viernes, 18 de abril de 2025

La mirada del Redentor.

La mirada del Redentor 

Mirarán al que traspasaron. Esta frase del profeta Habacuc, pronunciada miles de años antes de Jesús, ha inspirado a artistas, músicos y poetas de todos los tiempos, que se detenían a contemplar la cruz. 

Pocos se han atrevido a indagar en la mirada de Jesús que desde la cruz ve a la humanidad. Pienso en el maravilloso «Tú me miras desde la cruz» de Wolfgang Amadeus Mozart, pero también en un cuadro de James Tissot titulado: Ce que voyait Notre-Seigneur sur la croix -Lo que vio Nuestro Señor en la cruz-. Y es precisamente la perspectiva que ofrece el título lo que hace única la obra de Tissot. No se propuso mirar a Jesús que nos ve desde la cruz, sino que se subió audazmente a la cruz para ver lo que Jesús vio desde lo alto de su Cruz. 

En un campo visual estrecho la mirada de Jesús se posa, casi a vuelo de pájaro, sobre los infinitos rostros que se encuentran debajo y, con ellos, sobre sus infinitas emociones. Jacques Joseph Tissot, francés vivió una experiencia mística en la iglesia de Saint-Sulpice en París. A partir de ahí comenzó a poner su arte al servicio de Cristo, estudiando a fondo las Sagradas Escrituras y visitando repetidamente Tierra Santa. Esta crucifixión es quizás el punto más alto de su producción. 

La mirada del Redentor se posa primero en las mujeres: María Magdalena, totalmente inclinada hacia la cruz, desfigurada por el dolor y ajena a su fluida melena pelirroja, se balancea sobre los pliegues de su vestido teñido por el humo del luto; luego, inmediatamente después, aparece la Madre, de pie, dignamente afligida, junto a Juan el evangelista y las otras dos piadosas mujeres. María se lleva la mano al pecho, tal vez por el anuncio de esa nueva maternidad: ella será Madre de Juan, pero junto con ese discípulo amado, acogerá a todos los demás discípulos y discípulas del Señor Jesús. Un nuevo anuncio hecho a María, aún más autoritario que el del ángel Gabriel hace tantos años. Un nuevo anuncio que da sentido a su inmenso dolor, pero que no llena el vacío dejado por ese Hijo. 

María es también madre de los rostros burlones que se encuentran a la derecha del lienzo: los Sumos Sacerdotes y la Guardia del Templo. Dos de ellos están grotescamente satisfechos con la condena: uno en el suelo, con la lanza en la mano, el otro a caballo, que, en su evidente autoridad, parece aún más ridículo. En el centro del lienzo, en cambio, están los soldados romanos, como estatuas atónitas: nadie ha muerto nunca como ese hombre. 

Jesús lo ve todo y lo abraza todo con la mirada, mientras que, a medida que aumenta la distancia, pierde el enfoque. Hay discípulos y fariseos, transeúntes casuales y mujeres, algunos sentados: han seguido el cortejo desde las primeras luces del alba y ahora no pueden soportar el cansancio, otros están de pie, otros, tal vez, llegan en ese momento. En sus posturas son el signo de esa humanidad que a lo largo de los siglos se acercará al misterio pascual, a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, luchando durante mucho tiempo en el camino de la santidad o robando el paraíso en el último minuto, como el buen ladrón. Cada uno será mirado por sí mismo, pero todos serán vistos dentro de la maternidad de María. Por cada uno de nosotros, Cristo ha dicho: Mujer, ahí tienes a tu Hijo. 

Lo que sorprende en Tissot es el caleidoscopio de colores en el que sumerge la escena de la crucifixión. La gama cromática de las vestimentas y los drapeados, el verde brillante del prado y el resplandor del pavimento, la corona verde marchita del huerto de los olivos, resaltan la cotidianidad de aquel día que cambió el curso de la historia humana. 

La gracia de Jesús nos sorprende en horas y minutos aparentemente iguales a muchos otros, no todos se dan cuenta. No se dan cuenta los expertos, los que más que nadie deberían comprenderlo. En cambio, se dan cuenta los paganos, las mujeres y el jovencísimo Juan. Se da cuenta más que nadie María, su Madre, a la que Tissot confiere una intensidad de mirada que permanece en el corazón incluso cuando uno se aleja de la obra. 

El centro de la acuarela sigue siendo el sepulcro con sus fauces abiertas y oscuras, tal vez una advertencia para nosotros: es el momento en que se acerca la hora de la muerte, en la que todos, sin distinción, estamos llamados a darnos cuenta de que hay Uno, en el transcurso de nuestras horas, que ha dado su vida por nosotros y nos ha dado, para cada momento, el apoyo entrañable de su Madre. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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