viernes, 18 de abril de 2025

En el sepulcro con María.

En el sepulcro con María 

Esta extraordinaria obra de Mantegna pudo haber inspirado a Peguy, pudo haber inspirado al gran poeta y dramaturgo francés cuando describe a la Madre a los pies de la cruz: «Lloraba, lloraba, se había vuelto fea. Ella, la mayor Belleza del mundo. La Reina de la belleza. En tres días se había vuelto espantosa a la vista». 

Mantegna, que había aprendido en el taller a alcanzar aquí no solo la cima de su maestría, sino también la cima de la parábola humana del Maestro. 

Lo primero que vemos son los pies del Salvador, tan reales, tan carnales y humanos que es imposible no pensar en los caminos de Palestina que han recorrido a pie. 

Son nuestros pies, es nuestra carne. Quizás nosotros, o más bien seguramente nosotros, no moriremos en la cruz, pero con la misma certeza algún día seremos así. 

La verdadera humanidad de Cristo alcanza aquí su cima, al igual que, poco después, alcanzará su cima la revelación de su divinidad, escrita con signos indelebles precisamente en ese sudario, que ahora está tan frío y rígido que parece de mármol. 

Cuando Mantegna murió, en 1506, esta obra aún se encontraba en su estudio. Fue para él una especie de memento mori, una ayuda concreta que le preparaba para ese paso al que, tarde o temprano, todos estamos llamados. 

Quizás por eso los artistas investigan poco, hoy en día, sobre el misterio del Sábado Santo. Porque estamos inmersos en él. Estamos sumergidos en un Sábado Santo que deja caer el gris sobre toda esperanza de inmortalidad. 

Quizás por eso el Papa se inspiró en el Cielo para llamarse Francisco, porque debe ser (y es) un heraldo de la Esperanza que grita al mundo entero: «¡Cristo vive!». 

Sin embargo, la crisis de nuestro tiempo comienza aquí, en los años de Mantegna, y se ve en esa atmósfera un poco lúgubre que atraviesa el lienzo. 

Se ve en ese silencio mortal que golpea al Verbo hecho carne. 

En este sepulcro, el silencio es tal que se podría oír el suave susurro del pañuelo de la Madre que llora en silencio. 

Y sorprende ella, la Madre, envejecida en exceso mientras llora sostenida por el fiel Juan y por una Magdalena, también envejecida, que solo se ve de perfil. 

Nosotros tampoco estamos allí, con ellos, a los pies de Jesús para observar todo. Observamos, ante todo, con dolor, que el rostro de Cristo no está vuelto hacia su Madre. 

¿Por qué esta mujer no ha rodeado la piedra de la unción dirigiéndose hacia donde su corazón sin duda la empuja, es decir, ante el rostro de su Hijo para besarlo por última vez? 

Allí solo queda el frasco de nardo genuino. Abandonado. Reliquia de un amor devoto que se detiene de golpe ante la crudeza de la realidad. 

Y, sin embargo, este frasco es una especie de heraldo del misterio. Anuncia un acontecimiento que no se puede presagiar, pero del que ese lugar pronto se convertirá en escenario. 

De hecho, al mirar ese frasco, vemos la cueva oscura junto al cuerpo muerto. Una puerta abierta de par en par hacia lo desconocido, que espera llenarse de luz. 

Y entonces volvemos a mirar a Jesús: su muerte es un sueño... 

De repente comprendemos el motivo por el que su rostro está girado hacia la Virgen. Incluso en esta hora extrema, el Hijo anuncia a su Madre la verdad de su destino. 

Vuelve el rostro hacia ese frasco, hacia esa cueva oscura para anunciar a los suyos la luz de la resurrección. 

Lo sugieren las manos, apoyadas de forma antinatural sobre la piedra de la unción. 

Lo insinúan los nudillos de esos dedos que, casi recogiendo las últimas fuerzas de ese cuerpo abandonado ya a la muerte, servirán de palanca y Jesús se levantará de nuevo. Despojado de ese sudario, el cuerpo herido se vestirá de gloria. 

Quizás así deba suceder también con nosotros. 

Tal vez ya está sucediendo, gracias a las noticias diarias, que rezuman guerra y dificultades, pero también gracias a las noticias de una humanidad que intenta levantar la mirada. 

De este modo, nos vemos sustraídos de la resignación ante el mal y vislumbramos en los pliegues de los días, como en los pliegues de aquel sudario, la audaz posibilidad de un nuevo renacimiento, de una resurrección. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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