La Piedad - Miguel Ángel Buonarroti -
Antes de que leas mi reflexión, por favor mira este pequeño vídeo sobre La Piedad de Miguel Ángel Buonarroti: https://www.youtube.com/watch?v=OjPv8w8OGbo
Una primera consideración al observar la Piedad es una cierta «antinaturalidad» que afecta a la composición. ¿Quién sostendría de esa manera el cadáver de un ser querido?
Es algo que tampoco es muy factible, dado el peso del cuerpo sin vida, y que seguramente requeriría la ayuda de otras personas. Además, en realidad, no se entendería el motivo…
Quizá es necesario abandonar la referencia a una postura real y ver en ella el aspecto «simbólico», que tiene, evidentemente, la intención de transmitir contenidos capaces de llegar al corazón y a la imaginación.
Se trata aquí del dolor de una madre que ha tenido que asistir a la muerte violenta e injusta de su hijo.
Así, ese cuerpo sin vida (y a menudo representado en un estado de rigidez) apoyado en el regazo de la madre, es la representación de la plena acogida, de la compenetración del dolor, que se vive profunda e íntimamente sin reservas.
Y ese estar «en el regazo» se remonta al momento del embarazo, cuando madre e hijo viven en simbiosis, constituyen una unidad que solo el parto romperá, pero no borrará su huella.
Se es madre para siempre y se es hijo para siempre. Y ese estar «en el regazo» es el equivalente de la total disponibilidad del propio ser, como lugar y posibilidad de vida.
En la Piedad se confirma esa plena acogida que es, por tanto, «visceral», y que encuentra, a través de la postura física, su representación más directa.
Y es precisamente «ahí», en esa huella «visceral», donde se puede llorar al hijo, es «ahí» donde encuentran «casa» y acogida el dolor y la desesperación.
Quizás no podamos saber qué quería comunicar Miguel Ángel, o cuáles fueron sus fuentes de inspiración, pero podemos captar lo que su obra nos comunica, lo que nos hace entrar en el misterio de la vida.
Está claro que no podemos prescindir de la referencia a los relatos de los Evangelios, pero eso no quita que podamos aplicar a la Piedad nuestra mirada.
La Piedad aparece casi como un «jeroglífico», un mensaje condensado y misterioso, que hay que desentrañar.
Hay una sensación de conjunto que nos alcanza, y otras sensaciones que surgen de los detalles.
La primera sensación es casi perturbadora, inquietante.
Miguel Ángel nos presenta algo que va más allá de nuestras expectativas, de lo que «debería haber», según la experiencia común.
No nos alcanza el tormento, el dolor inconsolable, presentes en obras de otros autores con el mismo tema.
No es la representación de una «derrota».
La Piedad podría verse como la representación de una dignidad, de una compostura, casi «irreales», casi como una resignación muda.
No creo que Miguel Ángel quisiera proponer solo una posible respuesta, «ideal», a un dolor desgarrador.
Aquí, la destrucción cruel del cuerpo y la vida de un hijo abre otros horizontes, una visión diferente.
Miguel Ángel llega a algo diferente del dolor y la resignación.
La escultura emana una sensación de distancia, como si existiera una frontera infranqueable, una barrera entre nosotros y lo que representa.
Hay una intocabilidad que suscita reverencia.
Algo inviolable, misterioso y sagrado. Algo entregado a la eternidad...
Y lo que no se espera, es difícil de ver.
Pero tal vez nos alcanza igualmente.
Hay una especie de «imperturbabilidad», que se diría «no ser de este mundo», y tampoco de la sensibilidad común y corriente.
Y tampoco se trata (en referencia a la actitud, la postura y el rostro de María) de la estúpida inconsciencia de quien no se da cuenta y adopta actitudes «desfasadas», inapropiadas.
Aquí se diría que la «lucidez» de María y la presencia en sí misma son totales.
Y es solo esto lo que permite un salto de calidad impresionante.
¿Cuánto pertenece a «María», cuánto a los Evangelios y a la teología, y cuánto a Miguel Ángel?
La Piedad de Miguel Ángel parece destruir todo lo que conocemos sobre la muerte y el dolor.
