miércoles, 9 de abril de 2025

Posibilidad e imposibilidad de la felicidad.

Posibilidad e imposibilidad de la felicidad 

La felicidad es uno de los mitos de hoy en día, junto con la creatividad, para la que todos querrían tener la receta, que, sin embargo, junto con la de la felicidad, sigue siendo un sueño, una quimera, un espejismo, un fénix que nadie sabe dónde está. Quien lograra encontrar la receta de la felicidad se convertiría en un héroe de nuestro tiempo, un benefactor de la humanidad como Pasteur y Fleming. Nosotros, que no tenemos tales ambiciones, no propondremos recetas o fórmulas mágicas, sino que, proponemos definiciones del concepto de felicidad e intentamos identificar algunas transformaciones del mismo a lo largo de la historia del pensamiento. 

También nos preguntamos si la felicidad es un derecho, similar tal vez a los derechos a la vida y a la libertad, un derecho primario, como dice la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y como muchos de nosotros, no solo en los Estados Unidos, parecen creer hoy en día. 

De hecho, vivimos en una época obsesionada con la búsqueda de la felicidad. Congresos, seminarios, debates televisivos, artículos y programas, sitios web y blogs, incluso festivales,… 

¿Qué es, pues, la felicidad? La felicidad es un estado de ánimo. No una pasión, como la ira; más bien un sentimiento, como el amor; y sobre todo una condición de plena satisfacción; un estado en el que nuestra alma está serena, no perturbada por dolores y preocupaciones, y capaz de disfrutar de tal estado. O un momento en el que un acontecimiento feliz supera, llenando por completo el alma, la presencia de dolores y preocupaciones. 

La felicidad es un concepto evaluativo por excelencia, un poco como la libertad, para el que es difícil encontrar voces contrarias que digan que ser feliz, como ser libre, no está bien. La felicidad es incluso una palabra que vende: algunos no lo saben, pero otros lo saben muy bien y meten la palabra en los títulos de los libros o en las traducciones de las películas, con la esperanza de que se conviertan en best-sellers y campeones de taquilla, como cuando se pone otra palabra de este tipo, corazón. No sé por qué es así, pero sé que es así. 

Personalmente, creo que la actual búsqueda/obsesión por la felicidad corresponde al deseo de superar la soledad social en la que vivimos (aunque la soledad en sí misma es un valor muy grande). Estamos solos, socialmente aislados, nosotros, que somos ciudadanos globales de imperios supranacionales, privados de la política o reducidos a sus márgenes, sujetos de juegos económicos que no comprendemos y sobre los que somos incapaces de intervenir. Nosotros, cuyos hijos juegan solos en casa o a veces en compañía, pero en estructuras protegidas donde los adultos también organizan el juego: niños que no conocen la mayor felicidad, la del juego al aire libre dirigido por niños sin adultos, siguiendo reglas de juego que los adultos han olvidado. 

Nosotros, que nos dejamos dominar por la ansiedad, el aburrimiento y la soledad, aunque tengamos mucho dinero y muchos smartphones, el iPad y el Kindle, y podamos dar a los niños habitaciones individuales, el iPhone y vestiditos de marca. 

¿Y el concepto de felicidad elaborado por Epicuro? El filósofo creía que no puede existir la verdadera felicidad sin el placer; que no hay ser humano que no tome sus propias decisiones en función del placer que ofrecen porque el placer es el estado natural que todo ser vivo busca, mientras que huye por instinto y por razón del dolor. El placer, dice Epicuro, no es diferente de vivir, es vivir mismo, y nuestra sensibilidad tiende a mantener el estado natural de bienestar. 

Sin embargo, la felicidad no se alcanza, y este es el punto absolutamente central de la doctrina epicúrea, satisfaciendo siempre nuevos deseos, sino tratando de controlarlos o incluso de no tenerlos. Esta es la esencia del epicureísmo: conocer la felicidad, alcanzar un estado de tranquilidad interior, lograr la satisfacción del cuerpo en paz gracias a la supresión de deseos y ansiedades. Esta serenidad ayuda al cuerpo a no sufrir y al alma a estar tranquila, haciendo del placer un bien y del bien un placer. 

