Una imagen de la normalidad de la fragilidad de la condición humana
El Papa
Francisco se dirige por sorpresa a la Basílica de San Pedro para comprobar el
estado de las obras de restauración de la cátedra de San Pedro, agradecer a los
restauradores y restauradoras su trabajo y detenerse en la tumba de San Pío X,
que escribió la Exhortación Apostólica «Dum Europa», dirigiendo su súplica a Dios para
que alejara «cuanto antes las funestas fases de la guerra» e inspirara «a los
supremos gobernantes de las Naciones pensamientos de paz y no de aflicción».
Durante esta
visita privada, el Papa saludó a dos restauradoras y a algunos niños, a los que
preguntó cómo se llamaban, rezó sobre la tumba de San Pío X y luego regresó a
Santa Marta.
Las crónicas de
este nuevo fuera de programa del Papa Francisco proporcionan los detalles.
Obviamente, la sorpresa de los presentes, la joven restauradora que, exhortada
por el Papa a acercarse, se disculpa porque tiene las manos frías, el niño
extranjero que le dice «hola, Papa», la emoción de muchos, la sorpresa, las
conmovedoras muestras de afecto, «queremos volver a verte pronto aquí»,
y mucho más; la voz débil, la enfermedad, el cansancio del convaleciente a los
ochenta y ocho años.
Quizá fue la
vestimenta del Papa Francisco la que llamó más la atención, con razón. El Papa
llevaba pantalones negros, digamos de “clero”, y lo que la mayoría identificó
con un poncho de lana, para otros es un plaid,
sobre una camisa blanca. Y sin duda esto tiene relevancia.
Podemos partir
de un detalle: en su reciente autobiografía, «Esperanza», el Papa Francisco
escribió que cuando fue elegido, antes de aparecer en el balcón de la Logia de
las Bendiciones para su primer saludo a los fieles, el del famoso «queridos
hermanos y hermanas, buenas tardes», algunos ayudantes le dijeron
mientras se preparaba que debería haber llevado pantalones blancos debajo de la
túnica del mismo color. Pero él respondió que nunca había pensado en ser
heladero.
De esto quizá
hasta podemos deducir que no aprecia ese tipo de prenda, por razones que
parecen evidentes: el Papa Francisco respeta, aprecia los signos, no los excesos.
A este respecto, cabe recordar el largo debate sobre el uso de sus viejos
zapatos negros: zapatos ortopédicos, pero viejos de todos modos, no rojos.
Sin embargo, hasta
cabe otra observación. Hasta el momento de la bendición, cuando se puso las
vestiduras, el Papa Francisco —que en esa ocasión se definió a sí mismo como
«obispo de Roma»— no utilizó el término «papa», se dirigió a los fieles
vistiendo solo la túnica blanca, había desaparecido el rojo de esa
vestimenta que los «papas» suelen llevar en tales circunstancias. Y el rojo es
el color imperial romano, al menos ese es su antiguo origen. A medida que las
tradiciones se consolidan, a veces desaparecen de nuestra percepción, pocos
piensan en el imperio y en la antigua Roma al ver un «distintivo» rojo, ese
pequeño manto cerrado al cuello, rojo, pero el origen es ese.
Ahora bien,
modificar las costumbres no afecta en absoluto a los ornamentos litúrgicos; de
hecho, en el momento de la bendición Francisco se puso la estola, pero la
intención de ‘des-imperializar’ no llevando la estola roja se mantuvo y no
tiene nada que ver con la dimensión religiosa o litúrgica, sino con la
política. Y esto tiene su punto revelador: este uso se ha transformado en
costumbre, está bien, pero conservaba un valor político y, por lo tanto, tiene
valor renunciar a él.
De aquí a
presentarse en San Pedro con pantalones negros y un poncho, o una manta, que
cubre y calienta la parte superior del cuerpo, hay otro paso. Podría haber escogido
otra vestimenta. Pero el Papa Francisco no ama ciertos distintivos, las imágenes de su
presentación al Pueblo de Dios —él suele decir «pueblo de Dios en camino», no
inmóvil— lo revelan muy claramente.
Estando enfermo,
o digamos convaleciente, ha tenido una neumonía bilateral que aún no se ha
curado del todo, debe cuidarse. El abrigo hubiera sido una solución posible.
¿Por qué no se eligió? Yo no lo sé, pero creo que la visión del Papa Francisco
puede verse en esto: el Papa es un ser humano, y hoy es un ser
humano enfermo, inmerso en una larga convalecencia. Si no baja a San Pedro para
celebrar o concelebrar, o confesar, o realizar cualquier función litúrgica,
entonces lo hace como hacen los enfermos, como haríamos nosotros. Porque él,
como nosotros, es un ser humano. Baja, como bajaríamos nosotros, vestido de esa
manera que nosotros definimos como «de casa», o «casero», o si se prefiere
«casual».
Es el Papa, está
bien, pero sobre todo es un hombre enfermo, y con una temperatura que ronda los
veinte grados va a hacer su inspección, como haría una persona enferma que, sin
embargo, debe cuidarse. ¿Lleva, pues, un rasgo de humanidad, de
normalidad, de fraternidad, en su actuar de convaleciente, una condición dura,
en la que él es eso, un enfermo?
Quizás
éste sea el mensaje, pero al ver esas imágenes pensé en su Iglesia como
«hospital de campaña». El Papa Francisco, el obispo de Roma, hace una simple
inspección como puede, pero también consciente de que estamos en medio de una
gran batalla. Con muertos, dolores, aflicciones. Y su «Iglesia hospital de
campaña» está ahí dentro.
Él hoy es un
enfermo en su Iglesia hospital de campaña para los heridos, los enfermos por
todas estas batallas, los sufrimientos que hay en el mundo. El Obispo de Roma
no está lejos de todo esto, aunque está convaleciente y recluido en Santa
Marta, lo que le impide hacer lo que le gustaría. Así que ahí está, en el hospital
de campaña, un Papa que es un «paciente», como tantos en el mundo.
La estatua que
recuerda al Papa Pío XII, que fue a San Lorenzo después del bombardeo, lo
representa con ropas diferentes, más «papales», en comparación con cómo vestía
realmente: las fotografías de la época lo retratan con el abrigo blanco, no como
se le ve en la estatua. Pero la estatua debía decirnos con la misma vestimenta
que representa a un Papa. Esto se entiende, pero también explica la distancia
que ponemos entre nosotros y esta figura. ¿Sirve? ¿De verdad? ¿O
sirve verlo entre nosotros, como nosotros? ¿La Iglesia es un juez eterno, por
encima y más allá de la Historia? ¿O camina con nosotros?
Quizá sea esta
la clave para entender una elección que se sitúa en un tiempo como el presente
y para el Papa —es decir, aquel que tiende puentes, ha recordado el Papa Francisco—,
que ha señalado la necesidad de una Iglesia-hospital de campaña, de una Iglesia
pobre, para los pobres.
En
esta Iglesia, por tanto, su magisterio es la fragilidad, y sobre la fragilidad.
En un mundo tentado por reconocer que solo la fuerza puede salvarnos,
afirmarnos o hacernos emerger, el magisterio de la fragilidad nos concierne a
todos y, no ocultándola, sino haciendo un gesto pontificio, el Papa Francisco
no solo la muestra, sino que la hace emerger como elemento crucial de nuestra
realidad.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
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