viernes, 18 de abril de 2025

¿Quién es el más grande?

¿Quién es el más grande? 

El discurso del Maestro a sus discípulos da un giro a la perspectiva humana y dibuja una nueva forma de sentarse a la mesa y compartir las relaciones. Por eso es un mensaje sobre la verdadera grandeza. 

«¿Quién es más grande, el que está sentado a la mesa o el que sirve?», pregunta Jesús a sus comensales en la Última Cena. Última en su vida terrenal, según acaba de anunciar: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi pasión, porque os digo que no la comeré hasta que se cumpla en el reino de Dios» (Lc 22,15-16). 

¿Por qué esta extraña pregunta en la alegre mesa de Pascua? El Maestro había trastocado los cánones de la fiesta judía, rompiendo no la carne del cordero junto con las hierbas amargas, sino su propio cuerpo y el mar amargo de su sangre, para que se convirtiera en un abrazo de comunión ecuménica. 

Su cuerpo abierto como una tierra prometida donde habría lugar para todos: judíos y gentiles, hombres y mujeres, esclavos y libres. Lejos y cercanos. Su sangre como vínculo de fraternidad entre amigos y enemigos. Para Pedro y Judas, para Juan y Magdalena. Carne y sangre «derramadas por vosotros y por todos» por manos asesinas, pero recogidas en el cáliz que ahora os ofrezco para una economía de paz. 

Pero ellos, sus comensales, ¿comprendían las palabras y los gestos del Maestro? ¿O sus pensamientos no estaban en absoluto en los pensamientos de Él? Cuando Jesús los sorprende diciendo «uno de vosotros me traicionará», ellos «se preguntaban unos a otros quién lo haría». Nadie excluía que pudiera ser él mismo. Nadie confiaba en quien estaba sentado a su lado. En lugar de preocuparse por la incipiente condena a muerte de Jesús, provocada precisamente por quien lo traicionaría, se preguntaban «quién de ellos era el más grande» (Lc 22,24). Quién ocuparía su lugar, quién sería su sucesor. Y he aquí el motivo de la pregunta de Jesús: «¿Quién es el más grande?». 

Ni siquiera a los Apóstoles les resultaba fácil superar el ansia de poder y cambiar de opinión sobre quién tenía realmente en sus manos el destino de su país. Como siempre y como hoy en día, también nosotros, que como esclavos miramos con inquietud las chimeneas de los presidentes, las salas o los jardines de los palacios donde, entre místicos guirnaldas de rosas y violetas, se reúnen y se besan «los grandes». Para luego sentarse a banquetes suntuosos servidos por camareros con guantes blancos. 

Los discípulos de Jesús esperaban que «fuera Él quien restaurara el reino de Israel» (Hch 1,6), que aquella entrada triunfal, ocurrida unos días antes en Jerusalén, fuera la señal del Mesías. Jesús los desconcierta, les pide que abran los ojos y lo vean: «¿Quién es el mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27), (del griego, el diácono). He aquí la diferencia entre quien se sienta a la mesa como un dominador, un extraño que se apropia de lo que no le pertenece, y quien, en cambio, se sienta como un diácono, compartiendo y honrando las necesidades y los derechos humanos y civiles de todos. Empezando por los pobres. Por los hambrientos, los sin tierra, los oprimidos, los perseguidos por causa de la justicia. 

La diferencia entre Jesús y ese Mesías «político» anhelado, poderoso e incluso armado, restaurador del Reino de Israel, está en esa diaconía que el Papa Francisco, en ‘Fratelli tutti’, ha llamado «amor político», la forma más elevada de la caridad. 

Jesús, el Dios diácono, no se inclina ante el poder de turno, como le sugería el diablo en el desierto; tiene el valor de la libertad soberana del Amor, la dignidad de quien respira en los cuerpos de las víctimas, en la carne destinada al matadero y crucificada con los crucificados. 

Él no hace el milagro de transformar «la piedra en pan», como hacen los poderosos que juegan en la bolsa y transforman en miles de millones el «pan» de unos pocos, mientras reducen a miles de millones de personas a masticar piedras. 

Es terrible lo que ocurre en nuestros centros de repatriación: chicos retenidos durante meses y meses en condiciones diez veces peores que las de una cárcel, que entre mil gestos de autolesión llegan incluso a ingerir trozos de hierro y de cristal. 

Entre las criaturas, todas igualmente hijas y hermanas, rechazadas, desgarradas, destrozadas, quemadas, privadas de justicia y de derechos, está ese Hijo del Hombre que invita a sus comensales diciendo: «Tomad y comed... Tomad y bebed». 

La carne de Jesús vendida, despreciada incluso por los suyos, injuriada, borrada en un vídeo de inteligencia artificial, enterrada bajo el manto de la banalidad y el cinismo, tirada como basura, resiste y resurge como flor de trigo, terreno fértil de una nueva humanidad, brote hermoso de un mundo diferente, de otra primavera. 

Una paradoja casi impensable y, sin embargo, es el misterio (= el sacramento) de la fe cristiana. Esas criaturas que, como Jesús, son asesinadas pisoteando el derecho nacional e internacional, el de Roma y el del Templo; esas criaturas que, debido a la cobarde complicidad entre los «grandes», no son defendidas por nadie, como Jesús, que vio cómo se reunían, al dar muerte a un inocente, dos antiguos enemigos: Herodes y Pilato. 

Después de su Última Cena, Él sigue esperando poder celebrar otra Pascua. Es tarea de los creyentes hacerse diáconos, en la tierra, de ese Reino de Dios donde Él pueda hacerlo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Carta Apostólica "In unitate fidei": retorno a lo esencial.

Carta Apostólica "In unitate fidei": retorno a lo esencial   En la solemnidad de Cristo Rey, y en vísperas de su primer viaje apos...