La Pasión vista con ojos de una mujer: Claudia Prócula
«Mientras él estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: «No te metas en los asuntos de ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños a causa de él»» (Mateo 27,19).
Claudia Prócula, la esposa del Procurador romano, observaba desde una galería secreta la comitiva que conducía a Jesús ante Herodes. Profundamente perturbada, envió a un criado a Pilato porque deseaba hablar con él. Claudia era una mujer de aspecto hermoso, llevaba un velo sobre la cabeza que le caía sobre la espalda y una diadema sujetaba su espesa cabellera. En el pecho tenía un broche precioso que sujetaba la larga túnica con amplios pliegues.
La vi hablar largo y tendido con su esposo. Le contó los sueños que había tenido en sueños sobre aquel hombre. Estaba pálida y suplicó a Pilato que no hiciera daño a Jesús. En sus sueños había visto los principales episodios de la vida de aquel hombre y había sufrido toda la noche. Había aprendido muchas verdades dolorosas, como la masacre de los inocentes, la profecía de los ancianos, su pasión, el abandono de los suyos, el dolor de su madre,… Los fantasmas de aquellos sueños le habían mostrado el monstruo del dolor y se despertaba sobresaltada por aquella figura humana desfigurada y maltratada, y aquel silencio.
Claudia Prócula ya no tenía fuerzas. Sentía que cada fibra de su cuerpo se derretía como la llama de una vela. Sentía que los nervios no se relajaban, que los músculos no abandonaban aquella rigidez, que su corazón y su respiración ya no se contenían. Una fatiga muy similar a la serenidad se apoderaba de ella, como un líquido caliente que iba desde la garganta hasta el estómago, las piernas y la cabeza. Claudia tenía el cabello suelto, el rostro desmaquillado, el cuerpo lavado y todavía untado de aceite perfumado, como después de cada baño, como cada noche antes de dormir. Era así. Al verla Poncio Pilato, Gobernador de Judea, parecía lista para acostarse: algo bastante extraño a primera hora de aquella tarde.
Salió del pórtico en el nivel superior del jardín, desde donde la vista podía abarcar sin esfuerzo todo Jerusalén, y esperó la noche. Claudia sabía que Pilato, dentro del palacio, pensaba que su esposa se había vuelto loca. Que una inquietud sutil se había apoderado de ella hasta oscurecerle la mente y envenenar sus pensamientos. Claudia siempre había sido una mujer razonable y comedida, dueña de su comportamiento y de su mente, y sabía que su marido la había amado desde el principio por eso, él, el hombre elegido por Tiberio para estar al mando de la provincia más subversiva y rebelde: Judea, él lleno de miedos e inseguridades, tan poco apto para la carrera política y, sin embargo, tan ambicioso.
Así se había casado con ella y ella se había convertido en la voz detrás de las cortinas, la mano maternal que acariciaba el cabello de uno de los hombres más poderosos, la que tomaba la mayoría de las decisiones que luego el gobernador hacía proclamar en los edictos. El traslado a Palestina, eso no, no había sido ella quien lo quiso. Y si hubiera podido, nunca lo habría aceptado. Esa tierra le daba miedo. Esa gente le daba temor. Tan orgullosa y obstinada. Con esa fe loca aferrada a un solo dios. Sola, pero capaz de resistir mil persecuciones. Padre y señor de un mundo que no había dudado en sumergir y de un pueblo que, sin embargo, defendía con uñas y dientes, abriendo los mares y deteniendo el curso del sol.
Lo que le costaba creer era que este dios dominara a un pueblo en su total ausencia. No solo no estaba presente, sino que prohibía expresamente que se representara su imagen y se pronunciara su nombre. Y a ese pueblo tan extraño le bastaba con esto, saber que él estaba ahí, siempre y en todas partes, vigilante y severo. Entonces, el pensamiento de Claudia iba a su pueblo, los romanos, valientes guerreros, acostumbrados a tomar con valor y armas todo lo que querían, dominadores que nunca huían, y sin embargo dispuestos a doblar las rodillas y los ojos ante un hombre que tal vez tenía la más mínima parte de sus virtudes, pero que era el emperador. Tiberio, tan generoso al mostrar a los ojos de sus súbditos su aspecto divino, oro y gemas, dignatarios y sirvientes y lujo. Tan atento que su imagen aparecía en todos los rincones de Roma y del Imperio, que su nombre era venerado y bendecido por el mayor número posible de labios. Tiberio, que no solo quería ser el centro del mundo, sino que pretendía convencer a todos de que también era el centro del Olimpo.
Estos pensamientos habían abierto la puerta a una extraña sensación de inquietud, como si ella también estuviera en cada momento de su día, constantemente, bajo la atenta mirada de este dios innombrable, al que nada se le escapaba.
Por la noche, cuando el intenso calor impedía cualquier intento de dormir, a menudo esperaba el amanecer paseando por el jardín, casi como si buscara refugio o la posibilidad de un encuentro absurdo, tal vez una aparición de las que regalan tan generosamente las divinidades romanas, tal vez una voz desde el silencio profundo y oscuro de esa hora tardía. Al salir el sol, abandonaba la espera y se dirigía lentamente hacia la cama, sola con esa melancolía secreta que acompaña a toda amante cuando se la deja esperando en vano toda la noche.
Hasta que, inesperadamente, un sueño diferente, turbador, que le retorcía en desasosiego y sudor. Algo demasiado absurdo como para no tener un significado oculto, que interpretar. Ciertamente, un mensaje que el dios sin nombre le enviaba como si fuera un desafío.
