El Niño sobre la Cruz
En Navidad queremos paz, pero cada año tenemos que lidiar con discordancias de todo tipo. Dentro y fuera de nosotros. Las noticias sobre Tierra Santa y mil razones más nos hacen sentir la Navidad tal y como la describe William Blake.
Por una razón u otra, cada año, cerca de Navidad, los lugares de la Encarnación del Verbo viven una tragedia. Te invito a contemplar esta obra de William Blake: El Niño Jesús durmiendo en la cruz.
La iconografía se remonta al siglo XVI y pertenece al género de obras devocionales destinadas a los conventos. San Pablo de la Cruz, por ejemplo, sentía un gran cariño por un cuadro que representaba precisamente a Jesús durmiendo en la cruz.
Si cada uno de nosotros ha nacido para morir, Jesús incluso aún más. Ese duro lecho sobre el que descansa el divino Niño es premonitorio del cumplimiento que Él vino a traer y que, sin duda alguna, tendría un destino de cruz.
La obra de Blake se aleja del clima sentimental de otros Jesús durmiendo en la cruz, y, con su estilo propio, carga el cuadro de un dramatismo totalmente moderno.
La mujer de pie, inclinada y dolorida, antes que María es la Madre Iglesia que, aunque consciente del sacrificio de Cristo, lo mira como si fuera nuevo. No está presa por la angustia de la sorpresa, sino comprendida por una necesidad absurda y, en cierto modo, prevista.
Me conmueve esta figura. A nosotros también, aunque acostumbrados a las crónicas más negras, nos duele ver violado cada año el anhelo, cantado por una literatura secular, de esa Navidad de paz en la que se suspenden las guerras y los intereses parciales. Nos quedamos petrificados por un déjà vu que no querríamos experimentar.
Un andamio separa al pequeño Jesús del panorama que hay detrás: tablones y vigas que parecen el proyecto inicial de una casa; alrededor, herramientas de carpintero y un compás, bien visible, junto a la parte superior de la cruz. La estudiada indiferencia con la que Blake pinta todo esto refuerza el valor simbólico de los elementos.
El hombre construye casas que no protegen, interpone entre sí y la promesa divina de la paz superestructuras asfixiantes que generan conflictos. ¿Cómo no pensar en Tierra Santa? En Jerusalén y en el enclave de Belén, símbolo de una época -la nuestra- que, jactándose de querer derribar muros y mitificando la palabra diálogo, ve en cambio surgir continuamente empalizadas, incomprensiones y ambigüedades de lenguaje.
Sí, esas estructuras de madera son nuestras cruces, las fabricamos continuamente y, no pocas veces, clavamos en ellas a los inocentes, como al Niño Jesús. Por eso la Navidad, en el aura de paz a la que remite, perturba. Ante la inocua alegría que genera este Niño, el mundo hostil tiembla; intuye que detrás de ese Dormido hay mucho en juego; ese Niño es una roca eterna y su cruz es una palanca en manos de Dios contra los arsenales de guerra, las superpotencias económicas y la petulancia del pensamiento violento. La estupidez de la cruz también acaba con los poderes representados en el compás de Blake.
Al fondo, hasta donde alcanza la vista, un paisaje impresionante: montañas azuladas se pierden en el horizonte y el sol lo abraza todo apuntando un más allá. La paz está más allá, más allá de nuestras barricadas y nuestros juicios pretenciosos.
Todas las predicciones oscilan entre el futuro más optimista y el apocalipsis inminente, y sin embargo encuentro la paz en la figura femenina de Blake y en sus manos juntas en oración. No hay escapatoria, la única revolución verdadera es la compasión y la misericordia: la única respuesta a la barbarie humana es convertirse de corazón a un Dios entrañado y entrañable.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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