Hay una «reapropiación» de lo que los ojos prevenidos no ven.
Miguel Ángel llega «más allá de la muerte», a un espacio en el que se recupera plenamente lo que la mayoría cree perdido irremediablemente.
El hijo, que María acoge en su seno, no puede ser atrapado por la muerte.
Cristo y María se sitúan más allá de toda división y separación, incluso de las que el muerte parece traer, mostrando su carácter ilusorio.
Madre e hijo parecen haber vuelto a ser una sola cosa, una unidad ahora inseparable, una unidad inseparable de sentido.
Miguel Ángel nos revela algo que la experiencia «normal» no muestra, y lo fija en la piedra.
Solo una percepción clara y profunda puede haber permitido a Miguel Ángel realizar su Piedad. No se puede fingir algo tan auténtico y verdadero.
Ante una visión de fuerza e intensidad tan refinadas, uno queda casi «aturdido».
Las certezas se desvanecen, uno se queda «vacío», pero también se da cuenta de que Miguel Ángel ha dado en el blanco, y precisamente a través de algo que habita dentro de nosotros.
La emoción va acompañada de un sentimiento de ternura infinita, que nubla la razón y su pretensión de soberanía.
La de Miguel Ángel podría parecer solo una «provocación», o una imagen idealizada, fantasiosa y hermosa.
La suya es una representación que inspira reverencia, respeto y casi un «temblor» íntimo.
Es como una diapasón, una cuerda tensada al máximo.
Una sensación de «estupefacción» que subyuga.
Miguel Ángel hace descender entre nosotros algo que parece pertenecer a una dimensión desconocida.
Lo que la vida y la ferocidad de los hombres han podido arrebatar, ahora es «intocable».
Nos hemos detenido en el umbral de algo sagrado y divino, que parece imposible de profanar.
Parece que Miguel Ángel nos ha conducido hacia un límite extremo e irreversible, un punto de encuentro entre la vida tal como la conocemos y algo absolutamente impredecible.
Algo que nos concierne personalmente, que nos revela algo de nosotros.
La Piedad nos lleva de la mano hacia un umbral que solo nosotros podemos cruzar, con temor y temblor.
Un momento después, surge una ternura infinita, como si nos hubiéramos encontrado con una de las cosas más preciosas de la existencia, quizás nuestra propia «desnudez» más íntima.
¿Cómo no sentir un vivo deseo de acariciar, de «consolar» ese cuerpo ahora desgarrado?
¿Cómo no sentir la tentación de ser parte de lo que la escultura está «celebrando», cómo no rendirle homenaje?
Cruzar el umbral es participar en una verdadera catarsis.
Miguel Ángel nos atrae como un torbellino, que nos fulmina, que nos proyecta hacia una dimensión de extraordinaria sacralidad, a la que no estamos acostumbrados.
Nos quita toda máscara, toda pantalla, toda superficialidad.
En el punto extremo, entre la vida y la muerte, surge una nueva conciencia, hacia la cual Miguel Ángel nos conduce, nos arrastra irresistiblemente.
Habla directamente a nuestra alma, como si se hubiera apoderado de un código desconocido o perdido.
«María» puede convertirse así en el vientre acogedor y fecundo de toda vida, una «Madre universal», donde cada carne es su carne, donde no hay distinciones de género, donde el dolor de un cuerpo desgarrado hace vibrar de emoción al universo entero, donde cada vida es infinitamente valiosa.
Miguel Ángel parece querer darnos nuevos ojos, una nueva mirada, una nueva percepción de la existencia, y no solo en la muerte.
Una percepción que puede transformarnos radicalmente.
El abandono del cuerpo sin vida de Cristo, bajado de la cruz, donde se consumó su cruel e insensato suplicio, encuentra correspondencia en el vigilante de su madre.
María está «lejana», y sin embargo no podría estar más cerca de nosotros.
Y no se trata de un acontecimiento privado.
Su silencio, su iluminada compostura, nos invaden inexorablemente y se convierten en una herida indeleble en nuestro interior.
Más que un acto de acusación, el suyo es un germen de dolor.
