto, ya conocido. 

«¿No tenía que sufrir Cristo y entrar así...?». En varias ocasiones, en el camino a Jerusalén, Jesús había apelado a una necesidad: «El Hijo del hombre debe... es necesario que el Hijo del hombre...». Pero, como se sabe, un anuncio a primera vista incomprensible y, en cualquier caso, embarazoso, no podía sufrir otro destino que la eliminación. Sin embargo, no es prescindiendo de esta necesidad que puede renacer la esperanza. Esta necesidad debe aprenderse: la calidad de nuestra memoria debe convertirse. Hay una fecundidad por explorar en la acogida de lo que puede parecernos el zócalo duro de la realidad que con gusto evitaríamos y del que, en cambio, nos sentimos bastante obligados. 

El mismo Jesús aprendió la obediencia de las cosas que sufrió. A través del encuentro/choque con el cantus firmus de la vida cotidiana, Jesús desplegó siempre una actitud de docibilidad, que es la actitud de dejarse instruir por los acontecimientos encontrando nuevas formas de respuesta a los mismos. No hay acontecimiento que no esté cargado de futuro: incluso la muerte, como nos atestigua el misterio de la Pasión del Señor. 

Que Jesús haya aceptado estar en los días de la historia, incluso cuando estos devolvían el drama de la oscuridad y el sufrimiento, atestigua que hay una fecundidad que reconocer y acoger, una plenitud de vida, por lo tanto, al aceptar asumir también la experiencia del sufrimiento humano. 

Creo que hay que aprender una nueva narración de lo humano: los acontecimientos no cambian, el sufrimiento sigue siendo el mismo. Lo que cambia es la lectura y la comprensión. Ciertamente, no podemos dejar de reconocer que lo que más nos falta es alguien que, a semejanza de ese Acompañante, se convierta en nuestro compañero de viaje en el camino de Jerusalén a Emaús. 

Sin duda, también a nosotros nos ha sucedido conocer lugares en los que la esperanza está viva, lugares de fatiga, de dolor, a veces, donde se sigue experimentando el valor de los vínculos fiables, la capacidad de ofrecerse a los acontecimientos, de exponerse a la historia, precisamente gracias al testimonio del Señor Jesús que ha cumplido esta esperanza. 

Quien se deja iluminar por el Evangelio sabe que no hay época que no pueda atravesarse con esperanza. Incluso la hora de las tinieblas es tiempo pleno anunciado por Jesús de Nazaret. El problema sigue siendo convertirse al Evangelio, reconociendo que precisamente esa hora es el preludio de nuevos amaneceres. No es quien no comprende qué responsabilidad se confía a quien profesa fe en el Señor Jesús. 

Y ¿por qué esperar? Los motivos de nuestra esperanza se reducen en realidad a uno solo, como nos recuerda la Primera Carta de San Pedro: la resurrección de Jesús de entre los muertos. Cuando creíamos que todo había terminado, todo ha vuelto a empezar. Aunque de una manera nueva, inédita, no como la reedición de un pasado (cosa que desearíamos y que a menudo aún nos encontramos esperando). 

El creyente está llamado por vocación a luchar contra todo lo que oscurece las nuevas perspectivas. La dificultad, lo entendemos, es grande y es la de permanecer en la historia -en aquella hora estaban junto a la cruz de Jesús...-, capaces de escuchar la Palabra de Dios, la única capaz aún de arrojar luz sobre lo que podría ser una narración sin salida, compartiendo la compañía de hombres y mujeres que mantienen viva la llama de la esperanza o resignándose a un hoy sin futuro. 

¿Qué nos atestigua, de hecho, la Palabra de Dios? Las páginas más luminosas de la experiencia profética nacieron precisamente en la experiencia de la deportación o incluso en la oscuridad de una cisterna. Siempre es desde el subsuelo de una época que muere que se anuncia y prepara lo nuevo. 

