Es suficiente con que Dios sea Dios
El recuerdo de los ángeles nos habla de un Dios que quiere entrar en comunión con nosotros eligiéndonos como sus interlocutores y amigos. Y su memoria, de hecho, habla de un cielo abierto y de un Dios que nos hace partícipes de su misma vida, de la posibilidad de gozar de la comunión con El.
Sin embargo, esta comunión siempre está amenazada, siempre en riesgo. Por eso el Arcángel Miguel está puesto para vigilar y custodiar, para que nada nos arranque nunca de ese vínculo que el Señor nos ofrece.
Esta memoria nos recuerda que la vida cristiana es una lucha: precisamente porque se trata de un verdadero renacimiento que nunca ha ocurrido de una vez por todas, conlleva una dimensión de verdadera agonía. ¿Acaso es espontáneo para nosotros rezar? ¿Acaso es innato en nosotros amar a todos, espontáneamente, hasta desear el bien de aquellos que nos han hecho daño, como nos enseñó Jesús? ¿Quién de nosotros no sufre una verdadera crisis al medirse con ciertas páginas del Evangelio?
El camino del seguimiento, la forma en que nos miramos a nosotros mismos y a los demás, la misma oración, el trabajo misionero,…, nunca son un punto de partida pacífico y establecido de una vez por todas, sino más bien un punto de llegada, el fruto de un camino que a menudo adquiere la forma de un esfuerzo, de una agonía, en el que el primer dato con el que lidiamos es la convicción de que no vale la pena.
Luchamos con las realidades que encontramos dentro de nosotros, incluso más que con las que encontramos fuera de nosotros. Jesús no tuvo reparos en decirnos claramente que lo que está dentro del hombre es lo más peligroso: «Porque de dentro, es decir, del corazón de los hombres, salen los malos propósitos: inmundicia, robos, homicidios, adulterios, avaricia, maldad, engaño...». Aprender a mirarnos por dentro sin negar con mil estratagemas nuestros mecanismos de defensa que nacen del miedo a sentirnos vulnerables.
No es posible ningún tipo de vida cristiana, y tampoco nuestra vocación evangelizadora claretiana, sin una lucha contra estas «cosas malas», como las llama Jesús, que «salen del interior y contaminan al hombre» (cf. Mc 7, 21-22). En resumen, es dentro de nosotros donde se manifiesta una resistencia al bien, a la confianza, a la fraternidad, a la honestidad. Nuestro propio corazón es el lugar de esta lucha, y es allí, en nuestro corazón, donde Dios envía a su ángel, su consuelo, para luchar con nosotros, para hacernos un poco más fuertes y más libres, capaces de esa amor y de ese fe que superan nuestras capacidades humanas y permiten que nuestra existencia sea transparencia de la vida misma de Dios.
Un camino serio de liberación del mal comienza por reconocerlo presente en nosotros. Esto es lo que, a través de la desilusión y el abandono de algunos ídolos, nos devuelve el gusto por la sinceridad y por identificar en qué aspectos es necesario estar atentos y ponerse manos a la obra.
La memoria de los ángeles nos devuelve un poco la mirada de Dios. En ese campo que es nuestro corazón, siempre tenemos que lidiar con una especie de parásito muy tenaz que es el mal. ¿Recordamos la parábola de la cizaña en el campo? A nosotros nos gustaría arrancarla, cortarla, pero el Señor lo impide hasta que el camino no se haya completado por completo. A Él le importa el buen grano: una sola espiga vale más que toda la cizaña que podemos albergar en nuestro interior.
¿Qué significa esto para nosotros? Seguramente también una invitación a mirar el bien y la belleza que cada uno de nosotros lleva y realiza. Una invitación a hacer que fructifique. Se nos pide una colaboración activa para que el mal no prevalezca. ¿Cómo? Intentando también nosotros ejercer el ministerio que los ángeles realizan para con nosotros: el ministerio de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello.
¿Quién es Gabriel? Es el ángel que trae la Buena Noticia del nacimiento de un Salvador. ¿De qué buenas noticias es portador el misionero claretiano? ¿Soy capaz de anunciar la Buena Noticia de la cercanía a quien sufre la fatiga de no tener esperanza? ¿Soy capaz de poner de relieve el bien que los hermanos realizan?
¿Quién es Rafael? Es el ángel al que se le ha encomendado la tarea de curar. ¿Estoy dispuesto a ser el signo de un Dios que, al acercarse al hermano, se hace cargo de su condición? ¿Me importa la fragilidad y la herida del otro? ¿Soy capaz de ser bálsamo?
¿Quién es Miguel? Es el ángel que defiende la unicidad de Dios. Pero, ¿realmente necesita Dios ser defendido? Para responder a esta pregunta, me gustaría recordar un texto, tomado del Diario de Etty Hillesum, una joven judía holandesa que murió en Auschwitz en noviembre de 1943.
En una página del 12 de julio de 1942 se lee esta oración del domingo por la mañana: «Dios mío, estos son tiempos tan angustiosos... Intentaré ayudarte para que no te destruyas dentro de mí, pero a priori no puedo prometer nada. Sin embargo, una cosa se me hace cada vez más evidente, y es que no puedes ayudarnos, sino que somos nosotros los que debemos ayudarte, y de esta manera nos ayudamos a nosotros mismos. Lo único que podemos salvar de estos tiempos, y también lo único que realmente importa, es un pequeño pedazo de ti en nosotros mismos, Dios mío. Y tal vez podamos contribuir a desenterrarte de los corazones devastados de otros hombres» (Diario).
«El hombre que acepta esta realidad y se complace en ella, encuentra en su corazón la serenidad. Dios existe, y lo es todo. Pase lo que pase, Dios está ahí y la luz de Dios. Basta con que Dios sea Dios» (Éloi Leclerc). Desenterrar a Dios del corazón devastado de otros hombres, no destruirlo dentro de nosotros, reservar un pequeño pedazo de Él en nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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