¿Cómo fue posible este acto de locura?
¿Está toda nuestra humanidad en esta miseria insensata?
Son preguntas que brotan de un silencio que rompe nuestro letargo, si, una vez más, no hacemos como que no vemos.
La Virgen María de Miguel Ángel no parece interesada en «mostrar» al hijo bajado de la cruz, aunque lo guarde en su regazo.
No pretende hacer una obra de «edificación», «denunciar» directamente el crimen cometido y todo el sufrimiento que se derivó de él.
Tampoco «pide» compasión, ni muestra su dolor.
Sus ojos están bajos, cerrados. Su mirada está dirigida a otra parte, «más allá» de todo esto.
En el rostro de María, el dolor, el llanto y la desesperación se han eclipsado.
Ni rastro de rencor, y tampoco hay deseo de venganza o de justicia.
En cambio, ha aparecido algo extraordinariamente diferente y desconocido, que parece casi imposible y que nos interroga, nos atenaza, nos sacude en lo más profundo, nos quita el aliento y la palabra.
La mirada de María parece haberse retirado a un lugar
interior, profundo, inaccesible e inviolable.
El rostro de la Virgen parece desconcertarnos, tanto parece, a primera vista, alejado de lo que habríamos esperado, en ese contexto.
Nos confunde, nos «obliga» a interrogarnos, a buscar otros «registros».
En su rostro parecería haberse decantado todo dolor, mientras aflora una nueva conciencia, que no es en absoluto resignación.
Quizás sea una dimensión que siglos de habituación a la violencia del hombre sobre el hombre, al predominio de la fuerza y del poder ciego, han eclipsado trágicamente, embrutecernos.
Quizás sea precisamente lo que no queremos o no sabemos ver.
Ese «lugar», esa dimensión a la que María se retiró mientras sostenía en su regazo el cuerpo aún caliente de Cristo, parece ser la única «respuesta», realmente auroral, a la insensatez de la violencia y a la pérdida de la sacralidad de la vida.
Miguel Ángel se sirve de una situación «poderosa» y emblemática de la locura o insensatez humana: la cruel muerte de un inocente.
Es la pérdida de la «caricia» del hombre hacia la vida, hacia el asombro de estar vivos, es la pérdida de todo respeto, que quizás Cristo sintetiza en aquello: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Miguel Ángel nos pone ante el mayor «delito»: la pérdida del sentido de sacralidad de la vida.
Tras haber sobrepasado dramáticamente el límite de la violencia, de la sangre derramada, somos como expulsados del paraíso del alma y de la dignidad, y arrastrados a un espacio de infinita miseria, que nosotros mismos hemos construido.
Parece como si Miguel Ángel nos invitara a arrepentirnos, a «convertirnos».
Quizá no todo está perdido, ya que no ha cambiado la realidad de la existencia, sino solo nuestra visión.
La Piedad es quizás la forma en que Miguel Ángel denuncia lo que la humanidad parece haber perdido. Algo a lo que, de manera absurda e incomprensible, hemos terminado adaptándonos, tras crímenes, a veces incluso «santificados».
Miguel Ángel nos propone su «antídoto», el camino hacia un arrepentimiento indispensable, si queremos que la vida tenga el sentido y la dignidad que le pertenecen.
Cada uno de nosotros está llamado a la «conversión», a mirar con ojos nuevos el milagro de la vida, a acompañarse en ese espacio, a primera vista extraño e incomprensible, en el que se recogió la Virgen de Miguel Ángel y desde el que, con mesurada distancia, parece llamarnos.
Su alma navega en un horizonte desconocido u olvidado.
Hay un detalle de la estatua que llama la atención y hace reflexionar.
Mientras que el brazo derecho y la mano de la Virgen sostienen el cuerpo de Cristo, el brazo izquierdo es misterioso, porque está ligado únicamente a una pura expresividad de sentimiento.
El brazo izquierdo de la Virgen y, sobre todo, su mano abierta, son quizás el aspecto más misterioso de toda la estatua. Es un gesto no funcional, casi «insensato», que no tiene una función directa, sino que tiene el sabor de un diálogo totalmente interior.
