viernes, 4 de abril de 2025

Parada en Nazareth.

Parada en Nazareth 

«Signo de consuelo y esperanza segura», así es como la Liturgia, en el prefacio de la Asunción, nos hace mirar a María. En esta coyuntura en la que sabemos lo que es la desolación y la desesperanza, necesitamos más que nunca comprender cómo ejerce Ella el ministerio de la consolación y cómo mantiene viva nuestra esperanza. 

Quisiera intentar, así, acercarme a la figura de María en el misterio de Nazaret. Poco a poco, lo que estamos viviendo en esta historia de nuestro mundo es un poco como una llamada a una experiencia de dolor y sufrimiento, ciertamente, y que, sin embargo, necesita ser iluminada por quien la ha hecho suya libremente. 

Siempre me ha llamado la atención el hecho de que Dios eligiera entrar en la historia precisamente por la puerta de atrás, no por la entrada principal. Nazaret es casi un paréntesis o una distracción en la historia y la geografía de las Escrituras, fuera de las rutas sagrada y profana. Sin embargo, aquí el Cielo ha decidido posar su mirada y su mano invisible. 

¿Qué era Nazaret en tiempos de María, comparada con Jerusalén, sino una remota aldea de Galilea? ¿Qué era una casa comparada con un Templo? ¿Qué era una mujer comparada con un hombre? 

El día que Felipe dijo a Natanael que había encontrado al Mesías de Nazaret, éste se encogió de hombros: “De Nazaret? ¿Qué bien puede salir de Nazaret?” (cf. Jn 1,46). Un poco como si nos dijeran que precisamente de este momento de la historia, incluso de los ritmos de la práctica pastoral ordinaria, pudiera surgir una nueva oportunidad de recomenzar según nuevos criterios. ¿Es una broma? Desde que el mundo es mundo, las cosas van por un lado y no por otro; los itinerarios de la fe son estos y no aquellos. Salvo entonces repetir como un guion gastado: “el Espíritu sopla donde quiere y oís su voz (me cuesta creer que la estemos escuchando en este momento), pero no sabéis de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8). 

Y, sin embargo, podemos poner los ojos en Nazaret. No, no se trata del viaje fuera de la ciudad para un día alternativo de vacación. Tampoco es la visita virtual que ofrecen hoy los museos y centros culturales, que aun así suplen la imposibilidad de una visita real. 

Poner los ojos en Nazaret significa: «Ve a ti mismo», como probablemente debería traducirse la invitación de Dios a Abraham. Y este viaje es tan real que resulta de lo más agotador. Años más tarde, San Agustín lo declinaría así: “Noli foras ire. In te ispum rede” -Vuelve a ti mismo. No busques fuera de ti-. 

Siempre hemos pensado en Nazaret como un momento de paso del Hijo de Dios, como si aquel lugar fuera preparatorio de lo que vendría después, una especie de «prólogo a la vida pública». Nazaret, en cambio, es la vida misma de Jesús, la parte más conspicua en la que, durante larguísimos años, el Hijo mismo aprendió lo que era querido por el Padre (“¿no sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?” Lc 2,49) precisamente asumiendo y compartiendo lo ordinario. En Nazaret, en la escuela de María y José, el Hijo aprendió el significado de la insignificancia y el sentido de la irrelevancia. Nazaret representa la fuerza y la elocuencia de la debilidad. 

Pienso en nosotros, en nuestro Nazaret. Hoy despoblado de presencias físicas pero quizás poblado de los pensamientos más variados e incluso más contradictorios. Allí Dios nos toca, allí pasa a nuestro lado en un día ordinario, en una experiencia que parece no tener nada adecuado para la revelación de Dios. Dios no sólo pasa rozándonos en las hermosas celebraciones de nuestras Iglesias sino en el tejido mismo de nuestra laboriosa vida cotidiana. Los cristianos de toda la vida ya no prestamos atención al hecho de que el misterio de Dios toca el mantel blanco de un altar en el que un presbítero prepara el pan y el vino. Va por defecto que es así. 

Hoy, en cambio, el misterio de Dios toca nuestras casas donde tal vez no hemos preparado el mantel de la fiesta, nuestras habitaciones donde todo está aún por ordenar, nuestros corazones atravesados por el pánico y el desconcierto, y nos pide a cada uno de nosotros que ofrezcamos nuestra existencia como “sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rm 12). Es una Eucaristía que todos podemos ofrecer y celebrar, cada uno con lo que es y con lo que tiene. 

¿Por qué es importante poner los ojos en Nazaret? Para volver a escuchar la primera palabra que Dios pronuncia cuando toca nuestras vidas: «Alégrate». Sí, es verdad. Pon tú también tu nombre, tu historia. Cuando el ángel se dirige a María no utiliza una fórmula de etiqueta, sino que apela a las promesas mesiánicas que parecían haber caído en el olvido. 

Y María es invitada a alegrarse incluso antes de saber lo que se derivará de ese anuncio. La alegría se arraiga en la experiencia de un amor incondicional que está en el origen de su vida; la alegría se arraiga en una presencia que redime incluso la irrelevancia de Nazaret. Lo que el ángel le repite es una resonancia de antiguos anuncios bíblicos que ahora piden aceptación para poder cumplirse. 

Me parece que este anuncio, único en cuanto a la posibilidad de que el Verbo de Dios se haga hombre, se repite en realidad en cuanto a la posibilidad de que nazca en nuestras historias. Así, pienso en la lucha de María por mantener unidos el anuncio del ángel y el silencio y la ferialidad que rodearon al Hijo de Dios durante unos treinta años. 

La Lumen Gentium 58 nos recuerda que «también la Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe». Este avanzar en la fe es precisamente lo que, tal vez, nos falta a nosotros, que luchamos por realizar este éxodo lamentándonos de momentos pasados. 

Contemplar el secreto de Nazaret significa asumir más incisivamente la atención a lo cotidiano y ordinario, el cuidado del encuentro y de la relación, la defensa de la ferialidad de la vida, la custodia del misterio de Dios. 

Contemplar el secreto de Nazaret significa que la vida de nuestras comunidades debe volver a la nostalgia de los medios sencillos, de las formas discretas, de los estilos evangélicos esenciales. 

Contemplar el secreto de Nazaret significa que nuestra praxis educativa y pastoral está llamada a superar las formas de la propaganda para estar más atenta a los perfiles del compartir y del cuidar, de instalarse donde vive la gente corriente, de estar cerca de la extrañeza y la indiferencia, de habitar en medio de la no apariencia ni relevancia. 

Si fuéramos capaces de acoger sine glossa -citando a San Francisco de Asís- lo que el Señor nos anuncia a través de su Palabra, nuestro Nazaret se transformaría en Belén y se convertiría en un nuevo cenáculo. 

Tantas veces nuestro estar en Nazaret es un estar forzado, sufrido. Sólo quien logra elegirlo como lo hizo el Hijo de Dios para sí y para María y José puede comprender lo que Dios dice a una Iglesia a veces expuesta a una pertenencia sin discipulado, a una creencia sin seguimiento… a mucha religión y poco Evangelio. 

En Nazaret, lo imposible habitaba en casa y lo inesperado era su huésped. María no fuerza el proyecto de Dios para que se adapte a su capacidad de acogida, sino que intenta ampliar su capacidad a la medida de los designios de Dios. Este es mi deseo para todos nosotros: intentar ensanchar el espacio de nuestra tienda a la anchura de los designios de Dios. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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