A la concepción de la felicidad de Epicuro se opuso durante mucho tiempo otra, de tipo intelectual más que sensorial, que identificaba la felicidad con la virtud. Sé virtuoso y serás feliz, predicaba la corriente de pensamiento antiguo que se remonta a Sócrates y que encarnaba, admitámoslo, la ideología de las clases dirigentes que, poseyendo ya los bienes materiales, podían permitirse declararlos irrelevantes para la consecución de la felicidad; mientras que los pobres se atenían prosaicamente a la línea de pensamiento que identificaba la felicidad con el placer, duramente criticada por los virtuosos. 

Traslademos la versión hedonista de la felicidad, centrada en el placer, a nuestros días. Esta versión informa la doctrina ética llamada «utilitarismo», defendida hoy por intelectuales y filósofos de renombre, desde Peter Singer hasta Michel Onfray. Se trata de la recuperación contemporánea del tema epicúreo-hedonista que tuvo un nuevo florecimiento en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces y del culto a la felicidad. 

El filósofo francés Maupertuis convirtió la felicidad en una cuestión aritmética, señalando en 1749 que resulta de la suma de los bienes que quedan después de restar todos los males; el escocés Francis Hutcheson había afirmado anteriormente, por otra parte, que «la mejor acción es la que procura la mayor felicidad al mayor número de personas». Este axioma será retomado y llevado a sus últimas consecuencias a finales del siglo XVIII por el inglés Jeremy Bentham. Retomando la idea de Epicuro de que el placer es intrínsecamente bueno y que la felicidad es mensurable (en función de la intensidad, la duración y la certeza del placer), Bentham proponía que las elecciones individuales y colectivas, personales y políticas, fueran precedidas por el cálculo de los placeres y los dolores, decidiendo en función de los resultados que asegurarían la felicidad para el mayor número de personas. Parece un razonamiento absurdo o perverso, pero en realidad es lo que hacemos y aplicamos todos los días ante las decisiones de la vida. 

Por poner un ejemplo trivial: si tenemos que decidir si uno de los cónyuges debe aceptar un trabajo mejor pagado en otra ciudad que implique el traslado de toda la familia, es difícil que nos preguntemos si esto es éticamente correcto o no, si provoca o no una felicidad virtuosa: más bien nos preguntaremos, haciendo utilitarismo sin saberlo, cómo se puede llevar a cabo la operación minimizando los dolores y maximizando los placeres y beneficios de todos los miembros de la familia. 

Volviendo a Bentham, él no hacía más que recoger y codificar el entusiasmo de los teóricos de la Revolución Francesa por esa magnífica invención que fueron los derechos del hombre, establecidos por primera vez en forma moderna en la declaración de 1789; allí faltaba el derecho a la felicidad, que se incluyó en una nueva Declaración de 1793, mucho más ambiciosa que la anterior, y luego fue prohibido y eliminado en las versiones posteriores, ya a partir de la de 1794. 

Sin embargo, el derecho a la felicidad, o más bien a su búsqueda, apareció y se mantuvo en la Declaración de Independencia de las colonias que fundaron el núcleo de los Estados Unidos de América, promulgada en 1776, escrita por Thomas Jefferson y enmendada mil veces, pero no en ese punto, que se mantuvo tal cual. 

Jefferson era escéptico y librepensador (pero también esclavista, racista y sexista, aunque nadie le dijo nunca estas cosas, para quien los derechos, incluido el de la felicidad, estaban reservados a los hombres blancos), y se definía a sí mismo como «epicúreo» y con este atributo hacía referencia al derecho a perseguir los placeres y disfrutar de la existencia, también porque para él la felicidad terrenal individual contribuía a la felicidad general. 