Parece casi pertenecer a algo «separado», distante, que solo le concierne a Ella.
Esa mano ciertamente quiere decirnos algo más.
Es un brazo suspendido, doblado, y parece casi abrirse hacia otra dimensión, difícil de sondear.
Ciertamente no es un brazo, una mano resignados.
Si tuviéramos que imaginar un momento de continuidad, de algo que está abierto a lo nuevo, a lo desconocido, quizá lo veríamos representado aquí. Es un gesto que se abre al «más allá». Tiene el sabor de un ancla, que va más allá de la tragedia que le afecta, que quizás le lleva «más allá».
Es una mano abierta al instante que sucede, casi una antena sobre el presente.
Quizás es una mano que busca, que no se resigna a la tragedia, que quiere «tocar» algo radicalmente diferente.
Quizás «por ese brazo» —el brazo del corazón— pasa el infinito sentido de vacío y soledad que atraviesa a María, casi una «inconsolabilidad», que permanece «suspendida», abierta, como una herida en el alma.
Quizás sea también la señal de la renuncia a un papel que la ve casi desprovista de una identidad personal, para ser solo la mujer del «sí».
Aquí María es plenamente protagonista, y se encuentra «navegando» sola y parece hacerlo «a su manera».
Miguel Ángel «libera» a María de una iconografía previsible y encerrada en sí misma, y la devuelve a su humanidad personal, a sus «reacciones», fuera de los esquemas habituales y trillados: aquellos que la ven, principalmente, como «Mater dolorosa».
En la estatua de Miguel Ángel no hay nada que retome o repita nada de la iconografía anterior.
Miguel Ángel la quiere «más allá» de eso, no se conforma con la tradición, no la encierra en la prisión de un papel predecible y, en el fondo, «complementario», el que pertenece a la predicación y a la devoción popular.
Miguel Ángel, además del mármol, también golpea todos nuestros prejuicios y lo hace con gran anticipación a los tiempos modernos.
Por lo tanto, un gesto «desentonado» con respecto a todo esto, un gesto de no adhesión al esquema.
No un gesto llamativo y «fuerte», sino una «señal» que se abre a la interioridad, expresada con una gran delicadeza de detalles.
Además, Miguel Ángel solo podía valerse de la postura de
los cuerpos, de un gesto, de una expresión, que ciertamente no siempre son
fáciles de «traducir».
Parece casi un «cuchara», la mano abierta, en la que María está como esperando que algo se materialice, que pueda llevarla «más allá». Que le indique el camino, en el corazón de tanto sufrimiento, sin resignarse a la trama que parece haberle sido asignada, incluso a posteriori.
María busca su «respuesta», su libertad y la espera como una manifestación que viene de lo desconocido, del vacío. Que la ilumine y la «salve».
Más allá de esto, seguramente es imposible para nosotros adentrarnos en el misterio.
Quizá también para María es necesario detenernos justo en el umbral de su alma, sin creer que nos pertenece por completo, que todo debe ser conocido, sin zonas íntimas y privadas.
Si estuviéramos buscando un himno a la libertad, a la autonomía, a la dignidad de la mujer, creo que podemos encontrarlo aquí mismo.
Al final, es precisamente su figura la que destaca en la escultura de Miguel Ángel, la que nos transmite el mensaje más secreto y precioso.
Ella es la heredera y la mensajera de la sacralidad de la existencia, es Ella la que, a través del incomprensible tormento que se ha cometido, quizás nos conduce hacia una nueva y profunda conciencia.
¿Y cómo no recordar nuestro asombro incrédulo, nuestra conciencia aniquilada, el peso en el corazón, frente a las puertas, sin alma alguna, de aquel Auschwitz y de todos los Auschwitz antes y después... también en nuestros días?
La de Miguel Ángel es casi una «llamada» extrema, sintetizada magistralmente en la presencia y el silencio, vivo y conmovedor, de su Piedad, donde la perfección y la armonía de las formas solo son «superadas» por lo que sabe hacer vibrar en nuestras almas.
Del Cristo muerto, parece que no hay nada que añadir a lo que ya sabemos de Él: su historia, su suplicio, la muerte, su misión como Hijo de Dios.