Entendemos así cómo también este tiempo, nuestro tiempo puede ser, quizás de una manera realmente única, un tiempo de gracia. Necesitamos convertirnos los unos para los otros en narradores de una historia que también puede leerse desde otro punto de vista, precisamente a partir de la escucha de la Palabra de Dios. 

Lo que da esperanza no es la reedición de un pasado glorioso ni la consecución de resultados gratificantes. Nuestra esperanza no se ancla en obras construidas por manos humanas, verificables finalmente. Se basa en la compañía discreta de alguien que se hace compañero de viaje precisamente en una experiencia de huida. 

La nuestra, como la de los dos de Emaús, es una época de post, post-modernidad, post-secularismo, post-concilio, pos-tcristianismo… Tantos ‘post’ que parecen recordar las innumerables posibilidades desperdiciadas, tantas experiencias frustradas. Sin embargo, este es el momento de la esperanza. 

¿Al gastar la vida, día tras día, en una precariedad cada vez más amenazada que se revela, en la fe, condición oportuna para no poseerse a sí mismo, para salir de autonomías falsamente prometedoras, no nos encontramos en la condición ideal para corresponder a la tenacidad de la promesa de Dios, para dar testimonio de la entrega a su fidelidad, en la renuncia a todo «artificio» para sobrevivir? 

La historia de la salvación siempre ha comenzado con un pequeño resto, un escaso remanente de supervivientes del exilio, que por lo general se habían quedado en su tierra para cultivarla, sin fuerza alguna para reconstruir una identidad de pueblo. Sin embargo, es precisamente a partir de esta insignificante minucia que comienza la historia de la alianza. 

Pequeño resto es el mismo Jesús quedado solo (Jn 12,24): es a través de él que Dios cumple su promesa. Él es la grieta por la que pasará la vida. 

El silencio del Sábado Santo representa un tiempo insuperable y decisivo para el cristianismo. Pues bien, precisamente en ese descenso a los infiernos, hay siempre, más real y más viva que todos los peñascos que quisieran impedirlo, una grieta por la que ciertamente pasará la vida. Una grieta humanamente imposible que no se basa en no se sabe qué trastorno humano, sino en la fidelidad del Dios vivo, el único que permite esperar contra toda esperanza. La tarea de los discípulos de Cristo es precisamente esta: vislumbrar la grieta. 

Ese día, esta tarea fue ejercida de manera singular por las mujeres discípulas: ellas fueron al sepulcro llenas de presagios, mientras que para los hombres no había más remedio que quedarse encerrados en el cenáculo o tomar un camino de escape. 

Nosotros esperábamos: una espera ahora vacía de anticipos, como lo es la de este cristianismo que se nos da vivir en este tiempo. Nos encontramos absorbiendo el ambiente de lo que sucede y nada más. Pero no es refugiándonos en lugares sugestivos del espíritu ni inventando quién sabe qué estrategias que el Resucitado. 

En cambio, es necesario aprender a estar en el vacío y en el silencio del Sábado Santo, atentos a esos presagios de aquellas mujeres agudas intuitivas y observadoras. Una de ellas, de hecho, había anticipado el entierro del Señor con un perfume muy preciado cuyo olor quería conservar en el cuerpo para un futuro inimaginable. 

En el silencio y la vacuidad del sábado, tener en cuenta el perfume, huella viva que alimenta la esperanza. Tener en cuenta el perfume significa estar en un estilo de gratuidad, sin ostentación ni disimulo. Tejer vínculos que resistan la prueba del Sábado Santo y precisamente a través del silencio y la vacuidad de este día preparar y anticipar el amanecer. 

La tarea de las mujeres que no habían apartado la mirada del terrible espectáculo de la muerte en la cruz había sido despertar la aurora. Es lo que ocurre cada vez que aceptamos «estar» en situaciones: aceleramos la aurora del nuevo día que vendrá.