Un llanto de garganta, fuerte y continuo, como el llanto de un recién nacido, inocente, así había comenzado el sueño de Claudia. Toda la ciudad lo oía, Jerusalén entera se había despertado, pero por mucho que se buscara, nadie entendía de dónde venía aquel llanto porque la intensidad era la misma en todas partes. A cada uno le parecía que el niño estaba detrás de su puerta, si no es que en su propia casa. La gente había salido a las calles y corría en todas direcciones, como loca. De repente, un viento salvaje había comenzado a azotar las calles, levantando remolinos de polvo y arena, trayendo consigo un profundo y siniestro estruendo.
Fuera de su palacio, el Gobernador miraba sin entender todo aquel caos, el griterío
ensordecedor de aquel tumulto. En el sueño, Claudia también vio por un momento
el rostro de un hombre y solo entonces gritó, gritó y gritó hasta que Pilato la
sacudió y la obligó a despertarse. Claudia gritó de terror cuando en sueños vio
un joven que llevaba una cruz y que se detuvo para mirarla y hablarle.
Desde aquella noche, su mente no había conocido ni un momento de paz. Parecía un juego de encaje muy difícil: el llanto como de un niño, el viento, el oscurecerse del sol, el estruendoso silencio y aquel hombre con una cruz sobre los hombros.
Todavía estaba lejos de la hipótesis de cualquier solución cuando, al regresar de un paseo, en el balcón del pórtico Poncio Pilato interrogaba en el estrado al enésimo acusado de algún delito contra el poder de Roma.
Claudia se había acercado en silencio y había buscado un lugar escondido desde donde pudiera ver a los ojos a ese hombre y a su marido juntos. Había encontrado el lugar ideal a aquella distancia discreta para pasar desapercibida y se había detenido, atenta incluso a la respiración. Un joven con la túnica rasgada y las muñecas atadas a la espalda estaba sujeto por los brazos por dos legionarios. Tenía la cabeza inclinada y el cabello cubría su rostro.
«¿Eres tú el rey de los judíos?», preguntó Pilato. Lentamente, el prisionero había levantado la cabeza y había respondido lentamente: «Tú lo dices». De nuevo la cabeza sobre el pecho.
El grito de Claudia, por muy ahogado que fuera, había llamado la atención de Pilato. El gobernador se había despedido apresuradamente del prisionero y de sus soldados, había corrido hacia su esposa y la había abrazado con fuerza. Pasado un tiempo, cuando pareció haberse calmado, Claudia lo miró a los ojos y le dijo: «No te metas con ese justo; porque en un sueño me sentí muy perturbada por su causa». Pilato sonrió: ¿qué podría haber más fantasioso que los pensamientos de una mujer? La levantó con cuidado y la convenció de que se acostara, luego volvió a sus obligaciones.
Pilato, después de escuchar atentamente el relato y la súplica de su esposa, que se había expresado con tanta ternura, la tranquilizó: «No he encontrado culpa en este hombre, por lo que no emitiré ninguna condena contra él; he reconocido su inocencia y la malicia de los judíos». Como prenda de su solemne promesa, Pilato le dio un anillo. Así se separaron.
El Gobernador era un hombre corrupto y soberbio, capaz de recurrir a cualquier vileza con tal de obtener sus beneficios, pero al mismo tiempo era muy supersticioso. Su concepción religiosa era muy confusa; ofrecía en secreto incienso a sus dioses para invocar su ayuda. Temía que se vengaran de él si reconocía la inocencia de Jesús, en la que, sin embargo, creía. Los sueños narrados por su esposa lo convencieron de liberar al galileo. Se alertó a la guardia del pretorio y se hizo que todos los lugares importantes de Jerusalén estuvieran custodiados por soldados romanos.
También ese año, como todos los años, en honor a la festividad de la Pascua, el gobernador liberó a un prisionero elegido por el pueblo entre los condenados a muerte. La multitud reunida para la ocasión parecía gritar unida el nombre de Barrabás, un ladrón, agitador de multitudes, y Pilato, aunque de mala gana, lo liberó.
Los otros tres condenados, precedidos y seguidos por una multitud sin precedentes, comenzaron lentamente el camino hacia la colina donde serían clavados en la cruz. Cuando Claudia se asomó, ya sabía lo que iba a ver: aquel hombre con la cruz al hombro que tanto le había asustado en aquellos sueños.
Así fue crucificado Jesús y poco a poco, aunque nadie parecía darse cuenta, la luz del sol había perdido fuerza y una tarde realmente temprana se había deslizado sobre Jerusalén. Por eso Claudia esperaba la noche, vestida como para irse a dormir. Porque Claudia lo sabía mientras su marido fingía no darse cuenta con los puños apretados.
La suya era una historia terminada. El Olimpo se derrumbaba y las deidades, esas tontas estatuillas de arcilla tan parecidas a las miserias humanas, no soportaban el llanto de un hombre joven que moría en una cruz. ¿Quién se lo habría dicho a Tiberio? ¿Qué sabios podrían haberle explicado al emperador que el dios sin nombre realmente le había jugado una mala pasada? Probablemente el último. Que poco después un ejército de esclavos, harapientos y marginados, desafiaría a las poderosas legiones romanas, oponiéndoles a las espadas manos desnudas y una cruz. ¿Quién se lo habría dicho a Tiberio? Y, sobre todo, ¿qué sabios le habrían explicado que precisamente él, el Divino, sería aniquilado por esos hombres tan exiliados, dispuestos a morir en las arenas, devorados por los leones, sin un grito y con los ojos puestos en el cielo?
Claudia Prócula lo sabía, por eso no gritó cuando, pasadas las tres, vio cómo el velo del Templo se rasgaba en dos de arriba abajo y sintió bajo sus pies cómo la tierra temblaba como en un parto.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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