Un sentimiento de piedad que parece confortado y exaltado por el conocimiento de la historia de la salvación, propia del cristianismo, donde la figura de Cristo sobresale en su centralidad.
Sin embargo, no es así, tal vez algo más pueda decirse.
Parece que Miguel Ángel acogió en su horizonte artístico no solo el universo de los creyentes, sino también la universalidad de los hombres.
No está presente (en la belleza consumada de las formas) solo el mensaje de salvación y redención, sino también una poderosa afirmación de la dignidad y el valor, que se refieren a la «simple» existencia, a la vida.
Y esto se refleja, especialmente, en la representación del rostro de Cristo.
Un Cristo que acepta su destino hasta el fondo, fiel a la voz interior que guía sus pasos.
Sin concesiones, sin «descuentos», por una vida rebosante de sentido, hasta los dramáticos momentos finales, cuando se da cuenta de que «el cáliz amargo» no podrá serle ahorrado, y que la fidelidad a su alma pasa por su muerte.
Pero su muerte violenta no es «debida».
Él paga con ese sacrificio la fidelidad a su esencia.
Los judíos y los romanos no decidieron matar «al azar» —no eran tan estúpidos—, sino que advirtieron que de ese hombre provenía una «peligro» para su mundo, para sus creencias, para sus intereses.
No se mata «a sangre fría»: todo un sistema de poder, de costumbres, de estructura social, se sintió amenazado.
Pero no porque Cristo propusiera un trastorno de las instituciones, sino porque indicaba una visión diferente, impulsaba a las personas hacia un nuevo horizonte.
Y esto se sentía aún más peligroso que la revuelta violenta.
Era una semilla que habría roto los cimientos del orden existente, privándolos de todo «alimento», mientras devolvía la centralidad y la dignidad a la persona y al espíritu.
El «Todos somos hijos de Dios» que se filtraba en sus palabras era un pensamiento, una visión que devastaba equilibrios seculares, hechos de poder, prepotencia, violencia, injusticia, preceptos rígidos y aplicados mecánicamente.
La gente sencilla percibía su diversidad, su honestidad y sinceridad, y lo seguía.
Era la invitación a un poderoso «despertar», a recuperar una visión diferente de la existencia y su significado, a liberarse de todas las cargas, de todas las superestructuras que ahogan el espíritu del hombre.
Esto no era tolerable para los poderosos de la época.
Cristo no encajaba fácilmente en las categorías que conocía el poder.
Ni entre los partidarios interesados, ni entre los sometidos, domesticados y temerosos, ni entre los sublevados, ni entre los indiferentes, ni entre los ciudadanos «ejemplares».
Y el poder ni siquiera se dejó convencer por aquella invitación de «dar al César lo que es del César», ni tampoco por su afirmación de que su reino no era de este mundo.
Y entonces se intenta atraparlo en la ortodoxia, en creencias consideradas «intocables», totalizadoras, hasta oírlo pronunciar esa «blasfemia» que lo llevará al patíbulo.
Una condena que, junto con la pérdida violenta de la vida, fue la negación de todo espíritu crítico, de toda voz diferente y el triunfo del poder brutal de las instituciones, que niegan cualquier visión diferente a la suya y que, sobre todo, amenaza sus intereses.
Incluso la «política» se doblega, se adapta a estos últimos.
En la cruz se clava todo anhelo de justicia, de libertad, de rebelión, toda idea de prevalencia del espíritu sobre las estructuras sociales, toda percepción del destello que nos entrega a la sacralidad y al respeto, que nos pone en los brazos de un Dios amoroso y misericordioso, que nos conduce a la puerta del misterio de esta frágil y maravillosa existencia.
La crucifixión era un suplicio de una crueldad sin límites, en el que se asistía al prolongado y provocado tormento de un condenado.
Los romanos, llamados «portadores de civilización», hicieron un amplio uso de ella, incluso con fines de terror y sumisión. Después de todo, eran especialistas en derramar sangre.
