Elías, o repensar la experiencia de la fe -y también el ejercicio del ministerio- en tiempos de fragilidad
Llevo ya tiempo dándole vueltas a diferentes pensamientos que alimentan mi fe in tempore calamitatis o in tempore famis, como alguien llamó a este momento histórico. Me fascinan los artículos que leen este momento histórico con atención, con espíritu de discernimiento. Casi los devoro, tanta es la necesidad de no sufrir como espectador este destino que nos ha tocado.
Desde el primer momento estuve convencido de que esta emergencia presente debía abordarse no sólo en el plano económico, político,…, sino también en el plano antropológico, cultural, psicológico y espiritual, en el plano de la fe, pero quizá lo hayamos olvidado.
Estos mismos días, mientras el debate gira en torno al «qué hacer», me parece que nos estamos equivocando si nos preguntamos más bien: «quiénes queremos ser». Esta emergencia nos pide que no demos nada por sentado, que nos cuestionemos e interroguemos.
Recuerdo muchas páginas de la Escritura que ahora releo a la luz de lo que todos estamos viviendo. Nunca habría imaginado abordar pasajes enteros o simples expresiones desde esta perspectiva insólita. Sin embargo, es realmente cierto: en Jesucristo, el Señor nos lo ha dicho y nos lo ha dado todo. A nosotros nos corresponde dejar que lo que se nos ha transmitido hable de un modo nuevo.
La Palabra nos recuerda la pregunta de los judíos a Jesús: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6,28). La respuesta de Jesús no se hace esperar: «Que creáis en el que Él ha enviado» (Jn 6,29).
Entre las muchas figuras que acompañan mi oración y mi reflexión hay una que me resulta más apremiante, la del profeta Elías. A menudo he pensado en el momento de crisis que incluso un profeta tan poderoso experimentó en su propia piel. Pienso en mis propias crisis, en esta crisis nuestra. La de Elías fue una crisis que vivió hasta el final, tanto que generó en él una nueva forma de ser y de pensar. Quizá entendamos por qué Elías y Moisés aparecen en el Monte de la Transfiguración y hablan a Jesús del éxodo que hay que realizar. Lo que estamos viviendo es también un éxodo, un éxodo no decidido por nosotros, no contemplado por nuestros programas, y que hay que vivir en compañía de quienes ya lo han realizado, si no queremos seguir lamentando la olla de Egipto.
Cuando Elías hace su aparición en 1 Reyes, aparece inmediatamente como un hombre poderoso, el profeta por excelencia, el «hombre de Dios», como se le suele llamar. Con su impetuosidad se muestra incluso capaz de cerrar los cielos, que sólo volverán a abrirse cuando él lo decida. Tal acto de fuerza pretende despertar la conciencia de su pueblo que, instigado por la prepotente reina Jezabel, ha terminado por hacer suyas las prácticas religiosas hacia Baal, los dioses paganos de la fertilidad.
El clímax del enfrentamiento entre el Dios de Israel y los baales tiene lugar en el monte Carmelo, donde debe tomarse una decisión sobre la veracidad de uno u otro: la deidad que quemará el sacrificio inmolado, ése será el verdadero Dios. Elías consigue finalmente vengar al Señor, su Dios, masacrando a 450 profetas de Baal. Pero lo que podría leerse como un momento de gloria pronto se convierte en una amenaza de represalia por parte de Jezabel, que decide vengarse.
Y el que había ganado el desafío no sabe otra cosa que huir despavorido y reducido al desamparo. Emprende un viaje de norte a sur, atravesando Galilea y Judea para llegar a Berseba. Aquí, habiendo llegado cerca del desierto, deja al muchacho que le asistía y vaga por el desierto durante un día hasta que cae en una verdadera depresión que le hace gritar: “¡Basta, Señor! Quítame la vida, pues no soy mejor que mis padres” (1 Reyes 19:4).
¿Cómo se manifiesta esta depresión?
1.- Con el miedo a una situación que no sabe cómo afrontar. Es un miedo real que, sin embargo, siente aún mayor cuando se compara con sus padres, a los que ahora percibe como jueces de sus actos. La ambición de la victoria conseguida en el Carmelo se le vuelve ahora en contra.
