El rostro del Dios trinitario
Cuando Andréi Rublev quiso pintar El misterio de la Trinidad, decidió inspirarse en aquella página bíblica que la Iglesia lee como la primera manifestación velada de la Trinidad de Dios: la visita de los tres ángeles a Abraham, en las encinas de Mamre.
Sabemos qué obra maestra surgió de la mano feliz y el corazón atormentado del gran iconógrafo del siglo XV: un icono dorado en el que tres ángeles en silencio dialogan sentados a la mesa. Los ángeles se sientan a lo largo de los tres lados de la mesa, el cuarto lado, vacío, está vuelto hacia nosotros y nos invita a detenernos. Abraham no aparece, pero también está con nosotros, al otro lado de la mesa, en el lado vacío: él fue el primero en asomarse a ese Misterio del que hoy disfrutamos en su plena revelación.
Cinco siglos después, otro artista, Marc Chagall, se atreve con el mismo tema. Chagall, judío, ruso, educado en la fe sencilla y profunda de los jasidim, apasionado lector de la Biblia, fuente principal de su inspiración artística, ha realizado en el monumental Museo Bíblico un extraordinario recorrido multicolor por las páginas de la Biblia. Los principales episodios de la Historia de la Salvación entre Dios y su pueblo se narran en un recorrido de doce lienzos que desembocan en la sala del Cantar de los Cantares, corazón del Museo.
Entre los doce lienzos, destaca el del Encuentro entre Dios y Abraham en las encinas de Mamre por su fondo rojo intenso. Rojo como el fondo de los lienzos del Cantar. Rojo porque es el color que evoca la trama de la historia, atormentada y gloriosa, amorosa y dolorosa entre Dios y su pueblo.
Abraham, dolorido por la circuncisión y la esterilidad, permanece a un lado, junto a Sara, que entra en escena con algunos alimentos para los invitados. Sara tiene la sonrisa amarga de quien no puede creer en la posibilidad de ver rejuvenecer un seno estéril.
Los ángeles ocupan casi toda la escena, al igual que en el icono de Rublev. La referencia de Chagall al iconógrafo ruso del siglo XV es explícita, pero entre las dos obras hay una diferencia decisiva y clara. No solo por el estilo, sino sobre todo por la postura de los ángeles.
De hecho, si miramos bien, vemos que los ángeles de Chagall nos dan la espalda. No están abiertos de frente, invitándonos como los de Rublëv. No. Vemos sus alas, sus rostros ligeramente de perfil, pero permanecen de espaldas. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado entre Rublev y Chagall?
Entre Rublev y Chagall transcurre el siglo de la Ilustración, la Revolución Francesa, las grandes filosofías modernas; entre Rublev y Chagall transcurre la identidad de un hombre que ha perdido su origen.
Rublev tenía como referencia cotidiana el horizonte infinito del Misterio. Aunque insertado en una historia tormentosa, Rublev da testimonio de una humanidad que sigue dialogando con Dios, segura de algunas cosas grandes.
No es así el muy religioso Chagall. Marc Chagall canta una humanidad que ha perdido la confianza con lo divino, para la cual Dios es lejano, otro, distante. Lejos, otro y distante, no porque esté envuelto en el Misterio (de hecho, el sentido de lo sagrado y del misterio emerge mucho más en los ángeles dialogantes de Rublev), sino lejos, otro y distante porque es ignorado, porque está excluido del panorama del horizonte cotidiano.
Al fondo se recorta la mano de Dios que llama a Abraham para que salga de Ur de los Caldeos, es decir, del horno ardiente de la idolatría, para ir hacia sí mismo -leck leckà-, hacia la verdad de sí mismo que Dios le da.
Abraham, siguiendo la dirección de la mano de Dios, se dirige hacia la esquina derecha del lienzo. Allí, los tres ángeles manifiestan a Abraham su voluntad de destruir Sodoma y Gomorra. Aquí se desarrolla ese sugerente diálogo entre Dios y Abraham, la lucha por salvar lo salvable, aquí comienza para Abraham la misión de intercesor ante Dios en favor de la humanidad.
Así, Chagall señala al hombre que ya no percibe a Dios como una presencia amiga, al hombre que se debate en el panorama enrojecido de su soledad, el camino para reencontrarse a sí mismo, ¡el mismo que fue el de Abraham -leck leckà!: ¡Ve hacia ti mismo-, el camino para salir de Sodoma y Gomorra: y es precisamente el camino de la familiaridad con Dios, el que conduce a la mesa con él.
El camino de la familiaridad con una Palabra, la bíblica, que es la gran Promesa de la amistad sin fin con el Dios de la Alianza de Abraham, el Dios de Jesucristo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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