Inculturar el Símbolo de la Fe del Concilio de Nicea…
En el transcurso del presente Jubileo, se acerca también
otra fecha muy importante para el mundo cristiano: los 1700 años del Concilio
de Nicea (325), el primer gran Concilio, también llamado ecuménico,
por la amplia representación de obispos procedentes de numerosas Iglesias.
Este Concilio, junto con los otros tres que le siguieron,
es decir, el Concilio de Constantinopla (381), el Concilio
de Éfeso (431) y el Concilio de Calcedonia (451),
representan las etapas más significativas del camino de la formulación de la fe
recorrido por la Iglesia.
Los cuatro Concilios, de manera diferenciada, no hacen más
que responder a una sola pregunta, la misma a la que responden los cuatro
Evangelios: quién es Jesucristo.
Constituyen a todos los efectos las «fases constitutivas»
de la profesión de fe que los cristianos confiesan conjuntamente hasta nuestros
días, a pesar de las divisiones históricas surgidas a lo largo de los siglos.
Los primeros cuatro Concilios representan, además, las
etapas decisivas de la formulación lingüística de las verdades de fe; las
etapas en las que se constituye una «gramática de la fe», a través de la cual
la fe se ha hecho accesible en el plano cultural.
En particular, el Símbolo
de la Fe (el Credo niceno-constantinopolitano) se ha
convertido en un punto de referencia en un triple aspecto.
En primer lugar, los términos y las fórmulas teológicas se
acuñan teniendo en cuenta las categorías propias de la cultura actual; en
segundo lugar, las mismas fórmulas teológicas tratan de seguir siendo
absolutamente fieles a la Revelación bíblica; en tercer lugar, la historia se
ve cada vez más impulsada a confrontarse con el acontecimiento cristiano que se
resume en la Encarnación del Verbo.
El Verbo, la Palabra viva y sustancial de Dios, se hace
hombre. Lo que está por encima del espacio y del tiempo entra en la historia y
en el espacio humano. Es necesario hacer inteligible lo que en sí mismo es
inefable e inexpresable, la eterna generación del Verbo del Padre y la
generación del Verbo encarnado en el vientre de la Virgen María, «generación
singularmente admirable y admirablemente singular», dirá San León
Magno; y San Agustín: «Hijo
de Dios no concebido por ninguna madre, hijo del hombre sin la semilla de un
padre, que al venir trajo la fecundidad a una mujer, sin quitarle con ello la
integridad. ¿Qué es esto? ¿Quién podrá decirlo? ¿Pero quién podrá callar? Y
esto es lo maravilloso: no somos capaces de describirlo, pero tampoco podemos
callarlo» (Sermo 215,3).
El papa Gregorio Magno llegó a comparar los cuatro
primeros concilios, por su autoridad, con los cuatro Evangelios, ya que habían
formulado los dogmas fundamentales del cristianismo: el dogma trinitario y el
cristológico. En comparación con estas verdades, las demás cuestiones
abordadas por los concilios posteriores siguen siendo hasta secundarias, sin
perjuicio de su importancia.
El Concilio de Nicea representa el inicio de una
gran reflexión y de una audaz respuesta a la desconcertante doble pregunta: ¿quién
es Jesucristo? ¿Cuál es su procedencia? Y el Concilio de Nicea
responde con el Símbolo: Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado no creado,
consustancial al Padre.
De este modo, el Concilio de Nicea trata de establecer un
punto fijo, conteniendo la devastadora herejía arriana: Jesucristo, solo en
cuanto es Dios mismo, puede elevar al hombre a la dignidad divina. A partir de
este punto de partida, San Atanasio y otros Padres de la Iglesia
desarrollarán el tema de la encarnación divinizadora: la fragilidad humana,
gracias a la encarnación del Verbo, es habitada por el amor más grande y recibe
el germen de la vida divina.
Defender y definir en el dogma de fe la plena divinidad de
Cristo para salvaguardar todas las consecuencias que de esta verdad se
derivarían en el plano antropológico fue la tarea del primer Concilio
Ecuménico de Nicea.
Más tarde, será el Concilio de Calcedonia el que, siguiendo
los pasos del Concilio de Nicea, formulará con un lenguaje adecuado la verdad
sobre la humanidad de Jesucristo, completando la historia inaudita y paradójica
sobre Dios y el hombre, vivida de generación en generación en la fe del Pueblo
de Dios.
Inculturar el Símbolo de la Fe del Concilio de Nicea…
Así he
querido titular esta reflexión. Y hacerlo, además, continuando con los puntos
suspensivos del título… en el gran camino de la inculturación del
cristianismo. Esta sería la expresión que acompañaría y completaría
necesariamente el título de la presente reflexión.
