El silencio del Sábado Santo
En el calendario cristiano hay un día suspendido entre la muerte y la vida, entre el drama y la esperanza, entre el horror y la justicia. Es el Sábado Santo, día en el que, sin liturgia, sentimos que debemos celebrar un mundo que, a pesar de todo, tiene esperanza. En un silencio provisional, buscamos palabras buenas que reparen las injusticias, curen las heridas y generen hermanos y hermanas en los lugares donde se dispara, se viola, se domina. A través del imaginario del descenso a los infiernos, miramos, pues, este tiempo.
No es fácil custodiar el sueño de que alguien vuelva a quitar la piedra de nuestros sepulcros: Gaza está reducida a una fosa común donde incluso la verdad de las cosas yace martirizada junto a los cuerpos de las vidas destrozadas. En Ucrania llueven misiles sobre los parques infantiles, y se sigue muriendo, sufriendo, temblando de miedo en el Congo, en Somalia, en Yemen, en Haití, en la zona del Sahel, en...
Y, mirando más cerca, no cesan los feminicidios, aumenta el odio hacia las personas homosexuales o trans, el miedo ha sustituido a la hospitalidad. Las nuevas generaciones se enfrentan a un futuro incierto, con oportunidades y posibilidades de realización que no se corresponden con sus sueños ni con sus méritos. También la naturaleza sufre a causa de nuestra forma descabellada de habitar el mundo.
El Sábado Santo encierra, sin embargo, un silencio particular, cargado de significado.
No debe confundirse con el de las víctimas asesinadas y olvidadas, ni con el de las historias silenciadas por la marginación y la injusticia.
Tampoco debe confundirse con la complicidad con una política incapaz de mediar por el bien común y que juega con la vida de los pueblos mediante cazas de brujas, economías despiadadas y redadas o, peor aún, mediante torturas y deportaciones.
En la memoria del Evangelio, el silencio del Sábado Santo no es el de quien gritó en vano antes de morir, sintiéndose traicionado por la humanidad y abandonado incluso por Dios en el momento del sufrimiento extremo.
Es un silencio habitado por un contrapunto de esperanza viva, marcado por esas formas de insistencia, resistencia y resiliencia que llevaron a algunas mujeres a volver pronto a un sepulcro cerrado con una piedra pesadísima.
En ese contrapunto resuenan las voces de quienes hoy buscan la paz en la justicia, de quienes se oponen al rearme, de quienes rezan al unísono por un mundo hospitalario. Son las voces de quienes saben contar el amor en su esencia de libertad y por lo que realmente es: el misterio afectivo y divino que hace florecer la vida. Son las voces de quienes no ponen a Dios de su parte y contra alguien, porque para ellos la lengua de fuego es la que surge en Pentecostés, cuando personas diferentes hablan como han aprendido en su casa, pero se entienden y se comprenden igualmente.
Esta lengua inspirada y orientada a la comunión muere con las palabras lanzadas como piedras, pero también se deforma con ciertas palabras maliciosas que se intercambian en nuestros salones, en nuestras aulas y en nuestras Iglesias.
Nos vendría bien releer algunos textos de Romano Guardini, el filósofo y teólogo que se preguntaba qué significaba vivir el cristianismo en una Europa herida y, sin embargo, llamada a ser «figura espiritual operativa» en los ámbitos de la política, la cultura, la educación y la fe.
Así tendremos finalmente claro que no será un cristianismo identitario el que nos salve, sino un cristianismo de las diferencias y de la esperanza obstinada, un cristianismo que vuelve valientemente no solo a su cruz, sino a las cruces del mundo, reabriendo los sepulcros construidos por una historia violenta.
El Sábado Santo es tiempo de un silencio capaz de liberar
el deseo pascual, que es el deseo de escuchar voces de vida nueva cuando todo
parece perdido.
Esta es, pues, la esperanza que nos entrega el Sábado Santo: que aún haya espacio, por pequeño que sea, para la paz y la justicia en el mundo, y que cada vida pueda contribuir a ese rodar de piedras que libera a las demás, sepultadas por el dolor y el horror.
Así, mientras las sombras se alargan sobre el mundo, se vislumbra un tenue resplandor en el horizonte. No es el amanecer de un día cualquiera, sino la promesa de una luz que ninguna oscuridad puede vencer ni contener.
En este silencio cargado de espera, aún podemos ser guardianes de una esperanza obstinada y ciertamente frágil: hay brotes más allá de las cenizas, senderos junto a los muros, vida en los lugares de muerte. El Sábado Santo es el aliento contenido de una historia que, a pesar de todo, sigue creyendo en la imposible revolución del amor que resurge, siempre, de los escombros del mundo.
Se trata solo de cultivar la sabiduría que nos permite habitar una casa común y pisar juntos una tierra que no nos pertenece —como nos recuerda el horizonte jubilar— y que solo da frutos si se plantan semillas y no banderas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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