2.- Huyendo. Huye físicamente, sin duda, pero la huida está también en su imaginación ya que sus padres vencieron en el enfrentamiento con él. No le importa el objetivo, sólo le importa poner una distancia social (término al que nos estamos acostumbrando) entre lo que considera la causa de su malestar y él. El objetivo es anular el sufrimiento, ya que no tiene ante sí la causa misma. Pero por mucho que escape, el sufrimiento estalla en su interior.
3.- Con la soledad y la experiencia del desierto. Quien experimenta un estado de depresión acaba leyendo como ausentes incluso a quienes están a un palmo de él. El deprimido no puede establecer contacto con quienes le rodean; no pocas veces se siente solo, excluido, abandonado. El lugar que más le resuena es la esterilidad del desierto, símbolo de la infructuosidad de los esfuerzos y del fracaso de las iniciativas.
4.- Con la autoacusación: «No soy mejor que mis padres». Está convencido de que lo ha hecho todo mal cuando la reina le amenaza y el pueblo le es indiferente. Ante la impotencia y la culpa, ante el sentimiento de inutilidad y la sensación de que le falta el aliento, no tiene más remedio que gritar su final: «¡Ya basta!».
5.- Con el deseo de morir: entrar en el desierto y abandonarse exhausto a dormir bajo un enebro, habla de su deseo de no volver a despertar. Necesita no volver a ver la luz para no tener que registrar una nueva derrota.
Justo cuando quiere abandonarse al sueño de la muerte, Elías es despertado por un ángel que le ofrece un alimento que el hombre de Dios debe tomar. ¡Cuántos mensajeros celestiales se encargan también de ofrecernos el alimento necesario y, sin embargo, nos cuesta reconocer su autenticidad porque no tienen nada de extraordinario! Después de todo, ¿qué sugiere hacer el ángel enviado por Dios a Elías si no es realizar cosas tan ordinarias?
El viaje que tiene por delante es largo; el destino que le espera no es un lugar geográfico, en primer lugar, sino un verdadero renacimiento en la manera de entenderse a sí mismo como hombre de Dios.
Levántate y come...
El ángel le invita a realizar los gestos más adecuados a la circunstancia. Ningún prodigio, ningún milagro, sólo una referencia a la vida cotidiana. ¿Y no es eso a lo que estamos llamados estos días, a ser remitidos a una cotidianidad cuya elocuencia a veces hemos perdido? Tanto, que nos cuesta. Lo cotidiano ya casi no nos habla, a veces parece no tener derecho a hablar.
Elías se rehabilita mediante el ejercicio del cuidado y la ternura, mediante la presencia de alguien que se dirige a él como persona y no como personaje.
En un momento en que la vida del profeta está amenazada, alguien cuida de él a través de una jarra de agua en un desierto y un pan plano cocido sobre piedras calientes.
El ángel tiene que intervenir dos veces ante Elías, signo evidente de la resistencia del profeta a volver al camino. Los signos de atención y no abandono están ahí, pero no es obvio reconocerlos y acogerlos. El mensajero celestial no lo convierte en una falta, no fuerza la situación, sino que la acompaña con insistencia y determinación. Bajo las cenizas de una crisis depresiva, de hecho, sigue habiendo fuego que hay que alimentar.
El viaje durará cuarenta días y cuarenta noches: una figura simbólica para expresar el tiempo necesario. El lugar al que regresa Elías también es simbólico: debe desembarcar allí donde se había perfilado la identidad de su pueblo. El nombre del lugar es ya todo un programa: Horeb, en efecto, deriva de una raíz verbal que significa marchitamiento, sed o devastación, destrucción, agresión, combate. El destino de su viaje es la montaña de la esterilidad, la montaña donde uno es golpeado y herido. No hay encuentro con Dios que no deje huella: el patriarca Jacob ya sabía algo de ello cuando fue herido en la cadera durante la lucha con el ángel en la noche de Jaboc (Gn 32).
¿Qué haces aquí, Elías?
Cuando llega a la montaña de Dios, el profeta es interpelado para que verbalice el motivo de su aventura. ¿Cuáles son las expectativas que le animan? ¿Cuáles son los trabajos, las esperanzas? ¿Qué teme? ¿Qué le angustia?
La montaña de Dios es para nosotros hoy esta emergencia que pide dar nombre a lo que habita en nosotros, a lo que nos inquieta, a lo que nos anima, a lo que nos humilla.