Digamos, de paso, que hasta ahora nos hemos ocupado, y seguiremos haciéndolo, de la única felicidad relevante desde el punto de vista filosófico, es decir, la felicidad aquí y en la tierra. No nos ocupamos de los aspectos teológicos, es decir, de la felicidad después de la muerte, la felicidad en el llamado vida eterna del alma, que es otro tipo de felicidad, es decir, la felicidad a través de la infelicidad, el sacrificio y la renuncia decretada por el Discurso de las Bienaventuranzas de Jesús y retomada y elaborada por San Agustín y Santo Tomás; que, sin embargo, lo sistematizó en formas más complacientes, admitiendo la posibilidad de encontrar en la tierra una forma de felicidad, ciertamente parcial y reducida, siguiendo la regla monástica, que presenta la doble ventaja de garantizar una vida bastante tranquila y, por tanto, feliz en la tierra, y de abrir un carril preferente en el acceso a la felicidad celestial. 

Ha habido algunas transformaciones teóricas y conceptuales que ha sufrido nuestra felicidad en la época moderna y contemporánea. 

La primera es aquella gracias a la cual en el siglo XVIII la felicidad pasa a ser, de tema filosófico que era, tema político, basándose en el cálculo de los placeres y los dolores y haciendo depender del resultado de la felicidad colectiva el criterio de elección. Posteriormente, en el siglo XIX, asistimos a una segunda transformación de la felicidad de concepto político a concepto económico, con las doctrinas socialistas y marxistas que veían la realización de la felicidad colectiva e incluso individual en la liberación de la pobreza y la explotación y en la realización de la igualdad económica, y posteriormente en el bienestar generalizado. 

Una transformación adicional, la tercera, anticipada en los años 60 del siglo XX, por ejemplo, en el famoso discurso de Robert Kennedy sobre los factores de felicidad distintos del producto interior bruto, identifica como parámetro de felicidad no solo la riqueza, sino también y sobre todo la calidad de vida: 

«Nunca encontraremos un fin para la nación ni una satisfacción personal en la mera búsqueda del bienestar económico, en acumular bienes terrenales sin fin... El PIB no tiene en cuenta la salud de nuestras familias, la calidad de su educación o la alegría de sus momentos de ocio. No incluye la belleza de nuestra poesía o la solidez de los valores familiares, la inteligencia de nuestros debates o la honestidad de nuestros empleados públicos. No tiene en cuenta ni la justicia de nuestros tribunales ni la equidad en las relaciones entre nosotros. El PIB no mide ni nuestro ingenio ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría ni nuestro conocimiento, ni nuestra compasión ni nuestra devoción a nuestro país. Mide todo, en resumen, excepto lo que hace que la vida merezca realmente la pena ser vivida». 

Son palabras bonitas, pero hay que tomárselas cum grano salis, ya que el mismo Robert Kennedy predicaba en otros discursos la supresión del estado del bienestar (por lo poco que se disfrutaba y se disfruta en Estados Unidos) y la entrega de sus tareas a los recursos privados surgidos de la supuesta libre iniciativa y el emprendimiento individual según los principios del liberalismo económico. 

En cualquier caso, tomamos al menos este discurso como válido y, como ciudadanos del siglo XXI, añadimos al menos otros tres factores que hacen que la vida merezca la pena ser vivida y que nos hacen felices: el silencio, la oscuridad y la visión del cielo estrellado. 

Veo una cuarta transformación del concepto de felicidad en la transformación que insiste, por un lado, en la importancia de los vínculos sociales y, por otro, en la positividad de la persona. El tema de los vínculos sociales retoma en parte temas muy antiguos, como la importancia de la amistad para la felicidad, afirmada por Cicerón, pero antes que él por nuestro Epicuro, que escribe en su famosa epístola: el mayor bien que nuestro conocimiento nos ofrece para la felicidad de toda la vida es la adquisición de la amistad. 

La amistad, las relaciones humanas, la activación altruista y similares son los temas que alimentan hoy el mito de la felicidad. Junto a ellos encontramos el surgimiento de una nueva positividad para la construcción de cualidades humanas individuales que contribuyan a dar lugar a sociedades florecientes y felices: por lo tanto, optimismo, coraje, trabajo ético, relaciones interpersonales, responsabilidad social. 