Pero a la cruz no sube un vencido, ya que no se puede apagar esa voz que habita en cada ser humano, y el temblor de los soldados, que custodian al condenado agonizante, es el mismo de todo poder, que advierte, en su interior, su propia violencia e injusticia esenciales, su propia ferocidad o iniquidad.
«¡Yo lo niego!», podría ser el lema del poder, para el que no hay noches tranquilas ni equilibrios seguros.
Y, sin embargo...
Cristo, ¡ahora está en el «más allá», y lo estará para siempre!
Él arranca el velo de la hipocresía de la violencia, muestra lo que hace, o hace hacer, el poder.
Su muerte es la afirmación de su irreductible fidelidad al predominio del espíritu, y muestra cuán inaceptable es esto para todo poder.
Es la afirmación de la universalidad, frente a la parcialidad, de la Tierra de todos los hombres, y no solo de algunos.
El poder hace pagar tal osadía con la muerte, el escarnio, la tortura.
Y sin embargo...
Cristo ha sido silenciado, pero la partida no está cerrada, sino más abierta que nunca.
Y el poder ha dado testimonio, con su actuar, de lo que constituye su auténtica esencia. Ese es su verdadero rostro.
Cristo se atrevió a afirmar otra verdad, que no coincide con el poder.
Sin embargo, no solo el poder es el «enemigo», sino también la indiferencia, los modelos, la superficialidad, la torpeza, la «normalidad».
Todos son venenos para el alma.
El rostro de Cristo, que en la composición escultórica, por su posición, es menos accesible, transmite la sensación de que «todo está cumplido».
El rostro es dulce, suave, sereno, «luminoso», pacificado.
Una compostura que recuerda a la de la madre, y que está llena de un misterio idéntico, de pertenencia a «otra» dimensión.
Se percibe como un sentido de «sacralidad». Una «sacralidad»
que es, también, una especie de «frontera» que nosotros hemos «superado» con
mucha, demasiada ligereza.
Es, por absurdo, casi más fácil «matar» a un hombre que respetarlo.
Nuestra mirada se ha vuelto hábil para fijar la imagen superficial del otro, y de nosotros mismos, en lugar de escudriñar su abismal misterio.
El peculiar «mensaje» que tal vez nos confía Miguel Ángel, precisamente por su esencia, no puede transmitirse con la voz fuerte de quien pretende tener razón e imponerla a los demás, sino como un «desgarrador», desconcertante silencio, que solo puede sugerir.
De hecho, el «mensaje» está dirigido a las profundas raíces de nuestro ser humano, y nadie puede ser consciente de ello en nuestro lugar.
Y es un silencio que solo una pesada indiferencia o una sorda violencia pueden silenciar.
Miguel Ángel, con solo 23 años, se presenta no solo como un escultor insuperable, sino también como un sabio refinado e iluminado.
Y nos entrega, y nos confía, un «mensaje», grabado en piedra, que trasciende cualquier frontera de tiempo y espacio, y toca y habla a la universalidad de los hombres, casi un testamento espiritual de lo que pudo haber sido su percepción de ser partícipes de la vida, aquí, en esta única Tierra.
Miguel Ángel parece llevarnos a un espacio en el que la violencia del hombre sobre el hombre, después de siglos de dolor y sangre atroces, ya no pertenezca a la historia de la humanidad.
Solo una nueva mirada podrá salvarnos.
Solo recurriendo a una conciencia inédita y extraordinaria del alma humana, podremos superar nuestra antigua estupidez y miserable miseria.
Y, ahora, si quieres, puedes volver a ver este pequeño vídeo sobre La Piedad de Miguel Ángel Buonarroti: https://www.youtube.com/watch?v=OjPv8w8OGbo
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Mi oración:
Han pasado solo 33 años y María acoge en su regazo el cuerpo destrozado de
su hijo.
Todo se ha cumplido.
Se percibe un silencio inmenso.
María parece ahora una sola cosa con su hijo, lo acuna entre sus brazos, en
una unidad indisoluble, pero no es concebible que ese cuerpo martirizado sea
solo lo que acoge.
Ese cuerpo no puede separarse de lo que Cristo dijo, hizo, pensó, de su
alma.
