El Corazón inflamado
Alonso Cano pintó, entre 1636 y 1638, El Niño Jesús con el corazón inflamado y herido de amor. La obra se titula: Ego dormio, et cor meum vigilat, y remite a la experiencia de aquellos creyentes que, en las palabras de la Esposa del Cantar de los Cantares, encontraron una plena correspondencia con la experiencia de la Presencia silenciosa de Jesús en el alma.
El corazón, en las Escrituras, no es la sede de los sentimientos, sino de los pensamientos más profundos y de las decisiones.
Mirar al Corazón de Cristo significa volver a las opciones fundamentales de la existencia que nos llaman a decir la verdad sobre nosotros mismos y sobre los demás.
Hoy ya no se habla de las últimas cosas, y sin embargo el drama de la muerte y de la finitud de la vida entra cada día en nuestras casas a través de los hechos que nos llegan a través de los medios de comunicación: las catástrofes naturales, las persecuciones contra los inocentes, los asesinatos más absurdos.
En otro tiempo, la predicación y las imágenes difundidas en los libros de oración o en las Iglesias ayudaban mucho a fijar la mirada en el propio corazón y en las últimas consecuencias de las elecciones más secretas.
Entre las muchas iconografías relacionadas con el Sagrado Corazón, se difundió sobre todo después de 1650, es decir, después de las apariciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María Alacoque.
Sin embargo, desde hacía tiempo se veneraba el Corazón de Jesús como modelo de las virtudes cristianas. Alonso Cano, pintor y escultor español, ya en 1636 pintó una curiosa imagen del Corazón de Jesús.
El divino Niño está sentado con un vestido gris, desgastado, signo de la sábana que lo envolvió en su última hora y aquí teñida del gris de la muerte. Parece dormido y el título nos lleva a esta interpretación: Niño Jesús con el corazón inflamado, herido de amor - Ego dormio et cor meum vigilat -.
Sí, yo duermo, pero mi corazón vela: las palabras de la esposa del Cantar de los Cantares se ponen aquí en boca del esposo, Cristo, que, en el sueño de la muerte, vela por todas nuestras heridas.
Es evidente, por otra parte, la herida del corazón sobre el que se sienta Jesús, indicando así el abandono a su destino en una ofrenda sin arrepentimiento. Los ojos, aunque cerrados, nos ven, escrutando nuestras respuestas. El dedo meñique no está oculto por la mejilla con los demás y parece ya enrojecido por la sangre que pronto derramaría en la cruz.
Ante imágenes similares, Santa Teresa de Lisieux maduró su pequeño camino, educándose para vivir en la profunda conciencia de su propia limitación y en la confianza infinita en la misericordia de Dios.
El manto verde, que el Niño Jesús sostiene con la mano derecha, es símbolo de esa vida que, a diferencia de nosotros, Él puede dar y volver a tomar.
Así, el fiel, al rezar ante estas imágenes, se sentía impulsado a mirar las fealdades de la vida presente con la confianza de estar custodiado por la mirada y el amor del Salvador que, a pesar de su aparente silencio, sigue velando por nosotros con la ternura de un Padre y la fuerza salvífica de su Espíritu.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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