La confesión sacramental -y la pérdida del sentido del pecado-
El sacramento de la reconciliación es, por ejemplo, el sacramento por excelencia del año jubilar; constatación que podemos hacer con naturalidad también para el Jubileo que comenzó hace unos meses.
Mi mirada se dirige a ese sacramento que, entre todos los sacramentos, reclama el primer lugar para la obtención de la indulgencia plenaria. Es sabido que la indulgencia plenaria -la gracia jubilar específica, es decir, la remisión de la pena temporal relacionada con el pecado - se obtiene (además de gracias a las prácticas específicas previstas para el Jubileo en Roma y además de la participación habitual en la comunión eucarística) mediante la confesión de los pecados; con la eliminación de cualquier afecto, por pequeño que sea, al pecado.
La importancia que este sacramento tiene en la práctica jubilar choca con lo que podríamos llamar la «desafección» generalizada hacia este sacramento en particular. A decir verdad, también es necesario afirmar que, cuando en nuestros días se accede a la confesión, se accede a ella con mayor conciencia. Precisamente porque se trata de una petición que se produce en un contexto generalizado de desafección hacia este sacramento, este acceso al sacramento de la reconciliación resulta especialmente significativo. Continuando con esta línea argumentativa, quiero:
1) reflexionar sobre las razones que pueden explicar al menos en parte esta desafección y,
2) cuáles son las consecuencias (no mediocres a nivel espiritual) para el individuo y para la comunidad de esta misma desafección.
1.- Las razones. En cuanto a las razones que pueden explicar esta desafección, quiero recordar aquellas que, en mi opinión, afectan al concepto de «responsabilidad moral»: esa categoría moral, es decir, que es intrínseca al concepto de «pecado» y, en consecuencia, también está relacionada con la confesión.
De hecho, si no hay responsabilidad moral, tampoco habrá pecado y, por lo tanto, tampoco la necesidad (y no quiero evaluar aquí en qué casos específicos entra en juego esta necesidad) de acceder al sacramento que tiene la tarea principal de absolver de los pecados.
Entre las razones que podrían invocarse, podría señalar el fuerte subjetivismo que caracteriza nuestra época: el sacramento de la reconciliación, a decir verdad, conlleva un rito y un ministro, mientras que la época moderna reivindica una relación espontánea (no ritual, es decir, independiente de un rito) y directa (es decir, sin la mediación de un sujeto tercero) con Dios.
La escasa percepción del sentido eclesial del sacramento de la reconciliación (reflejo de la escasa percepción de la dimensión eclesial de la misma culpa, aunque sea la más oculta, en relación con la comunión de los santos) es quizás la raíz más profunda de esta dificultad del sujeto moderno para confiar en la mediación del ministro del sacramento.
Pero aquí quiero señalar, como decía antes, cuáles son algunas de las razones que conducen a la limitación de la responsabilidad moral. Identifico en particular un par de vertientes que llamaré una «sociológica» y otra «psicológica».
A la primera pertenecen aquellos argumentos que indican en el sistema de vida de un sujeto, en el entorno en el que creció o en el que vive, la explicación última de cualquier acto moral; lo que equivale a decir que nunca somos realmente responsables de los actos que realizamos, sean buenos o malos. Que el entorno pueda influir en el acto moral es una afirmación que se puede hacer; y se puede entrar caso por caso en el ámbito de la limitación (en forma de atenuantes) de la responsabilidad moral, pero no declararla ex profeso.
En la segunda vertiente, que defino como «psicológico», se debe considerar lo siguiente: no cuenta la moralidad del acto, el objetivo fundamental a perseguir es el bienestar psicológico de la persona, a la que se le debe ahorrar toda consideración de valoración moral sobre los actos realizados.
2.- Las consecuencias. Quiero considerar brevemente cuáles son las consecuencias de esta situación generalizada de desafección por la confesión. En particular, la consecuencia más radical parece ser esta: que al eliminar (o reducir casi a la nada) la responsabilidad de nuestros actos, se le niega al hombre la experiencia más desconcertante y extrema del amor, que es la experiencia del perdón.
Se trata, es decir, de aquella experiencia que transmite una idea fundamental y poco común: aquella según la cual en el amor nunca hay un final, nunca hay una última palabra; nadie puede ser clavado a sus pecados... porque nadie ni nada podrá separarnos del amor de Cristo (cf. Rm 8,35-39). La experiencia del perdón que se hace en el sacramento de la reconciliación reúne verdad y amor en una sinfonía que solo la gracia de Dios puede hacer perfecta.
Pero, ¿de qué perdón podremos hablar si al hombre se le quita la gravedad del pecado? Si no existe ninguna verdad desordenada, ¿sobre qué podrá desbordarse la misericordia de Dios, que supera todo entendimiento? La Iglesia, en cambio, sabe que la verdad y el amor se encuentran (cf. Sal 85,11) de una manera extraordinaria en la maravillosa experiencia del perdón.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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