La composición escultórica que Miguel Ángel realiza y que se centra en
María y Cristo, aislándolos de todo el contexto, de los apóstoles y de los discípulos,
parecería concentrar en María una herencia que la atraviesa totalmente.
Ese hijo, que ella alimentó con su sangre y su aliento, ahora «le regresa»
en una plenitud que tal vez antes no hubiera podido intuir.
Ahora María sabe, más allá del dolor, que toma plena conciencia de la
imagen total del Hijo.
El misterio de esa vida se le ha revelado, al menos en parte.
Y Ella está ahí, presente, consciente.
La iconografía oficial ha hecho de María la mujer del «sí», de la acogida,
de la entrega, de la humildad, de la sumisión, pero —según una visión que ha
mortificado a la mujer durante siglos— casi incapaz de ese control de la
realidad que el hombre se ha reservado para sí mismo.
Esa imagen «apagada», que ha acabado pareciendo «natural» y evidente,
humilla gravemente a la mujer, que parece condenada a una minoría permanente.
«Son cosas de mujeres», parece oírse todavía.
Miguel Ángel opera un temerario vuelco, abierto a una dignidad recuperada y
luminosa.
María está ahí, y su abrazo es total, pleno, y alcanza «espacios» que el
hombre, por lo general, se reserva para sí mismo.
Asistimos a una fulminante emancipación y a una autonomía radical.
María sabe soportar todo el peso existencial que su hijo ha creado.
No se retira a espacios privados, reservados. Rompe con cualquier necesidad
de protección.
Ahora ya no es la mujer sumisa y temerosa que debe situarse a la sombra del
hombre.
Y la emancipación a la que Miguel Ángel la llama la sitúa en una condición
drásticamente en contraste con los esquemas culturales.
Una María así parece llamada hacia otros horizontes, que brillan con luz
propia, más allá de cualquier imagen a priori.
Ahora María es un «gigante», que «pide» para sí otros espacios, que no
acepta vivir a la sombra de nadie.
Ahora es una mujer consciente y de palabra fecunda, protagonista y dueña de
su propio destino.
¿En qué brazos podía ser entregado el cuerpo de un hijo muerto con tanta
violencia, si no en los de su madre?
¿Y con cuánto dolor y, al mismo tiempo, con cuánto incontrolable y
anhelante deseo de consuelo, que se proyecta más allá de la muerte física?
Quizás se diga que el cuerpo no es el espíritu y que María no es
necesariamente capaz de acoger (y difundir) el «mensaje» de salvación de Cristo…
El cuerpo vuelve a la madre. A ella le corresponde la plena acogida del
hijo.
Pero la herencia la tomarán en sus manos los hombres, los varones, incluso
aquellos que ni siquiera conocieron a Cristo.
De la María de Miguel Ángel emana una «autoridad», una «potencia» que
trasciende la frágil existencia humana y nos revela su rostro posible.
Ahora que los hombres han silenciado violentamente a ese hijo, su presencia
se alza poderosa.
María parece, por tanto, la heredera del «todo está cumplido», que la
invade totalmente, de la que se hace plenamente partícipe.
La historia de su Hijo es su historia, y su «Sí» se extiende también a Ella.
Se cierra un ciclo, la carne del hijo es siempre carne de su madre.
María parece «traer de vuelta a sí» a ese hijo tan particular, tan
«diferente».
Se convierte en su guardiana visceral.
María es la fuerza portante, el pilar de la escultura. Es ella quien
soporta plenamente el impacto.
Una elección precisa de Miguel Ángel, una elección de gran alcance, incluso
teológico.
Quizás no se podía atrever a más.
Un mensaje profundo, fijado y entregado a la piedra muda y al futuro.
Pero la historia parece haber tomado caminos diferentes y más
«tranquilizadores»...
Sin embargo, la visión de Miguel Ángel es «revolucionaria» y se abre a
perspectivas radicalmente innovadoras y poderosas.
Un resquicio entre las nubes.
Ojalá no una oportunidad perdida.
El principio de la Iglesia es eminentemente mariano, y menos petrino: Ella
es la Mujer fuerte y la Madre.
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