Y lo quiero exponer y razonar a partir de la tercera predicación de Cuaresma del año 2023 del Cardenal Raniero Cantalamessa el 17 de marzo de 2023 (https://www.cantalamessa.org/?p=4073&lang=es): “Sin teología, la fe se convertiría fácilmente en repetición muerta; le faltaría el instrumento principal para su inculturación. Para cumplir esta tarea, la misma teología necesita una profunda renovación. Lo que necesita el Pueblo de Dios es una teología que no hable de Dios siempre y sólo “en tercera persona”, con categorías a menudo tomadas del sistema filosófico del momento, incomprensibles fuera del pequeño círculo de los “iniciados”. Está escrito que “el Verbo se hizo carne”, pero en teología, ¡muchas veces el Verbo se hizo sólo idea!”.
Si los padres conciliares de Nicea trataron de realizar un diálogo atento entre auditus fidei y auditus culturae, para poder llegar a un correcto Symbolun fidei in caritate, ¿cuál sería en las Iglesias cristianas el diálogo atento entre el ‘auditus fidei’ y ‘auditus culturae’ de nuestro siglo XXI que hiciera hoy relevante y significativo la formulación del Símbolo de nuestra Fe?
La fórmula de fe elaborada en el Concilio de Nicea debía expresar de la manera más coherente y explícita posible quién es (y quién no es) Dios, cuáles son las relaciones intratrinitarias (entre el Padre y el Hijo, en concreto), cómo el hombre se convierte en objeto de la acción salvífica divina. Lo hace, naturalmente, a través de las palabras humanas, de una lengua determinada, eligiendo en primer lugar las expresiones que encuentra en la Sagrada Escritura, pero también atreviéndose a introducir conceptos -sobre todo el ‘homousios’- que proceden del trasfondo de la época y la cultura en la que se insertan los redactores.
No quiero entrar en el debate de hasta qué punto está permitido que el hombre creyente utilice su propia lengua y sus propios conceptos para hablar de Dios, pretendiendo incluso definir las relaciones intratrinitarias. Entiendo que hay límites que respetar, precauciones que tener,…, y que en todo ello también nos enseñarían los Padres de aquel siglo IV.
Mi reflexión trata de formular el hecho de que, partiendo de la redacción de la fórmula de fe del Concilio de Nicea, las Iglesias cristianas del siglo XXI, y con motivo de este aniversario del concilio niceno, pueden reflexionar más ampliamente sobre las posibilidades y los límites del lenguaje humano del siglo IV como instrumento de comunicación y recepción del propio Credo, y discernir y, en su caso, proponer cómo «decir Dios, Jesucristo, Espíritu Santo, Reino de Dios, Iglesia,…» y cuál sea la formulación y la transmisión del Símbolo más relevante y significativa acorde con el Evangelio y con la persona de Jesucristo y Espíritu Santo, auténticos intérpretes y reveladores de Dios.
Y creo que es necesario hacerlo porque creer también es una cuestión de lenguaje. Para creer correctamente es necesario disponer de las palabras adecuadas y saber en qué condiciones es posible pronunciarlas. Ni podemos ni queremos renunciar a hablar de Dios incluso utilizando también las palabras que la Tradición —en nuestro caso, el credo niceno— nos entrega.
La cuestión del lenguaje es, por eso mismo, central, porque nuestra confesión de fe a través del Símbolo ecuménico debe seguir siendo expresiva, comprensible y respetuosa tanto con el contexto evangélico de origen como con el de llegada de nuestro siglo XXI.
Imitando al Espíritu que inspira la Palabra, estamos invitados a partir precisamente del lenguaje común, «molido» por la vida y las costumbres. Por eso es necesario, también y propiamente, un lenguaje que se cruce con las experiencias y la búsqueda de sentido de las personas, no sé si con lenguajes más eficaces, o entrando más y mejor aún en nuevos paradigmas. De hecho, para ser creíble, la comunicación necesita nutrirse de la vida coherentemente vivida de quien se expresa a través de ella.
No se trata de banalizar el misterio que se nos ha revelado sino de respetar y, al mismo tiempo, devolver el significado y la posibilidad de expresión a un lenguaje contextualizado que nos llega a través de la Palabra revelada y de la Tradición constitutiva, poniendo todo el empeño para evitar, hoy como entonces, desviaciones que pueden conducir a posiciones no ortodoxas, pero también a conclusiones simplemente banales y apresuradas, ya sea porque se tiene demasiada prisa por aceptar lo nuevo, ya sea porque se está demasiado preocupado por conservar lo antiguo.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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