Un cuerpo desfigurado
¿Qué le sucede al cuerpo del Señor en la noche de su pasión? ¿Qué ha sido de ese rostro dulce y misterioso que tantos han mirado con afecto?
Ahora ya no resplandece, parece haber perdido toda su belleza. Como dice el profeta: «Es como uno ante cuya presencia se cubre el rostro» (Is 53,3), un cuerpo desfigurado, irreconocible. Acostumbrados a la dulzura de su rostro, a ese cuerpo que María había ungido con un perfume precioso, ese cuerpo tan amable, ahora es irreconocible, desfigurado, y nos cubrimos el rostro.
«Sin embargo», dice Isaías, hay algo más que mirar, que ver y reconocer en ese cuerpo desfigurado. ¿Qué? Sigamos las huellas de Isaías para escuchar lo que nos dice este cuerpo desfigurado.
Este cuerpo lleva el dolor del mundo: «Él cargó con nuestros dolores, se cargó con nuestras aflicciones» (Is 53,4). El suyo es un cuerpo que comparte los dolores de todos, que para no dejar a nadie sufrir solo, decide hacer suyo el dolor de cada hombre y cada mujer.
Como haría un amigo: si ve a un amigo sucumbir bajo el peso del mal, no se aparta, sino que desea cargar con él, lo toma sobre sí, se carga con sufrimientos que no son suyos. Así actúa quien ama.
No solo se carga con el mal, sino también con el pecado: «Herido por nuestras culpas, molido por nuestras iniquidades» (Is 53,5). ¿Qué es el pecado de los hombres sino querer vivir lejos de Dios, distantes y separados de él, vivir sin Dios, como si Dios no existiera? Pues bien, ese cuerpo desfigurado vive en sí mismo la condición de quien está lejos de Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», grita en la cruz.
Y paradójicamente, dado que el vínculo de Jesús con el Padre no puede ser quebrantado, es mantenido vivo por el Espíritu, he aquí que, en ese cuerpo desfigurado, Dios se hace cercano a todo hombre que vive el abandono de Dios.
Así es como, como dice Isaías, «por sus heridas hemos sido sanados» (Is 53,5). Porque hay heridas que pueden sanarnos, porque en esas heridas hay un medicamento, un bálsamo, un gesto de amor que puede aliviar nuestras heridas.
Así lo escribe Etty Hillesum en su Diario, el 13 de octubre de 1942, justo antes de morir en Auschwitz: «uno querría ser un bálsamo para muchas heridas». Y ser bálsamo exige que primero el cuerpo sea aplastado, exprimido, para que de ese cuerpo brote una esencia de vida y de amor que cura.
Hay en ese cuerpo desfigurado una fuerza atractiva capaz de reunirnos a nosotros, que estamos dispersos, «todos nosotros estábamos perdidos como ovejas» (Is 53,6) sin pastor. Él nos ha reunido, como había prometido: «Cuando sea elevado, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
¡Atracción misteriosa! Nos daría por apartar la mirada y huir lejos, pero no podemos separarnos de él, porque en ese cuerpo desfigurado se percibe un poder de amor, una fuerza de vida que nos mantiene unidos a pesar de todas nuestras huidas.
Quizá sea precisamente su mansedumbre lo que nos atrae: «Maltratado, se dejó humillar y no abrió la boca; era como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante sus esquiladores, y no abrió la boca» (Is 53,7). Llevar el dolor con la fuerza de la mansedumbre y no con el grito de quien acusa, de quien descarga su ira por la sentencia injusta, eleva infinitos lamentos... nada de eso. Llevar el dolor sin quejarse, mudo como un cordero: ¡se necesita una fuerza extraordinaria!
Y nosotros, en este día, pedimos la gracia de no «dar la espalda». No podemos cubrirnos el rostro y mirar hacia otro lado. Ante todo, no queremos dar la espalda al cuerpo desfigurado de Jesús.
Nos gustaría tener siempre ante nuestros ojos el cuerpo fuerte y sano de un Jesús que cura a los enfermos, que sostiene a los débiles, que defiende a los marginados... o el cuerpo glorioso del resucitado que nos abre el camino hacia el Padre... pero entre uno y otro debemos soportar la visión de su cuerpo desfigurado y herido, que nos habla de nuestra fragilidad y nuestra debilidad, de nuestros dolores y nuestras injusticias.
Pero del mismo modo no queremos apartar la mirada de ningún cuerpo desfigurado, de ningún cuerpo que muere. Se necesita una mirada que soporte la visión de una humanidad que parece rechazada, cuando son los cuerpos de los niños los que mueren, los cuerpos deformados por el mal y violados por la violencia. Se necesita un gran valor para no apartar la mirada, un valor que no viene de nosotros. Solo el Crucificado puede soportar la visión de la humanidad desfigurada.
Apartar la mirada es un acto de indiferencia, y la indiferencia mata, deja solo al hermano y a la hermana que sufren el dolor y la muerte, la injusticia y la violencia. Cada vez que apartamos la mirada, también somos culpables; mantener la mirada es doloroso, pero a la luz de la cruz, mantener la mirada puede traer una palabra de esperanza, la presencia salvadora de un Dios que lleva sobre sí el dolor del mundo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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