Un Viernes Santo severo
El Viernes Santo es un día severo para los cristianos, una festividad percibida como «antifestividad», un día aún capaz de aislar trágicamente la pasión y la muerte de Jesús de su resurrección.
Cuando los cristianos acuden a su Señor, siempre se les remite al único acontecimiento de la pasión, muerte y resurrección, pero hoy es la pasión culminada en la muerte lo que se medita, se piensa y se celebra: es la cruz la que domina con su sombra la liturgia y la que, con su imposición, remite a la resurrección solo como esperanza, como espera.
La singularidad de la fe cristiana es tener como anuncio central al Señor crucificado e identificar en la crucifixión de Jesús de Nazaret el relato más epifánico de Dios. ¿Qué recuerdan hoy los cristianos?
Recuerdan que, en Jerusalén, ciudad santa y corazón de la fe judía, Jesús de Nazaret —un rabino y profeta de Galilea que había suscitado a su alrededor un movimiento y que arrastraba tras de sí a una pequeña comunidad itinerante compuesta por una docena de hombres y algunas mujeres— fue arrestado, condenado y ejecutado mediante el suplicio de la crucifixión.
Históricamente se puede decir que Jesús fue arrestado por iniciativa de algunos jefes de los sacerdotes, la jerarquía de Jerusalén, a causa de sus gestos y palabras: algunos rasgos mesiánicos de su actuar, la apasionada expulsión de los vendedores del Templo, la polémica profética contra los hombres religiosos, en particular los saduceos.
Capturado de noche en el valle del Cedrón por un puñado de guardias del Templo, fue llevado ante el Sumo Sacerdote, en cuya presencia tuvo lugar un enfrentamiento que permitió formular acusaciones precisas para presentar al gobernador romano, el único que tenía poder para dictar una sentencia capital y ordenar su ejecución.
Hay que decir claramente que no hubo un auténtico juicio formal y que la parte del Sanedrín, reunida durante la noche, casi con toda seguridad no estaba en condiciones de deliberar en una situación legal. Jesús es entregado a Pilato, quien, tras algunas sesiones y procedimientos que parecen un verdadero juicio, decide condenarlo junto con otros malhechores, después de haberlo azotado. ¿Medida de seguridad, intento de complacer al grupo sacerdotal que se lo había entregado, odio hacia cualquiera de los judíos que pareciera portador de un mensaje no homogéneo con la ideología imperial?
Probablemente todas estas razones juntas llevaron a Pilato a decidir la condena de aquel galileo. Ciertamente, Jesús muere en la cruz, sufriendo lo que para los romanos era un «suplicio cruel y horrible» (Cicerón) y para los judíos era, como la horca, un signo de excomunión para el impío, maldición del blasfemo, como dice la Torá: «Maldito todo el que está colgado en un madero» (Dt 21,23; cf. Gal 3,13).
Jesús muere en la infamia de su desnudez, colgado en el aire porque ni el cielo ni la tierra lo quieren, muere en la vergüenza de quien es condenado por el magisterio oficial de su religión y por la autoridad civil por ser perjudicial para el bien común de la polis. Jesús, a diferencia del Bautista, no muere como mártir, sino como excomulgado y maldito, como gusta decir San Pablo, que se jacta de predicar a Jesús crucificado, escándalo para los religiosos y locura para los sabios del mundo griego.
La cruz, sí, la cruz es el signo de esta muerte en la infamia de Jesús —«contado entre los malhechores», se complacen en anotar los evangelistas—, es el relato de su solidaridad con los pecadores, de su humillación hasta la condición de esclavo humillado, «hasta la muerte y muerte de cruz», como testifica San Pablo.
¡Pero la cruz no debe prevalecer sobre el Crucificado! No es la cruz, en efecto, la que engrandece a quien está colgado en ella, sino que es precisamente Jesús quien redime y da sentido a la cruz, para que todos los hombres que conocen esta situación de sufrimiento y vergüenza, de maldición y aniquilamiento, puedan encontrar a Jesús a su lado.
Cada cruz es un enigma que Jesús convierte en misterio: en un mundo injusto, el justo solo puede ser rechazado, combatido, condenado. Es una necessitas humana, y Jesús, precisamente porque quiso «permanecer justo», solidario con las víctimas, los corderos, tuvo que conocer este choque de la injusticia del mundo contra él.
Pero quien sabe leer así la pasión y la muerte de Jesús está obligado a comprenderla como un acontecimiento de gloria para Jesús: gloria de quien ha dado su vida por los hombres, gloria de quien ha amado hasta el final, gloria de quien muere condenado por haber intentado narrar que Dios es misericordia, amor. Si hay un lugar en el que Jesús hizo de Dios «Buena Nueva», si lo «evangelizó», es precisamente la cruz: ¡buena nueva para todos los pecadores!
Hoy, Viernes Santo, los cristianos recogen en la imagen del crucificado, cordero inocente, a todas las víctimas de la historia, los corderos muertos por los lobos: los cristianos en este día están llamados a aprender a soportar el escándalo de la cruz sin echar la culpa al otro, seguros de que de la cruz de cada justo se evidencia una razón por la que vale la pena dar la vida. Porque solo quien tiene una razón por la que vale la pena dar la vida, tiene también una razón por la que vale la pena vivir.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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