El Jesús que se hace compañero de viaje en el camino que va de Jerusalén a Emaús dice algo que calienta el corazón: hace comprender, de hecho, cuánta pasión y tenacidad se necesitan para mantener los lazos a pesar de todas las interferencias. Donde esto sucede es la señal de que por aquí pasó el Señor. Aprender a desperdiciar cosas preciosas como testimonio de que por aquí pasó el Señor. Y despertar el alba. 

Frente a una lectura de la realidad y de la historia como algo amenazante y hostil, Jesús entrega la lectura de una historia diferente que la mera crónica no logra desvelar. 

Porque, incluso la muerte, es el lugar de la esperanza. No es esperanza la que se alimenta de nuestras evidencias: ya hemos tocado con la mano en varias ocasiones a dónde nos han llevado nuestras evidencias. No hay esperanza en tratar de sobrevivir a toda costa, sobre todo si el precio a pagar es la fidelidad al modelo evangélico. Cuando tantas seguridades se desvanecen, ¿cómo no reconocer que cedemos de buen grado al encanto de los artificios con tal de aferrarnos a la presente? 

¿No es evidente que también los cristianos y las comunidades cristianas han aceptado el desafío de la muerte y la han convertido en un lugar de esperanza? ¿Qué dice a nuestra existencia la presencia cada vez más numerosa de hermanos y hermanas cuyo cuerpo está marcado por la muerte por envejecimiento o enfermedad? ¿Cuánto somos capaces de reconocer en estas presencias a los testigos privilegiados de esa belleza que salva al mundo, la belleza de un ser humano que todavía dice pertenecer al Dios vivo? 

La esperanza es esa actitud –virtud- que permite mirar más allá del velo de la apariencia y reconocer ya aquí y ahora la consistencia de lo real. Todavía hay una presencia del Dios vivo en lo que también reconocemos débil, frágil, impotente. No es casualidad que el gesto supremo de la esperanza sea precisamente cuidar gratuitamente de lo que es débil y de quien es débil del que no apaga la mecha humeante... 

El gesto supremo de la esperanza es aceptar morir, cuando llegue la hora. Y esto vale tanto para el individuo como para una institución, sin querer obstinadamente sobrevivir y sin querer, de manera artificial, producir a toda costa su propia descendencia. Si se trata de descendencia, Dios proveerá cuando y si lo considera oportuno -Abraham docet-. ¡Cuánto instinto de supervivencia a través de obras y seducción de personas permanece aún dentro de la comunidad cristiana! ¡Cuánta incapacidad para discernir lo que Dios está pidiendo en este tiempo en el que hemos sido catapultados por algo que no podemos gobernar! 

La esperanza cristiana vive de la conciencia de que el bien siempre está expuesto al fracaso. En vísperas de la Pasión, Jesús tiene palabras que traducen bien esta posibilidad: «Ahora mi alma está turbada. ¿Y qué diré? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero para esto he llegado a esta hora» (Jn 12,27). Reconoce que Dios es fiel más allá de toda infidelidad humana. Sabe que también Dios espera: la esperanza cristiana se basa en la esperanza de Dios. De lo contrario, no habría creado y amado a esta humanidad. 

Así comprendemos cómo la esperanza nos precede y nos envuelve: estamos dentro de una esperanza más grande que nosotros. Cada uno de nosotros es una esperanza. Somos concebidos en la esperanza. Dios creó el mundo en la esperanza: en la esperanza de que fuera y permaneciera un jardín; creó al hombre en la esperanza: la de poder dialogar con él; llamó a Abraham en la esperanza: la de que escuchara y se pusiera en camino; envió a Jesús entre los hombres en la esperanza: en la esperanza de que al menos lo escucharían. En la raíz de todo lo que existe hay, por tanto, una esperanza: soy porque espero. 

Cuando nos damos cuenta de ello, Dios se asombra: «La fe no me sorprende, no es sorprendente... La que me sorprende es la esperanza...» (Charles Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud). 

Si es cierto que Dios también espera, ¿nosotros seremos capaces de esperar? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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