martes, 15 de abril de 2025

Para vivir hay que permanecer en el amor - San Juan 13, 31-33.34-35 -

Para vivir hay que permanecer en el amor - San Juan 13,31-33.34-35 -

En el Evangelio según Juan, es siempre el Resucitado, el Cristo Señor, quien habla y actúa, de modo que este texto quiere mostrarnos al Cristo en medio de nosotros que, en su gloria, continúa entregándonos las palabras esenciales para comprender y participar en el misterio de la humanización de Dios. 

¿Qué anuncia a la Iglesia el Cristo resucitado y vivo? Que Él es el Buen Pastor y nosotros sus ovejas, que nos ha dejado un mandamiento último y definitivo, que nos da el Espíritu consolador, que junto al Padre intercede por nosotros. 

Detengámonos, pues, en el pasaje litúrgico de hoy, tomado de las «palabras de despedida» que el cuarto evangelio extiende a lo largo de cuatro capítulos (cf. Jn 13,31-16,33). Jesús lavó los pies a sus discípulos, para revelarse como el Señor y Maestro que se hace siervo hasta dar la vida por ellos (cf. Jn 13,1-20), y luego anunció la traición de uno de los Doce, Judas (cf. Jn 13,21-30). ¿Por qué llegó este último a tal extremo? 

Solo Dios conoce el abismo del corazón humano (cf. Jer 11,20; 12,3; 17,9-10; 20,12), pero podemos suponer que Judas no actuó por sed de dinero, aunque el cuarto evangelio lo describe como un ladrón y adicto al dinero (cf. Jn 12,6). Para entregar a su propio maestro se necesitaba una razón más fuerte que treinta monedas de plata... En cambio, podemos pensar que Judas hizo arrestar a Jesús porque había crecido en él el resentimiento hacia Él. 

Llamado por Jesús, lo había seguido, pero luego se dio cuenta de que el Dios revelado por Jesús no se ajustaba a su imagen de Dios: lo que Jesús hacía y decía, parecía cada vez más un contrasentido con el credo recibido de los padres, por lo que había llegado a considerarlo un «hereje» a eliminar, para que el credo se beneficiara. No puede haber otro motivo que no sea el odio religioso, porque en los evangelios no hay signos de relaciones personales heridas ni de un «yo mínimo» por parte de Judas. 

Ahora Jesús, conociendo la reacción interior de Judas ante sus gestos y palabras, se sentía inhibido para actuar y hablar, para decir todo con confianza y libertad. Cuando hay alguien que tiene «malos ojos» (Mt 20,15) y en su ser mantiene vivo el prejuicio que se hace efectivo antes incluso de haber escuchado; cuando alguien guarda rencor, entonces es mejor callar, no por bloqueo psicológico, sino por «sumisión» (Hb 5,7). Por eso está escrito al principio de nuestro pasaje: «Cuando (Judas) salió, Jesús dijo...». Ahora Jesús es libre de hablar con parresía, y revela: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo y lo glorificará inmediatamente». 

Ahora comienza la glorificación de Jesús y, al mismo tiempo, la glorificación de Dios en Jesús mismo, porque la traición a Jesús y su entrega en manos de aquellos que lo matarán no es una derrota, sino un acontecimiento glorioso. Sí, es difícil entender esta visión «al revés» de la realidad, pero debemos ejercitarnos en tener una visión de los acontecimientos que no sea la nuestra, sino la de Dios. ¿Y qué ve Dios? 

Que en el Hijo entregado brilla más que nunca el amor de Jesús y también su propio amor, el de quien deja que tal entrega tenga lugar. Del mismo modo, la mirada de Jesús sobre su pasión, que ya había comenzado con la salida de Judas del cenáculo, no es una mirada que provenga de la carne y la sangre (cf. Jn 1,13), es decir, de la capacidad humana, sino que viene por revelación de Dios mismo. Jesús sabe que «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (cf. Jn 15,13), y entonces, con la salida imparable de Judas, he aquí la epifanía del amor, la gloria del amante que brilla e impone. 

La cruz es gloria no porque sea un instrumento de dolor, sino porque es el signo del fin infligido a quien ha amado, a quien es justo, a quien libremente y por amor ha entregado su vida por los demás. Pronto esta glorificación se manifestará mediante la intervención de Dios, que dará al Hijo su propia gloria resucitándolo de la muerte. Así interpreta Jesús para los discípulos los acontecimientos de las horas siguientes: no una derrota, no un fracaso, sino una manifestación de la gloria de Dios, en el sentido de que Dios ha «pesado» en la historia, hasta decidir acontecimientos que dan salvación. 