Hoy en día, la búsqueda de la felicidad parece suplir de alguna manera la aspiración a un mundo más elevado, a la realización de una vida plena gracias al propio compromiso, a las propias fuerzas, a la propia iniciativa, a los propios méritos y talentos. Diré algo para desmontar esta visión ingenua y optimista, un tanto infantil. No creáis en estas ideas fáciles, me viene a la mente, o al menos considerad también la otra cara de la moneda, considerad la sabiduría de los paganos que los antiguos inventores de palabras introdujeron en el lenguaje. 

En conclusión, y para terminar de una manera inusual con el tema etimológico, que solemos poner al principio de nuestros ensayos, ¿cuáles son los términos para designar la felicidad y qué nos quieren decir? 

Empecemos por el griego antiguo, por respeto a Epicuro, y observemos que los términos que designan a quien es feliz y contento son makários (bendecido por los dioses) y eudaìmon (que tiene un buen demonio, es favorecido por el dios): para los antiguos paganos, de hecho, lo que nosotros llamamos felicidad está en estrecha relación con la fortuna. El latín felix, del que proceden nuestros feliz y felicidad, se desvía ligeramente de la línea porque remite a la raíz phyo, fértil, fecundo (feliz es quien tiene mucho trigo y muchos hijos). Pero en las demás lenguas europeas, lo que designa la felicidad está relacionado con las ideas de fortuna y destino, y a veces es sinónimo de fortuna, como en alemán Glück, felicidad y fortuna. El francés bonheur proviene de la raíz eür, que no es la hora, sino una contracción del latín augurium, de augere: el crecimiento de una empresa deseado por Dios; los ingleses happy y happiness provienen de la raíz hap, lo que sucede, la fortuna (como en perhaps, si la fortuna lo quiere). En resumen, las lenguas, mucho más sabias que nosotros, conservan la idea de que la felicidad es una cuestión de suerte y destino y que, por lo tanto, no depende de nosotros ni de nuestro libre albedrío. 

Expresamos este concepto cada vez que decimos happiness, Glück o bonheur, pero no nos gusta. A los seres humanos no les gusta que les digan que están determinados y prefieren creer que son libres, inventándose curiosas teorías sobre su libertad y razones aún más extrañas que motivan tal hipótesis.

Creo que muchas de las historias que se cuentan sobre la realización individual que, gracias a la tenacidad, el coraje y el espíritu emprendedor, triunfa sobre la adversidad no son más que fábulas, resiliencia incluida. Creo que el peso del destino es más fuerte de lo que nos contamos, que es determinante dónde, cuándo y cómo naces, con cuánto talento vienes al mundo y con qué educación para aprovechar tu talento con esfuerzo. Esto, al menos en lo que respecta al bienestar material, que ciertamente no es toda la felicidad, pero sin duda constituye una buena base porque te permite hacer planes y mirar hacia el futuro. 

Por supuesto, otros factores contribuyen a la felicidad, además del bienestar, que no tiene por qué ser alto: se puede ser feliz con un aspecto de la vida (por ejemplo, el trabajo) y triste o infeliz con otro (las relaciones personales); ser un rico hombre de negocios con yates de crucero y tener la preocupación de un hijo discapacitado. Para explorar la felicidad de una persona, habría que considerar todos los niveles de la existencia humana: familia, amigos, trabajo, entorno, y tener en cuenta además que los dolores del cuerpo son dolorosos, pero los del alma lo son mucho más. 

Sin embargo, no se puede ignorar o ridiculizar el destino, la suerte, la lotería social. Sin querer decir que estamos completamente en manos de titiriteros locos que manejan los hilos de nuestra vida, me gustaría concluir subrayando que para alcanzar la felicidad en las diversas formas que han indicado las transformaciones del concepto, no es indiferente el factor suerte, azar, destino, contra el cual es necesario lanzar campañas muy exigentes para igualar con la igualdad de la felicidad las desigualdades de la desgracia. Porque la felicidad es como la libertad, o es un derecho de todos y entonces está bien perseguirla, pero si debe ser un privilegio para algunos, no nos interesa. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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