Dos veces responde Elías que es incapaz de alinearse con el giro de los acontecimientos en su pueblo. Es necesario reaccionar con fuerza. Es un hombre enamorado, arde en él una pasión, tiene unos celos de Dios que no le dan tregua. Confiesa que se ha quedado solo. A muchos nos ha parecido en estos días que nos han dejado solos y, como Elías, hemos gritado nuestra necesidad de volver a arder por la pasión primitiva que un día nos hizo dejarlo todo. Y quizá, como Elías, nos hemos encerrado en esa cueva que representa nuestro mundo conocido, casi una especie de útero en el que reconocernos.
Elías está llamado a salir de la cueva y reconocer el paso de Dios en esa misma situación. Con Elías, también nosotros estamos llamados a vislumbrar el paso de Dios en este acontecimiento que ha echado por tierra gran parte de nosotros y de lo que habíamos aprendido a hacer hasta ayer.
Y, sin embargo, lo que pronto ve ante sí son los mismos elementos que encuentra dentro de sí mismo. En esa cueva en la que se refugia, Elías está como desnudo, no hay velos, ni máscaras, ni papeles: sólo la verdad desnuda de sí mismo.
Lo que verá frente a él fuera de la cueva, en realidad, son reacciones furiosas de las que debe distanciarse; sólo así redescubrirá una confianza estable capaz de hacerle descubrir cuántos, de manera silenciosa, han perseverado en su fidelidad al Señor sin alardear y sobre los que la mirada de Dios ha seguido observando atentamente.
Elías descubre que Dios no se hace presente a través de la tempestad, el terremoto, el fuego, los elementos, éstos, que en la antigüedad habían acompañado su manifestación como atestiguan abundantemente Ex 19,16-19; Jdc 5,4-5, Sal 18,3; 69,9 Na 1,3-5; Hab 3,4-6.
La fidelidad a Dios no siempre pasa por la fidelidad a
las formas a las que estamos acostumbrados para servirle.
¿Qué ocurre si lo que antes eran los elementos típicos de una teofanía ahora ya no lo son? Por el contrario, Dios se manifiesta a través de “la brisa de un viento suave” o, según la bella traducción de Martin Buber, “el murmullo de un silencio que se desvanece”.
¿Qué nos sucede, en estos días en que nos vemos reducidos casi a la impotencia y parecemos encarnar lo que dice Jr 14,18: «hasta el profeta y el sacerdote vagan por la tierra y no saben qué hacer»?
La obra de Dios apenas se conjuga con signos de poder, su presencia se reconoce más bien en el proceso gradual de la historia que a veces se desenvuelve según las categorías de un dejar hacer.
El murmullo del silencio que se desvanece no tiene nada de romántico: de hecho, casi parece renegar del hombre de Dios. Si Dios no está en el terremoto, no está en el fuego, y menos aún en el viento fuerte, significa que no se le puede controlar, que siempre hay que reconocerle en las formas que de vez en cuando quiere revelarse a los hombres.
El silencio, el vacío, la ausencia se convierten en adelante en las experiencias a través de las cuales discernir a Dios en acción. Lo que ocurrió en el Monte Carmelo no volverá a repetirse. Si quiere seguir siendo el hombre de Dios, Elías debe aprender a reconocer el nuevo lenguaje de su Dios. Dios está siempre más allá de lo que podamos haber aprendido de él: éste será el desafío que quedará abierto entre Jesús y los judíos.
Hemos olvidado que la Escritura nos habla de un Dios que busca al hombre en el estado en que se encuentra, incluso hoy. Nos habla de un Dios que asume y habita incluso los silencios, las horas de desolación de angustia. Testimonia que también hoy su Espíritu está en acción, también hoy pide ser escuchado, justo cuando todo parece negar su presencia. Y quizás, hoy, pide algo más. Todo para ser escrutado y reconocido.
La vida avanza y progresa gracias a las ausencias que nos hacen vivir -Rainer Maria Rilke-. Vivimos gracias a ausencias gracias a las cuales descubrimos una llamada a salir de nosotros mismos y buscar algo más, más allá de lo que ya hemos conseguido.
Elías debe aceptar que la fidelidad al Señor pasa por
otras formas que nada tienen que ver con sus expectativas. Esos impulsos
violentos, de hecho, no le permiten reconocer a los que han permanecido fieles.