Una vez indicada esa «hora» que llegará pronto, faltando ya poco tiempo para su salida de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1), Jesús expresa su última voluntad, revela su testamento, da la orden que resume toda la Ley; un «mandamiento nuevo», no porque sea una palabra nueva dirigida por Dios a los creyentes, sino en el sentido de que es la última y definitiva, después de la cual no habrá otras: Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. De esto todos sabrán que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros. 

Con ternura, llamándolos ‘pequeños hijos’ Jesús revela a los discípulos lo esencial: «Amaos los unos a los otros». Esperaríamos: «Amadme a mí», y en cambio no: «¡Amaos los unos a los otros!». Porque amándonos unos a otros, en verdad amamos a Él, a Cristo Jesús. Quien ama a Jesús, en efecto, realiza ante todo su voluntad, su mandamiento. Lo dirá explícitamente el discípulo amado en su primera epístola: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se ha perfeccionado en nosotros» (1 Jn 4,12); es decir, Dios está presente en aquellos que se aman mutuamente y gracias al amor recíproco se sienten verdaderamente amados, porque ven que su voluntad se realiza y se cumple plenamente (cf. 1 Jn 5,3). 

¡Cuánta pérdida de tiempo en discursos que distinguen entre amor «vertical» y amor «horizontal», cuántas acusaciones mutuas entre hermanos llamados «mundanos» y hermanos llamados «espiritualistas»: razonamientos de personas tardas de oídos y de corazón! 

Porque el amor, cuando es realmente tal, no puede no ser amor de Dios y amor por los hermanos y hermanas, es decir, amor de Dios que, en nosotros, lo sepamos o no, se convierte en amor por los demás. Si nos amamos unos a otros, entonces estamos juntos, entonces hay comunión; y cuando estamos juntos, entonces Jesús, el Viviente, está presente (cf. Mt 18,20), el Resucitado está en medio de nosotros (cf. Mt 28,20), como fuente y sello de la comunión. Y cuando amamos al otro dándole de comer, de beber, vistiendo, visitándolo en la cárcel o en la enfermedad, entonces amamos a Cristo que está realmente presente, presente más que nunca ante nosotros. 

Por lo tanto, la caridad debe ser ante todo recíproca, amor hacia el otro, que si es hermano o hermana en la fe debería responder con amor: ¡amor recíproco, amor de uno hacia el otro! En cualquier caso, el discípulo o la discípula de Jesús debe amar al otro siempre, responda o no, porque esta es la caridad de Jesucristo, siempre gratuita. Mientras haya un fragmento de amor vivido entre los humanos, Dios está presente, está vivo, ¡y Cristo está entre nosotros! La salvación, es decir, la vida de cada uno de nosotros depende de la observancia de este mandamiento: «Amaos los unos a los otros». 

Pero Jesús también da la forma, la medida, el estilo de este amor: «Amaos como yo os he amado». Se trata de amar al otro como Jesús lo ama, es decir, acogiéndolo tal como es, perdonándolo y remitiéndole sus pecados, cuidándolo fielmente, haciéndolo hermano o hermana hasta la muerte, hasta dar la vida por él/ella. 

En la caridad cristiana hay una forma, un estilo determinado por Jesús y por Él testimoniado en los Evangelios. Si Jesús es Maestro, lo es sobre todo en el arte de amar. Es fácil hablar de amor o creer que se vive el amor, pero vivirlo como lo vivió Jesús, a costa del don de la vida, es un arte, es una obra maestra de amor, por lo tanto, es una manifestación de la gloria de Dios que es gloria de amar. 

Así, este amor se convierte en «signo», es decir, en una señal de que donde hay tal amor, hay vida cristiana, vida de discípulo de Jesús. El cristiano, de hecho, no se distingue porque reza (¡todos los hombres religiosos rezan, y también los no religiosos cuando están angustiados!); no se distingue porque hace milagros (en todas las religiones hay taumaturgos); no se distingue porque tiene una sabiduría refinada (el Oriente ha elaborado una sabiduría que rivaliza con la nuestra occidental): no, se distingue porque ama, ama como Jesús, «hasta el extremo» (Jn 13,1). 

Por lo tanto, en el testamento de Jesús están el mandamiento nuevo, el estilo y la forma, el signo (o significatividad). 

Pobres hombres y mujeres que en el mundo intentan cada día amar como Jesús, con su estilo, y sienten esto como el compromiso más grande y significativo de su ser cristianos: estos son los discípulos y las discípulas de Jesús. Todo lo demás es escena, escena religiosa que pasa con este mundo (cf. 1Cor 7,31). El juicio que nos espera a todos se realizará solo sobre el amor, para cada hombre o mujer que haya conocido o no a Jesucristo, el Viviente, el Señor, y haya creído o no en Él: ¡nos ha pedido que nos amemos entre nosotros, los seres humanos, porque solo así se siente amado por nosotros! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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