La adoración de los Magos
La imagen, aunque utiliza una iconografía consolidada, parece ofrecernos una enseñanza profética que, quizás, solo nosotros hoy podemos comprender plenamente.
La escena está dividida rigurosamente por la mitad: a la derecha, la luz dorada de la estrella lo baña todo, las vestiduras de Jesús, de José, de uno de los Reyes Magos, los troncos de los árboles a la izquierda, la basílica detrás de la Virgen; a la izquierda, la oscuridad se cierne, apenas se distinguen las copas de los árboles y los dos Reyes Magos que aún no han rendido homenaje al Rey de los judíos parecen emerger de la noche como por arte de magia.
En el centro de la escena se encuentra un rey anciano que se ha quitado la corona, ha entregado su regalo a San José y se dispone a adorar al Niño con un beso. Detrás de él, la nada, la oscuridad, lo desconocido. Se distingue, es cierto, la línea del horizonte, pero también permanece sumida en la noche más profunda.
El autor, por tanto, organiza la escena marcando el fuerte contraste entre el entorno oscuro y boscoso del camino de los Reyes Magos y la seguridad de la ciudad de Belén. En el centro de los dos polos se encuentra, precisamente, el Niño Jesús con el rey adorador. Es sabido que la palabra adorar deriva del latín “ad os”, es decir, llevar la mano a la boca y besar. Sellar el corazón de la obra con un beso es, por tanto, una poderosa referencia a la adoración.
Y es precisamente aquí donde se esconde el insólito mensaje del artista: ante la inminencia de la oscuridad, que esconde la malicia de Herodes, las tramas del poder, las matanzas de víctimas inocentes, solo el gesto sencillo y poderoso de la adoración nos salvará.
Así, el Mago permanece arrodillado desde hace siglos, para recordarnos que el remedio a nuestros males no está en nuestras capacidades diplomáticas, en nuestras estructuras de defensa o de poder, sino en confiar en Aquel que realmente gobierna el destino del mundo y la conciencia de cada uno.
Quizás sea tiempo de conversión, la verdadera, la incómoda, aquella de la que, en el fondo, se habla a regañadientes porque obliga a todos a abandonar sus pedestales, a deponer sus coronas y sus supuestos dones, aceptando la voluntad que viene de lo Alto. Una voluntad que desconcierta porque aquel Alto que la decreta viste los humildes ropajes de un niño.
La estrella no se ve en el fresco, pero se ven los efectos de su luz: lo que se opone a la oscuridad es el edificio que hay detrás de la Virgen, es decir, el perfil de una basílica. En la Iglesia la verdad es recibida y, en la medida en que acoge, la Iglesia se convierte en la verdadera cuna de ese Niño al que debemos escuchar y cuya Presencia adorada nos salvará.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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