Lo que le parece una derrota es en realidad el descubrimiento de otro Dios y de otro Israel, pero hasta ahora era incapaz de reconocerlo.
No es casualidad que Elías tenga que cubrirse el rostro con su manto. Un silencio ensordecedor en una experiencia que inmediatamente huele a ocultación y ausencia. Cubrirse el rostro es un gesto femenino: es el gesto de la novia en el Cántico ante su amado. ¿De qué se trata? De la unión plena, como en una boda, entre el hombre de Dios y su Señor. Pero para que esto ocurra, Elías debe consentir en un despojamiento total en su interior y a su alrededor.
La crisis que atravesó fue la ocasión para que Dios le despojara de toda seguridad y le vaciara de toda furia iconoclasta. Sólo el conocimiento de un Dios otro hace que el profeta se convierta también en otro en el ejercicio de su ministerio.
Creo que esto es también lo que está en juego para nosotros, «hombres de Dios». Dios nos muestra rasgos inéditos porque quiere configurar otra forma de creer y de ejercer cualquier ministerio.
Paradójicamente, aquel a quien quería servir con todo su afán y a quien quería defender de la contaminación, fue contaminado precisamente por su violencia y por la convicción de sentirse único y solo, cuando en realidad más de 7.000 no se habían postrado ante los Baales.El renacimiento que debía tener lugar para Elías en el arroyo Kerit se hizo imposible porque las aguas se habían secado. Sin embargo, Dios, que se preocupaba por la suerte de su profeta, ciertamente no carecía de medios para que se produjera por otros medios. El mismo lugar al que huía decepcionado por la infidelidad del pueblo se transformó en una oportunidad para una nueva partida.
¿Y si esta experiencia es el lugar donde Dios nos espera para remodelar nuestra identidad como Pueblo de Dios? Y no porque estemos librando nuevas guerras de religión (si así fuera, seguiríamos encarnando al Elías del Carmelo), sino porque al compartir la vida de todos, como atestigua la hermosa Carta a Diogneto, damos testimonio de «un admirable e indudablemente paradójico método de vida social... como el alma está en el cuerpo, así están los cristianos en el mundo».
Vamos, vuelve sobre tus pasos…
La meta no era el conocimiento del verdadero rostro de Dios y la unión esponsal con Él, esto, de hecho, era una etapa. Elías debe volver a su vida, debe empezar de nuevo, ya no navegando a vista según sus humores, sino según una revelación muy precisa.
Que se trate de un tiempo complejo y difícil no significa que sea un tiempo vacío. Precisamente este tiempo debe convertirse en el tiempo en el que expresemos más lo que significa la fe como levadura.
Nos haría bien volver a escuchar en estos días las
palabras del prefacio de la Plegaria Eucarística V/a:
"No nos dejas solos en nuestro camino,
sino que estás vivo y
activo entre nosotros.
Con tu brazo poderoso
guiaste
a la asamblea errante
en el desierto;
hoy acompañas a tu
Iglesia
peregrina en el mundo
con la luz y la
fuerza de tu Espíritu,
por Cristo, tu Hijo y
Señor nuestro,
condúcenos, por los
caminos del tiempo
hasta la perfecta
alegría de tu Reino".
Estos son los días en que se nos exhorta a refugiarnos «en el Evangelio como en la carne de Cristo», como afirma San Ignacio de Antioquía en su carta a los Filipenses (V, 1). Y San Jerónimo se hace eco de él cuando dice que debemos “alimentarnos de su carne y de su sangre no sólo en el misterio del altar, sino también en la lectura de las Escrituras. Porque el verdadero alimento y la verdadera bebida es lo que se recibe de la Palabra de Dios, es decir, el conocimiento de las Escrituras” (Comm. in Ecclesiasten III, 13).
Estos son días para aprender lo que significan para nuestra vida de fe las palabras del Apóstol San Pedro cuando escribe: “adorad al Señor, Cristo, en vuestros corazones” (1 Pe 3,15). No hay lugar donde Dios no habite. Por eso, la comunión con Dios es ante todo una cuestión que toca al alma, no al lugar, como el mismo Señor repite a la mujer de Samaría: “Llega la hora -y es ahora- en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4,23).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario